16

Gregorio volvió la página del diario. Isabel no había sido muy explícita la noche anterior. Se prometió averiguar a cambio de qué secreto de Leopoldo, ella supo lo de Julia. Después de comer, se iría al dormitorio de Leopoldo y establecería claridad en tanta y tanta vaguedad como estaban creando unos y otros. Gregorio rompió unos milímetros de la hoja. Siete personas, sin contar a Julia y las que ayudasen a Emilia, sabían. Gregorio volvió la página. La ira le hizo temblar, reconstruyendo las incidencias de aquella difusión. Retiró el pie, que inútilmente apretaba el pedal del freno, dejó el periódico sobre el asiento y encendió un cigarrillo.

La casa contigua estaba en construcción y algunos albañiles trabajaban en los andamios. Los tranvías, al pasar en ambas direcciones, ocultaban el portal. A unos metros y en la misma acera —por tanto, en la de enfrente— empezaban los puestos del mercado. Allí se espesaba en una compacta coloración la individualidad de los transeúntes. En la calle era continuo el ruido de los vehículos, principalmente el chirrido de los tranvías.

Aseguró el freno de mano. El cigarrillo le resecaba el paladar. Gregorio sonrió y volvió a coger el diario, abriéndolo sobre el volante.

Pequeñas nubes, redondas y muy blancas, moteaban el cielo. La pendiente de la calle, llena de movimiento, descendía en ángulo con la alta luz del horizonte. Una cabria elevaba un serón de tierra; el hombre avanzó un pie fuera del andamio y atrajo la carga. Los gritos del mercado, a veces, se distinguían nítidos, agrios. Los dos policías armados caminaban cuesta arriba, como hacia el automóvil. Instintivamente miró la casa. En el centro de la fachada y de arriba abajo, brillaban los cristales de los miradores; a ambos lados de cada mirador, la escayola, que orlaba las ventanas, se indistinguía a trechos con el ocre de los ladrillos. Una de las ventanas del piso tercero estaba cerrada. Antes de media hora el sol alcanzaría aquella parte de la fachada.

Todo le pareció grotesco. El continuo juego cauteloso, la febril astucia de los últimos días se tiñeron de un sentido ridículo e impersonalizado. A Julia —trató de disipar aquella sensación de abandono— le producían en aquellos momentos dolor físico. Los albañiles se movían en la casa en construcción. Del portal de enfrente, bajo la línea de los miradores, Julia saldría y podría caer muerta o desangrada o desvanecida, cuando él estuviese a su lado, o desvanecerse, desangrarse o morir en el automóvil. Él tendría que actuar entonces. En sus presagios perseveraba la apasionada vaciedad de un sueño mal recordado. Gregorio, con las manos agarrotadas al volante, el cuerpo laxo y resbalando por el asiento, bostezó.

Dio unos pasos por la acera y entró en un bar, que estaba solitario y del que salió al instante, reafirmando su propósito de no abandonar el coche. No obstante, continuó paseando. Resultaba excitante, en cierto sentido, aquella rebelión contra sí mismo. Un hombre es un ser libre en cualquier circunstancia. En un andamio, dentro de un uniforme gris y unas polainas negras, sobre una cama de operaciones, siempre libre, esclavizado siempre a su libertad. Cuando, de nuevo, se sentó en el automóvil de Isabel, se hallaba fatigado.

La ventana cerrada del piso tercero recibía ya el sol. Sonrió. Era verano en la luz fuerte, en los olores, en el aire espeso, en la promesa del tiempo incierto, en la tensa actividad de la esperanza. Cogió el periódico y, silbando, leyó algunos artículos.

El humo del cigarrillo contra el parabrisas iniciaba su perspectiva. Luego, el espejeante capó y, a su final, el gris de los adoquines. O la casa en construcción, el mercado, los tranvías y, al fondo, las nubes pequeñas en lo azul; entre una y otra ojeada, el portal, por el que no entraban ni salían muchas personas. Gregorio acariciaba las palancas de los mandos, el asiento, las manijas de las portezuelas, balanceaba las llaves de contacto, fumaba. También ellos aguardaban en una soledad semejante a la suya. Isabel y Jovita estarían ya transformándose mutuamente la impaciencia en inquietud. Faltaban unos minutos para el mediodía. A Gregorio le miraron, sonrientes y cuchicheando, dos muchachas; les gesticuló y ellas mantuvieron sus sonrisas incitantes.

El juego de las suposiciones y la inacabable ensoñación giraban sobre sí mismos, tornillos sin fin, atosigantes, monótonos. Los albañiles, con los pies en el vacío, comían de sus tarteras. Gregorio descruzó las piernas en un trabajoso cambio de postura.

Julia y la mujer debían de haber permanecido algo de tiempo en el portal, esperando que él las descubriese. Gregorio oteó a uno y otro lado y, hacia la mitad de la calzada, serenó sus pasos.

La mujer, inmóvil junto a Julia, era vieja y llevaba un largo mandil grasiento sobre un vestido negro. Alzó los ojos del suelo unos metros antes de que él llegase. Julia consiguió sonreír.

—Buenos días —dijo la mujer.

—¿Bien?

—Entre conmigo —y añadió—: Es un momento y la señorita puede quedarse sola.

Julia osciló la cabeza y Gregorio penetró en la penumbra.

—Aquí —al fondo, brillaba una puerta de cristales—. Cinco mil, ya sabe.

Las manos de la vieja tropezaron con las suyas. Gregorio desanduvo velozmente el portal y tomó a Julia del brazo. Los dientes de Julia resbalaban casi constantemente por su labio inferior.

—¿Qué tal vas?

Julia replicó con un fruncimiento de la frente. Caminaban despacio y esperaron a que la calle estuviera libre de tráfico, para cruzar.

—Entonces, ¿no ha habido complicaciones?

—Ha tardado mucho.

Gregorio, sin soltar a Julia, abrió una de las portezuelas traseras.

—Mejor, delante.

—Podrás tenderte atrás.

—No. Delante.

—¿Duele?

—Ya ni lo siento.

Estúpidamente había dejado puestas las llaves en el contacto.

—Iré despacio. Dentro de unos minutos estarás cómodamente en tu cama.

Cambió la dirección de la marcha y aceleró cuesta arriba. Los pequeños saltos de las ruedas sobre el pavimento le hicieron disminuir la velocidad. Julia se mantenía erguida, sin descansar en el respaldo, con los ojos semicerrados. Se mordía, ya sin contención, el labio inferior, grueso, brillante de saliva y pintura. Sus manos, sobre el halda, estaban muy blancas.

—¿Quieres que vaya más despacio?

Ella no contestó. Las luces rojas les paraban desesperantes minutos, durante los cuales Gregorio observaba a los ocupantes de los otros vehículos. Le ofreció un cigarrillo, que ella rechazó con un aleteo de la mano.

La calzada amplia y sin baches le permitió aumentar la velocidad, al atravesar el Retiro.

—Gregorio…

—¿Qué es ello?

—He pasado un rato malísimo.

—Bien; ahora ya puedes olvidarlo. Un calmante y a dormir. Cuando te despiertes, estarás nueva.

—Estarías inquieto, tardando tanto.

—¿No te encontrarías mejor apoyada? Échate sobre mí.

—No sé, no sé.

Julia tardó en moverse. Marchaban otra vez por las calles, cuando su hombro le transmitió el peso del cuerpo. Gregorio le acarició una mano.

—Eres valiente.

Nuevamente, la sensación de irrealidad que le poseyó durante la espera le hundía en una confusión anonadante.

—Dobla por la primera a la derecha —dijo Julia.

—Ah.

—Todo seguido.

Condujo desorientado, hasta que reconoció las calles.

—Ella, ¿te ha dicho que todo ha salido bien?

—Sí.

—Para decírselo a Pedro.

—No olvides telefonear a Pedro.

—Descuida.

Isabel y Jovita estaban sentadas a una de las mesas del bar. Gregorio esperó frente al portal de Julia; ésta parecía dormitar. Al llegar Jovita e Isabel, abrió la portezuela y ayudaron a descender a Julia. En el ascensor aspiró ansiosamente los perfumes de ellas. Sostuvo a Julia por la cintura.

—Un esfuerzo, Julia. Y vosotras, tranquilas, que no se alarme la chica —ellas asintieron y él pulsó el timbre.

La criada corrió a preparar el dormitorio. Luego, Julia la mandó a la farmacia y Jovita e Isabel acompañaron a Julia a su habitación. Gregorio, con el rostro vuelto al ventanal, se sentó junto al teléfono.

—Sin complicaciones. Perfectamente.

—¿Seguro? ¿Cómo se encuentra?

—Con unos ligeros dolores. Nada de importancia. Ya puedes venir. ¿Tardarás mucho?

—¿Desde dónde me llamas?

—Desde aquí, hombre, desde casa de Julia.

—Ya, ya. Dila que se ponga.

—Verás, Julia no se encontraba bien levantada y se ha metido en la cama.

—Pero ¿qué pasa?

—Nada.

—Gregorio, la línea no va a estar vigilada, ni tonterías de esas. Dímelo claro, ¿está mal?

—No, no lo está —Isabel entró y se quedó quieta, mirándole; Gregorio procuró disimular la fatiga—. Si te digo que vengas rápido, es porque imagino que querrás verla cuanto antes.

—Ahora mismo voy. No la dejéis sola.

—No, claro.

Isabel, en silencio, anduvo por la habitación, colocando una mano sobre algún mueble, moviendo un cenicero, perdiendo la mirada en el vacío. Jovita salió a abrir a la criada, al mismo tiempo que Isabel. Oyó hablar a las mujeres. Isabel regresó y él le preguntó si Julia se había acostado ya.

—Sí. Parece que le duele menos.

—Voy a verla.

Julia vestía un pijama blanco de raso. Jovita le recogía el pelo y ella abrió los ojos.

—Ya va pasando —dijo—. Tengo como sueño.

Gregorio inspeccionó las medicinas que Emilia había recetado. Junto a los frascos y a los analgésicos, estaba el pañuelo que Julia había traído al cuello. Cuchicheaban. Julia, con una voz repentinamente normal, tranquilizó a la criada.

—Pedro viene enseguida.

—Yo también me voy contigo, Gregorio. Como y me vuelvo aquí, para que Jovita —Jovita entornaba el balcón— pueda ir a su casa. A Julia le conviene dormir.

Dejó de deslizar entre sus dedos la seda del pañuelo de Julia y se aproximó a la cama. Julia retuvo su mano, sin mirarle, mientras hablaba con Jovita y se despedía de Isabel. Cuando giró los ojos hacia él, dijo:

—Descansa tú también, Gregorio —las manos unidas se humedecían con el sudor.

La criada les acompañó a la puerta. Al subir al automóvil, Gregorio comprobó que, otra vez, había olvidado las llaves en el contacto.

—Conseguiré que te roben el automóvil. Estoy idiota.

Isabel sonrió, distraída. Se detuvieron en un bar. Isabel parecía complacerse en su mutismo. Ella condujo hasta casa de Leopoldo. Después de frenar, apagó el motor; Gregorio le ofreció un cigarrillo.

Las nubes de la mañana habían desaparecido. En el vaho caluroso, el humo del tabaco se estancaba en guedejas. Gregorio apretó las piernas y ladeó la cabeza contra la ventanilla.

—Tengo miedo —dijo Isabel.

—No tienes por qué.

—Cuando he visto a Julia, me he dado cuenta que esto es terrible.

—¿Ahora?

—Sí. Tú también tienes miedo. Pero tú te lo aguantas. Tú estás pendiente de lo que suceda. Así estaba yo esta mañana, hasta que habéis llegado. Pero… Si se descubre, ¿qué puede pasar?

—Nadie descubrirá nada.

—¿Y si a ella le sucede algo? Es espantoso.

Se retrepó en el asiento, dobló una mano sobre la mandíbula inferior de Isabel y oprimió sus mejillas con las puntas de los dedos. Isabel amansó la expresión en una sumisión acobardada.

—Todos los días se hacen cosas así. Cientos de cosas así. Piensa luego en ello, si quieres. Cuando lo de Julia haya pasado. Más tarde. Pero ahora no. Ahora, vete a casa, come, miente continuamente, vuelve con Julia y no olvides que todos nosotros estamos unidos. Piensa en lo otro después y pártele la cara a Leopoldo por habértelo dicho.

Retiró su mano con brusquedad y abrió la portezuela. Con un pie en el bordillo se detuvo, al oír a Isabel.

—No regañes con Leopoldo. Es mejor que me lo dijese.

—¿Por qué?

—Podré hacer algo útil. Además, le obligué. Un chantaje casi. Yo no difundía por ahí una historia suya y él… No peleéis, por favor.

—Anda, Isabel, maja, no te preocupes.

El aire del portal estaba frío, pero, a medida que ascendía, Gregorio reencontraba la opresión cálida y pegajosa. Felicidad le comunicó que Adela no comía en casa. Despertó a Leopoldo.

—Son ya las dos.

Leopoldo saltó de la cama y Gregorio le siguió al cuarto de baño. Le acosó a preguntas, obligándole a un minucioso relato, con frecuentes interrupciones para precisar. Mientras Leopoldo se afeitaba, Gregorio tomó una ducha. El agua, tibia, tras un momentáneo alivio, le produjo embotamiento y sueño. Vestidos únicamente con los albornoces se sentaron a la mesa. Felicidad protestó, asegurándoles un corte de digestión o un enfriamiento. Salvo los momentos en que Carmen les servía, Leopoldo prosiguió con sus preguntas.

—¿Nadie os vio?

—Bueno, vernos… —Gregorio se sirvió un vaso de vino—. No tuvimos ningún tropiezo. La mujeruca la acompañó hasta abajo y yo la llevé al coche. Le dolía fuerte, pero aguantaba que daba gusto. La acostaron entre Isabel y Jovita.

—¿Y la criada?

—La mandó a comprar aspirina. Dijo que tenía un cólico. Se sobrentendía que eran sus cosas.

—¿No sugirió llamar al médico?

—¿Quién?

—La criada.

—No.

—¿Te dio detalles Julia?

—No.

—¿Por qué no esperasteis a Pedro?

—Se quedaba Jovita. Julia iba a dormirse. No es ya sólo el dolor, compréndelo, es el shock. Estaba derrengada.

—Pues en buenas manos la dejasteis.

—Jovita vale. Ha comprendido mejor que Isabel. Actúa sin titubeos.

—¿Qué le pasa a Isabel?

—Nervios.

—¡Coño, nervios! Vamos a tener que estar uno de nosotros allí, permanentemente. No se puede confiar en mujeres. Nervios.

—Pedro pasará la tarde con Julia.

—Y le da sensiblera y se aturulla.

—¿Vas a ir?

—¡Naturalmente, que voy a ir! Ahora mismo. Tú, a dormir. Ya advertiré que no te molesten.

—Luego, me acercaré por allí.

—No comes nada. ¿No te gusta la comida? Que te hagan otra cosa.

—No tengo apetito —volvió a servirse vino.

—¿Ha aparecido Juan?

—¿Juan? ¿Por qué iba a aparecer?

—Qué sé yo. Para husmear el asunto, para jeringar.

—No, no. Juan me dijo que ya no quería saber nada de lo de Julia.

—Tiene mala uva y ahora que vive entre económicamente débiles de ésos, puede ocurrírsele sacarnos más dinero. Cuando era un intelectual con sus posibilidades financieras y todo, la mala uva se le transformaba en sarcasmo —Gregorio sonrió—. Ha cambiado mucho Juan.

—¿En qué sentido?

—Nunca fue un reconcentrado.

—No te entiendo.

Leopoldo desprendía lentamente la cáscara de la naranja.

—Uno de esos tipos silenciosos, como derrotados, de los que te puedes esperar cualquier cosa. Que quemen iglesias o se echen a llorar. Además, parece un pobre. Se lo noté en los gestos. Estuvo a punto de levantarse del suelo, cuando entré. Estaba sentado en el suelo y me di cuenta de que se contuvo para no levantarse. Me miraba como a un señorito. Y avergonzado, porque él también ha sido un señorito. Venía aquí casi todos los días. Por su casa íbamos poco; últimamente, sólo yo. Un ambiente siniestro. Ya sabes, muebles viejos, silencio, limpieza. Venía por aquí y se ponía a hablar de lo que acababa de leer o de lo que pensaba hacer. Nunca le gustaron mucho las mujeres. Tenía vida, energía y fuerza. Y mala uva. Para que digan, que no es importante el dinero. Ahí tienes, un tío al que la falta de dinero ha anulado para siempre.

—Quizá nosotros —dijo Gregorio— sin dinero, también habríamos sido así.

—¿Nosotros?

Leopoldo empujó la silla hacia atrás, separándose de la mesa, y permaneció perplejo.

—Nosotros, no —afirmó en voz muy baja—. Esas cosas vienen de lejos, se heredan. Son necesarias unas cuantas generaciones de miserables y, luego sale uno como Juan, a punto de arrancarse la miseria, pero sin todas las condiciones precisas. Está en el borde durante un cierto tiempo y vuelve a caer del lado desde donde subió —se puso en pie—. Bueno, dedícate a dormir. Hace tiempo que no me hablas de Lupe.

—Hace tiempo que no la veo.

—A ésas hay que dedicarse intensivamente, al principio. Pero hay miles de ellas.

Gregorio vació el vaso. El mantel, las migas, los platos, los cubiertos sucios. Alcanzó la botella de cristal labrado y se sirvió más vino. Leopoldo pidió una camisa. Carmen corrió por el pasillo, al tiempo que respondía algo a Felicidad. Gregorio apoyó los antebrazos en el borde de la mesa, la mirada perdida en la pared, los puños semicerrados.

En su dormitorio cambió el albornoz por un batín. Se acomodó en la sala y Felicidad le trajo café y coñac. Bebía lentamente, adormecido, cuando Leopoldo entró a despedirse; con un traje nuevo, irradiaba una elástica alegría.

—Estarías mejor acostado. Te vas a quedar dormido en el butacón.

—En cuanto tome un poco de coñac… —levantó la copa ventruda, el corto tallo entre el anular y el corazón, como si brindase—. No dejes de telefonear, si hago falta o sucede cualquier cosa.

—Está bien.

—Oye, ese Juan, el que fue novio de Isabel, ¿a qué se dedicaba?

—A nada. Niño aristócrata. Además de las fincas, la boba de Isabel dejó escapar un título. Él valía mucho. Parecido a Jacinto, diga ella ahora lo que quiera. ¿Por qué me lo preguntas?

—Estaba pensando en Julia, en Pedro, en Isabel… No sé por qué. Imaginaba a Isabel casada y a Neca soltera. Tonterías. Anda, vete.

—Siento no poderme quedar charlando. A ver si esta noche nos dejan tranquilos. Te digo que estoy hasta aquí —apuntó un dedo sobre su cabeza— de tanto zascandileo. Adiós.

—Hasta luego.

Oyó a Felicidad, una risa de Carmen, cerrarse la puerta de la escalera, un crujido. El coñac le proporcionó una inesperada lucidez. Por el cuello, la frente y la espalda se le escurría el sudor. Gregorio, quieto en la penumbra, apenas si parpadeaba.