Abrió los ojos. En el fondo de la copa quedaban unas gotas de coñac. Gregorio proyectó beber un sorbo. El silencio era absoluto. Extendió un brazo. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Olvidó el coñac y, unos segundos después, volvía a dormirse.
Al despertar por segunda vez, sostenía un fino edredón sobre las piernas. En la habitación había oscurecido. Atisbo la calle, en sombra, y el cielo, fuertemente azul como por la mañana y sin nubes.
En la cocina canturreaba Carmen. Telefoneó a casa de Julia y aclaró la voz, al oír la de Pedro.
—¿Cómo va?
—Bien, bien —parecía apremiado—. Despertó hace un rato.
—¿No tiene dolores?
—No.
—Me alegro. Oye, ahora iré por ahí.
—Cuando quieras. Hasta ahora.
—Adiós.
Gregorio se entretuvo bajo la ducha. Estaba ya anudándose el batín, cuando Carmen golpeó la puerta del cuarto de baño.
—Un momento.
Carmen le esperaba en el pasillo.
—¿Quiere usted merendar?
Gregorio denegó con la cabeza y vio que ella no llevaba el uniforme.
—¿No está Felicidad?
El vestido, de colores rotundos, la rejuvenecía. Gregorio sonrió.
—Ha salido.
—Y usted, Carmen, va a salir.
—Sí, pero puedo prepararle algo.
—No, no.
—Hasta las siete no me voy.
—Además, sólo tomo pan y chocolate a estas horas.
—La señora vino, pero salió otra vez. No quiso que le despertase Felicidad.
—Dése prisa a acabar de ponerse guapa, si no quiere hacer esperar a su novio.
—¡Que espere! Y, sobre todo, que a él le gusto de todas maneras.
—Es que de todas maneras está usted bien.
Carmen se alejó, riendo. Gregorio, después de buscar un paquete de cigarrillos, abrió unos centímetros las maderas de los balcones del despacho. Eran las seis y media. Carmen, que había cambiado sus zapatillas por unos zapatos, taconeaba desde su cuarto a la cocina y de allí al lavabo del servicio. Gregorio aguardó. Carmen se detuvo, al encontrarle en la puerta.
—¿Quiere algo?
—Sí.
Carmen se aproximó. La sonrisa de Gregorio metamorfoseó la expresión de la muchacha. Junto a la boca, unos finísimos haces de arrugas destacaban más el rojo de los labios.
—Es feo preguntar la edad de una mujer, pero ¿cuántos años tiene usted, Carmen?
—¿Para eso me llamaba?
Gregorio cerró su mano derecha sobre el brazo izquierdo de Carmen.
—¿No quieres decírmelo?
—Uy, ¿por qué no? Veintiséis.
—¿Tantos? —enarcó las cejas y su mano ascendió hasta el hombro—. ¿Y desde cuándo sois novios?
En el largo silencio, la mirada de ella adquirió un excitante brillo. Gregorio acabó de rodearle la espalda y la atrajo contra el pecho.
—Cinco años —dijo con voz distinta.
—Me alegro de que estemos solos, Carmen.
—Para aprovecharse.
—No. Para poderte ver de cerca.
Carmen rió y él, con los labios entreabiertos, inclinó el rostro.
—Pero —susurró— si yo no le gusto.
Gregorio se detuvo, sorprendido. Ella repitió su sonrisa.
—Me gustas. ¿Por qué no ibas a gustarme?
—Usted es muy joven y no le puede gustar una mujer como yo.
—Calla, bonita.
Carmen tensó los músculos, para disimular su temblor. La obligó a sentarse sobre sus rodillas, en el diván del despacho.
—Esto no está bien, señorito.
—¿Por qué?
—Por mi novio.
—¿Nunca le has engañado?
El rostro que estaba junto al suyo, se abatió contra su cuello. Gregorio le acariciaba la espalda, las piernas, le besó en los cabellos, en las mejillas y en la nuca, buscándole la boca.
—Déjeme.
—Tienes tiempo. ¿No podemos hablar un poco?
—Bueno, un poco sí.
—Me gustaste desde el primer día.
—Y usted a mí.
—¿Sí?
—Gustarme, gustarme, no sé. Me pareció simpático y así. Sí, me gustó. Mucho más que el señorito Leopoldo.
—¿No te gusta Leopoldo?
—Me gusta usted.
—Pero él es más alto.
—Y usted tiene ojos de buena persona.
Consiguió un desmayado y breve beso. Ella, en un instante, se escapó de sus brazos.
—Me voy. Es tardísimo.
Gregorio la persiguió hasta el dormitorio.
Mientras rehacía el maquillaje, Gregorio, también frente al espejo, le sopló su aliento en un oído. Carmen rió y volvieron a besarse. Gregorio la acompañó hasta el rellano de la escalera.
—Déjame, cariño. De verdad te lo digo. No me hagas llegar tarde.
Eran las siete y unos minutos. Se vistió precipitadamente y llamó a casa de Julia.
—Oye, Isabel, ¿cómo se encuentra?
—Bien. Amodorrada. ¿Vas a venir?
—Dentro de una hora aproximadamente. Hasta luego.
—Hasta luego, Gregorio.
—Ah, oye —fingió recordar—, ¿está Jovita por ahí?
—Sí, espera.
Jovita llegó enseguida al teléfono.
—He pensado que estarás aburrida.
—¿Aburrida?
—Cállate. ¿Te están oyendo?
—No. Pero ¿qué es lo que quieres?
—Podíamos salir tú y yo. Dar una vuelta. En todo caso, acercarnos donde mis tíos. Me apetece estar contigo, ¿comprendes?
—Sí, claro que sí.
—Bueno, pues entonces… Un momento solo. Luego, volvemos a casa de Julia.
—Verás, también me apetece, pero esta tarde prefiero quedarme aquí. No te enfadas, ¿verdad? Estaría intranquila. La pobre Julia… ¿No te enfadas?
—No, de ninguna manera. Ahora nos veremos.
—Pedro quiere organizar un mus.
—En cuanto me duche y me vista, voy. Adiós, Jovita.
—Eres un sol, Gregorio. No tardes.
Indeciso, con los dedos abiertos sobre el teléfono, estuvo pendiente de los ruidos de la calle. Al fin, se decidió a salir.
La noche cercana no refrescaba la atmósfera. Tardó en encontrar un taxi que le llevase a la cafetería de Lupe. Gregorio se situó al final de la barra y se decidió a preguntar. A las ocho y media Lupe empezaría su turno. Pidió un sandwich y una botella de coca-cola.
Aplazaba la decisión de esperar a Lupe, mientras comía. Luego, fumó lentamente, distraído por las conversaciones o en alguna mujer. Hasta una hora después de la llegada de Lupe, continuaría aquel público de parejas de novios humildes y viejas señoras. A la salida de los cines, estarían ya encendidos los anuncios luminosos, las conversaciones serían más vivaces y sonaría la coctelera. Ahora olía a café con leche, a serrín mojado, casi a saliva.
Pero si se bajaba del taburete, irremediablemente habría de ir a casa de Julia y empezar de nuevo. Golpeó la brasa del cigarrillo contra la loza blanca del plato. Carmen, un día u otro, acabaría por tutearle delante de Adela o de Felicidad. La mujer encargada de los lavabos le saludó sonriente, con su limpio delantal y su joroba.
—Buenas tardes, señorito.
—Hola, buenas tardes.
Encendió otro cigarrillo y pagó la cuenta. Julia y los demás continuaban. Se puso en pie, retocó el nudo de la corbata, hizo un gesto de despedida a la jorobada y salió a la calle.
El sol aún se agarraba a las últimas líneas de los edificios. Gregorio se demoró ante el escaparate de una librería. En octubre empezaría el curso. Isabel posiblemente no saldría durante el verano de Madrid. Como si aplastase su propia pereza, reemprendió el camino a paso rápido.
Un trolebús le dejó en las cercanías de casa de Julia. El automóvil de Pedro estaba aparcado detrás del de Isabel, en una calle próxima. No esperó el ascensor y subió los escalones de dos en dos. La doncella le abrió la puerta.
—¿Cómo está la señorita?
—Mejor. No parece nada de cuidado.
—Me alegro.
—No ha querido que avise a sus padres.
—¿Para qué? No tiene importancia y se alarmarían.
—Eso también he pensado yo. En la sala están los señoritos.
Pedro dormitaba y se levantó para abrazarle. Leopoldo comía un bocadillo de chorizo.
—El problema consiste en quién se va a quedar con Julia esta noche. Será mejor una de las chicas —Leopoldo, en mangas de camisa, se sentó cerca de ellos sin dejar de hablar, ni comer—, Isabel. Pero ¿cómo se justifica Isabel?
—Neca —respondió Gregorio.
—Hombre, pueden sospechar en su casa.
—Mira —explicó Gregorio, como si expusiera algo muy meditado— Isabel y nosotros quedamos en pasar este fin de semana en la Sierra. Se iba a salir el sábado por la noche, o al mediodía. Pues bien, que Isabel diga que se marcha hoy.
—¿Y si llaman de su casa a casa de Neca? Hasta pasado mañana queda mucho tiempo —objetó Pedro.
—No es probable. Lo peligroso es que Neca telefonee a Isabel. Pero puede adelantarse Isabel y llamarla con frecuencia. Existe un riesgo; ahora bien, en el peor de los casos, todo podría parecer una borrachera de Isabel. Así ella puede quedarse con Julia hasta el sábado.
—De acuerdo —dijo Pedro—. Voy a ver qué le parece.
—Y el sábado —dijo Leopoldo— tenemos que salir todos para la Sierra.
—Sí —dijo Gregorio—. Pero Julia no podrá.
—Exacto. Alguien tiene que acompañarla.
—Pedro, naturalmente.
—Puede resultar sospechoso.
—¿Sospechoso? Es su novio.
—Por eso mismo. Seria preferible que nos quedásemos tú o yo.
—¿Y cómo se disculpa la ausencia de Julia? —dijo Gregorio.
Discutieron las posibles soluciones y, por fin, decidieron que Gregorio permaneciese en Madrid, al cuidado de Julia, y que de ésta se diría que se hallaba indispuesta y que, además, necesitaba recoger la casa antes del veraneo. La presencia de Pedro privaría a la indisposición de Julia de toda importancia, delante de Jacinto y su mujer.
—También va Meyes —recordó Gregorio.
—Pues que Isabel y Jovita también estén en contacto con ella hasta pasado mañana. Todo se reduce a que no comuniquen con casa de Isabel.
—Hay que considerar el problema otra vez.
Leopoldo rió estentóreamente y le palmeó la nuca.
—Eres genial. Lo de Julia nos ha salido redondo, no le des más vueltas. Tal como se esperaba. Estos líos, llevándolos con energía, sin precipitaciones y no dejando intervenir a las mujeres, no tienen más que fachada. Y lo de Julia se ha complicado por el bocazas de Pedro. Cuando yo me vi metido en lo de Encarna… ¿Te lo he contado? Aquella tarde… Nunca la olvidaré. Se me presenta, como si nada, y a las dos horas de estar juntos, va y me suelta el notición. Y yo, solo, sin ayuda y sin confiárselo a nadie.
La entrada de Jovita en la habitación interrumpió a Leopoldo. Julia dormía e Isabel velaba su sueño. Jovita puso la radio a bajo volumen y bailó con Gregorio. Leopoldo buscó a Pedro y éste propuso una partida de mus. La doncella les proporcionó una baraja y se instalaron cerca del balcón, en la esperanza de una brisa que no llegaba. Leopoldo y Jovita formaron pareja contra Pedro y Gregorio. De vez en vez, Pedro o Jovita iban al dormitorio de Julia. La luz de la lámpara, alejada de la mesa, penumbreaba los antebrazos, sus manos sudadas, los naipes, las monedas, los ceniceros y los vasos.
Cerca de las diez y media dejaron de jugar. Julia continuaba dormida, aunque algo inquieta. Pedro esperaría unos minutos aún y llevaría a Jovita a su casa.
—Insisto en que debería quedarme.
—Pedro, no seas terco, ni compliques las cosas.
—Está bien, está bien.
Isabel, con un vaso de whiskey casi vacío en la mano, quedó sola en el vestíbulo con Gregorio. La flojedad de sus mejillas y su sonrisa denotaban fatiga.
—¿Qué hay, Gregorio? —dijo quedamente.
—Estás hecha puré. No bebas demasiado.
—Hoy no me hace efecto.
—Procura dormir, Isa.
—Mañana temprano vendremos a relevarte. ¿Tienes tabaco? —preguntó Leopoldo.
—Sí. Gracias.
—Vamos, Gregorio. Adiós, Jovita.
El bochorno coloreaba la noche. Caminaban despaciosamente, con una pereza cansada.
—Estoy pensando en acercarme a ver a Lupe.
—Haz lo que quieras.
—Me sentaría bien. Pero, quizá, sea mejor que vaya a cenar.
—Por mí no lo hagas —Gregorio denegó con la cabeza—. Ni por Julia, ¿eh? Yo me quedo en casa, por si nos necesitase.
—No, tampoco —levantó los ojos del pavimento.
La portera cerraba el portal, al llegar ellos. Felicidad les recibió con una sonrisa deliberadamente misteriosa.
—¿Que no viene a cenar mi madre?
—Ya lo has oído.
—Ni a comer, ni a cenar. ¿Qué le ocurre?
—No lo sé, hijo. Llamó, que se quedaba con los de Alonso. La cena ya está. Y usted, señorito, tiene una carta.
Mientras Leopoldo se duchaba, Gregorio, con la carta de sus padres en la mano, vagabundeó por las habitaciones en busca de Carmen, a quien encontró en el cuarto de la plancha.
—Buenas noches.
La muchacha se sobresaltó y, sin que él se hubiera movido, rodeó la tabla, que dividía gran parte de la habitación.
—Pero ¿me tienes miedo?
—Precaución —rió, provocativa.
—¿Qué te ha dicho tu novio?
—¡Ay!, muchas cosas preciosas.
—¿Como cuáles?
—A usted se las voy a decir.
Esperó que ella se aproximase y la atenazó entre sus brazos, con una violenta fogosidad. Carmen se desasió y huyó por el pasillo.
Se lavó las manos y se sentó en el comedor.
—Pero ¿qué te sucede a ti esta noche? —preguntó Leopoldo a Felicidad.
Felicidad, que permanecía junto al aparador, observando a Carmen servir la sopa, no contestó. Hacia el final de la cena, no pudo contenerse más.
—El señor Alonso os ha conseguido el automóvil.
—¿Del Ministerio?
—Ay, eso no sé. El automóvil que tenías pedido.
—El «Alfa», entonces.
—Yo no entiendo.
—¿Un «Alfa-Romeo»? —exclamó Gregorio—. Es fenomenal.
—Por eso fue a cenar con ellos.
Sentado en su cama, Gregorio leía la carta de sus padres. Leopoldo llegó con el atlas debajo del brazo.
—Vamos a hacer un itinerario por Italia. Ahora con el coche, no resisto más de quince días en esta aldea medieval.
—Me gustaría ir contigo.
—¿Qué te dicen los viejos?
—Nada de particular.
—Te vienes conmigo.
—Tendré que quedarme. Por la casa. Querrán que esté con ellos, mientras se pone la casa.
—Te vienes. Y nos llevamos a Jovita, a Isabel y a Meyes.
—¿Quiénes son los de Alonso?
Estuvieron proyectando un viaje por toda Europa, hasta que regresó Adela. Ella les confirmó la noticia. El automóvil habría que recogerlo en un plazo de ocho días.
—La semana que viene —dijo Leopoldo— me encargaré de ello. Mañana o pasado nos vamos a la Sierra con Jacinto.
—He recibido carta de casa. También es para usted, Adela.
—Ah, gracias, hijo.
Tomaron café en el despacho. El calor persistía, aplanante. Adela les detallaba cómo se había logrado la concesión, cuando sonó el teléfono. Gregorio se puso en pie.
—Quizás las chicas ya estén acostadas.
Antes de alcanzar el fondo del pasillo su presentimiento era una certidumbre. Levantó el auricular con una decisión rabiosa.
—Diga.
—¿Gregorio? —preguntó anhelante.
—Sí, Isa.
—Gregorio, se está muriendo. Una hemorragia.
—Pero… Tranquilízate.
—No resiste. Ven pronto, Gregorio.
—Sí, Isabel.
Leopoldo se hallaba a su lado, lejos ambos del rectángulo luminoso de la puerta del despacho.
—Deprisa.
—¿Dónde decimos que vamos a estas horas? —levantó la chaqueta del pijama con las dos manos.
Gregorio compuso una sonrisa, al enfrentarse con Adela.
—Era Jacinto. Han adelantado el viaje, porque el coche va mejor a la madrugada. Por la falta de calor —explicó concienzudamente—. Allí están los demás.
—¿En casa de Jacinto? —preguntó Adela.
—Han organizado una partida de poker y algo de baile. No tienen sueño, claro. Se saldrá a las cinco.
—¿Y tenéis ganas de volveros a vestir, de preparar los maletines?
Gregorio sonrió:
—Si a usted no le importa…
—Yo, por mí… lo que son los pocos años.
Sintió moverse a Leopoldo y la mirada de Adela. Leopoldo gargarizó antes de pronunciar la primera palabra inteligible.
—No sé qué hacer —dijo.
Adela, a requerimientos de Gregorio, se despidió de ellos para acostarse. Carmen le trajo, con una silenciosa premura, la ropa y los útiles de aseo. Diez minutos más tarde de la llamada de Isabel, estaba dispuesto. Leopoldo le gritó que esperase; se vistió la americana en la escalera.
—Están ustedes locos —protestó Felicidad—. Locos de remate. Pero ¿no duermen?
—Mañana en la Sierra —dijo Gregorio y devolvió su maletín a Leopoldo.
—Ay, qué vida llevan. ¿No se olvida nada?
—Es verano, Felicidad —la mujer sonrió—, y estamos en vacaciones.
Carmen, reclinada en la baranda de la escalera, les oyó bajar. La llave se le atascó en la cerradura a Leopoldo y fue Gregorio quien abrió el portal. La calle, muy iluminada, estaba solitaria.
—¿Qué te ha dicho?
—Julia ha empeorado. Isabel está aterrorizada —dejó que sus pulmones recuperasen aire—. Y, seguramente, borracha.
—Malditas zorras —masculló.
Gregorio comenzó a correr. Tardó un tiempo en oír, que Leopoldo le seguía.