15

Retiró nuevamente el cajón a la sombra.

—Y Jovita, ¿qué ha dicho?

Leopoldo, recostado en la pared y sentado en el parquet con las piernas cruzadas, miró a Pedro.

—¿Jovita? —dijo Leopoldo.

Julia llegó desde el pasillo y Pedro le dejó libre un extremo del cajón.

—No viene nadie —comunicó Julia.

—No —dijo Gregorio.

—Jovita se ha callado, que es para lo que la tengo hecha. Naturalmente que ha querido acompañarnos. Pero se ha callado; con sólo mirarla.

Leopoldo bajó el rostro y sopló el montoncito de ceniza.

—No me refería a eso. Pregunto qué es lo que opina Jovita del asunto, en general.

—Ah, nada. Ya la has oído.

—Me refiero —insistió Pedro— a lo que te dice a ti, a solas.

—Nunca la dejo hablar, cuando estamos solos —Julia le miró un instante—. Si eres tan extravagante como para interesarte por el juicio de Jovita sobre todo esto, te aseguro que Jovita no emite juicios. Privilegios de la majadería.

—Es ya tarde, ¿verdad, Gregorio?

Gregorio no se movió.

—No, Julia.

La persiana de madera alineaba listones de luz y sombra en el suelo. Los ojos permanecían bajos o fijos en alguna indeterminada parte de la habitación. Leopoldo se había desabrochado la camisa y tenía el nudo de la corbata a la mitad del pecho. Atisbando constantemente la calle, Gregorio susurraba un silbido, audible a veces. Julia encendió un cigarrillo y trató de subir las cortas mangas de su blusa color crema.

—Es posible que venga sola o que no venga ninguno.

—¿Por qué? —dijo Leopoldo.

—Porque Juan se haya ido. Ya os dije que pensaba salir de viaje con un camión.

—Sí, sí —dijo Pedro.

Cuando Leopoldo, con un retráctil y violento salto, se puso en pie, Julia le miró inquieta.

—Hace un calor bestial.

—Id a otra habitación.

—Pero tú… —dijo Julia.

—Yo sigo aquí. Desde los otros cuartos, los balcones no dejan ver la acera.

Pedro se adormiló, la cabeza reclinada en los hombros de Julia. Los rayos del sol avanzaban en las cortinas ondulantes del humo de los cigarrillos.

Leopoldo regresó, con las mejillas, el cuello y las manos húmedos de agua. Levantó el brazo izquierdo en ángulo recto y dijo:

—Me estoy temiendo una traición de Juan.

—¿Qué? —murmuró Julia.

—No le hagas caso.

—Le conozco mejor que tú, ¿sabes? No es más que un derrotado, que necesita cometer alguna guarrada de vez en cuando para no hundirse. Una bazofia piojosa.

—¿Quieres decir que puede habernos mentido? —preguntó Julia.

Pedro alzó los ojos, entrecerrados.

—Sí —respondió Leopoldo—. Nunca debimos darle las tres mil pesetas por adelantado. Eso no lo hubiera hecho Jacinto. Jacinto hubiera exigido una garantía.

—No estábamos —objetó precipitadamente Gregorio— en condiciones de exigir.

—Lo peor será volver a buscar a alguien —dijo Pedro.

—¡Pues se busca! Nosotros no estamos derrotados, ni dispuestos a ceder a la estúpida sociedad en que vivimos.

—Darío… —comenzó Julia.

Con un enérgico manoteo, Leopoldo se dirigió a ella, interrumpiéndola. La camisa se escurría fuera del pantalón y la corbata oscilaba irregularmente.

—Darío es un memo satisfecho de sus propias convicciones. Un intolerante —aspiró el aire con fuerza—. Y Juan un resentido.

Gregorio atravesó la habitación y se detuvo junto a ellos.

—Tonterías. En plena digestión y con este calor, los nervios os pueden.

—Tú no te inquietes, Julia.

—¿Le crees capaz —Pedro hablaba a Leopoldo— de denunciarnos?

—¿A la policía?

—Naturalmente que a la policía. Que les telefonee y nos cojan aquí.

—¡¡Maldito hijo de perra!! Voy a buscarle y a hacer lo que debíamos haber hecho desde un principio. ¡Le voy a patear la boca, hasta que le salten los dientes!:

—No te inquietes —repitió Gregorio—. Y vosotros dejad de atemorizar a Julia.

Después de un largo silencio, Pedro, aliviado, descubrió:

—La policía no nos podría detener. No estamos haciendo nada. Aún no. Y más tarde, ellos estarán también complicados. Tiene razón, Leopoldo; Gregorio tiene razón.

En el gran declive que formaba el parque del Oeste, los colores de la hierba, de los bancos de piedra y de los árboles destacaban con nitidez, despeñados. A partir de una línea gris de contornos indefinidos, la otra ladera del valle ascendía en una borrosa y cambiante tonalidad. La amplia calzada y las aceras continuaban casi desiertas. La luz, espesa y crujiente, enceguecía o deslumbraba, según las distancias.

Gregorio escuchaba a Pedro y las interjecciones de Leopoldo. La casa vacía olía a barniz y pintura, a madera asoleada. Cuando se separó de la ventana, Julia salía de la habitación.

—No os torturéis con bobas suposiciones —les aconsejó.

—Y, ¿qué quieres que hagamos ahora?

—Esperar.

Volvía el silencio. Los árboles, muy frondosos, invisibilizaban algunos trozos de acera. Oyó que Julia abría y cerraba puertas. Distribuiría mentalmente muebles imaginarios, esperando, al tiempo, que una desconocida llegase a investigar su cuerpo. También era posible que no esperase, o que no lo hiciese de una manera constante, tensa, anhelante, como ellos.

Cada vez que alguno miraba el reloj, celebraba más haber convencido a Leopoldo de no traer unas botellas. Dentro de unos meses, la habitación estaría amueblada, con los radiadores calientes y la lluvia en los vidrios de la ventana, y él habría olvidado aquella espera o la recordaría simplemente. A su espalda, persistía el desasosiego.

—Un simple retraso no significa nada —estaban mirándole—. Nada —sin alterar la postura, ordenó—: Pedro, busca a Julia.

Primero, había visto la cabeza de Juan, después le reconoció por la forma de andar. Simultáneamente, había percibido el vestido amarillo, los brazos desnudos y algo insólito, que en aquellos fugaces instantes no supo definir.

En el vestíbulo, Pedro y Leopoldo aguardaban indecisos.

—No encuentro a Julia —dijo Pedro.

Se dirigió al pasillo y gritó:

—¡Julia!

El taconeo de Julia, al correr, retumbó en la casa vacía. Cuando Julia llegó, el ascensor subía ya.

—Viene ella también. Tú, Pedro, métete donde sea. Tú, Julia, ahí enfrente. Hay una bombilla puesta. Y no tengas miedo.

Julia entró en la habitación, cerrando la puerta.

—Yo —dijo Leopoldo— no quiero verlos.

Sonó el chasquido del ascensor. Gregorio dejó de mirar a Leopoldo.

—Vete con Pedro. Deprisa.

Desaparecieron por el pasillo de la izquierda y Gregorio esperó, una vez que el timbre hubo sonado, con la mirada fija en la puerta de la habitación de Julia. Abrió. Al instante, observó que ella, a pesar de que parecía joven, tenía los cabellos blancos.

—Buenas tardes —dijo la mujer.

—Buenas tardes —Gregorio cerró la puerta—. Hola, Juan.

Juan le estrechó la mano. El humo de los cigarrillos permanecía estancado y olía a la loción de afeitar de Leopoldo.

—Ha de perdonar el retraso.

—No tiene importancia.

De unos treinta y ocho años, calculó Gregorio. Sus cabellos canosos, peinados en un moño alto, contrastaban con la juventud de su piel y de su cuerpo, de una incipiente obesidad. Las piernas, sin medias, algo cortas, acababan en unos pies con las uñas pintadas de rojo y unos breves zapatos azules.

—Insinuamos al portero que veníamos de una casa de decoración —explicó.

La voz destruía el aspecto de ramera de su cuerpo y de su maquillaje. Gregorio la intuyó molesta por su observación insistente.

—Mejor así.

—¿Es usted el novio de la señorita?

—No.

—No —dijo Juan a la vez—. Es un amigo. Con el que debemos entendernos.

—Ya —parpadeó—. El análisis ha dado un resultado positivo.

—Comprendo. Ella la espera. Por aquí, haga el favor —la mujer le precedió—. Esto, sin un mueble, queda incómodo.

—No importa.

Golpeó con los nudillos en la puerta y apareció la raya de luz eléctrica en el umbral. Julia se apartó para dejarlos pasar. Gregorio comprobó que el balcón estaba cerrado.

—Traeré el cajón —regresó con él y lo dejó en un rincón—. Si necesitan algo, llamen. Estoy al lado.

—Gracias.

—Verá usted, yo… —la voz de Julia sonó agudísima, falsa.

Juan se había sentado en el suelo y le tendía un cigarrillo. Gregorio se acomodó junto a él.

—Pensé que a lo mejor, te habías ido de viaje.

—Hasta dentro de diez o doce días, no creo que salga. ¿Estás solo?

Gregorio dudó unos segundos.

—No.

—¿Leopoldo también?

—Sí.

—Hace calor aquí.

—Mucho. No tengo nada para beber.

—No te preocupes.

—¿De verdad es médico?

—Sí. Te aseguro que es competente.

—No parece tonta. Y es atractiva.

—¿Te ha gustado?

—Quizá no le interesan mucho los hombres.

—Normalmente —Juan sonrió—. Lamento que no puedes dedicarte a ella.

—Claro. Además, parece mayor.

—La edad justa en que la tuya las enloquece.

—Puede ser. ¿Cuándo volverás?

—Lo ignoro.

Las listas de luz formaban ángulo con una de las paredes.

—Anoche vino a decírmelo y me impresionó.

—Julia es fuerte.

—No, no me impresionó eso.

—¿Cómo se llama?

—Emilia. Te dejará la dirección.

—¿Trabaja en algo fijo?

—No puede ejercer. Ya te lo dije.

—¿Es seguro el lugar y la gente que la ayuda?

—Vive de ello.

—Ya.

—A ti te van a estropear ésos, Gregorio.

—No sé qué pueden estropearme.

—Te van a estropear, porque tú no eres como ellos.

—A lo mejor —bromeó— dentro de unos años, me voy donde tú estás.

—A lo mejor —sonrió Juan.

—Aprendería mecánica y podríamos formar sociedad.

—Eso sería bueno —aspiró hondamente del cigarrillo—. Allí también estropean.

Apretando las manos contra la pared, se levantó, al oír la llamada de Julia. Atravesó el vestíbulo, atisbo por el pasillo de la izquierda y empujó la puerta entornada. Julia, el torso en escorzo, abrochaba unos corchetes de su falda.

—Ya hemos terminado —dijo Emilia y, al erguirse Julia, se aproximó a ella y le puso una mano en la cintura—. Créame que será muy diferente de lo que usted imagina. Infinitamente menos doloroso. Y sin peligro. No hay peligro de ningún género. Hoy día con los antibióticos, hasta las complicaciones posteriores carecen de importancia. ¿Me promete estar tranquila?

—Sí.

—Vamos, si usted quiere —propuso Gregorio.

—Bien. Le anotaré unas instrucciones.

Descubrió a Leopoldo y a Pedro; Juan, a juzgar por las posiciones de ellos dos, debía de continuar sentado. Decidió no detenerse. Emilia le seguía, a pasos rápidos y cortos.

—En la cocina —sostuvo la puerta batiente— nos podremos sentar, al menos. ¿Quiere lavarse? —le indicó el cuarto contiguo—. Hay jabón y una toalla limpia.

—Gracias.

Gregorio, sobre una de las mesas fijas, esperó. Oyó sonar el agua y, cuando Emilia volvió, fue a saltar al suelo.

—Siga, por favor —con un suave impulso, ella quedó sentada; arregló el borde de la falda sobre sus rodillas.

—¿Qué impresión ha sacado?

—Es una muchacha muy sana. De todos modos, como puede usted suponer, resultará más doloroso de lo que a ella le he dicho. Los dolores no importan. Le indicaré algunos calmantes.

—¿Reposo?

—Tres, cuatro días. A ella ya le he hablado de la alimentación. Si sobreviniese alguna complicación…

—¿Hemorragia?

—Sí. O fiebre. Avísenme, siempre que sean frecuentes o las temperaturas elevadas persistan. Sólo en ese caso, porque lo demás, incluidos fuertes dolores, no indicará peligro.

Gregorio dejó de observarla. La mujer escribió en un bloc, apoyado en sus piernas, durante un largo tiempo. Gregorio fingió ensimismamiento; contenía, segundo a segundo, el sobresalto que le producía saber a Leopoldo y Pedro con Juan. Emilia arrancó la hoja de papel.

—Aquí tiene. ¿Cuándo desean ustedes que se realice la intervención?

—¿Cuándo? Cuanto antes, ¿no?

—Entonces, ¿mañana?

—Mañana es jueves —dijo tontamente—. Sí, mañana —la mujer saltó de la mesa—. Alguien tiene que decidirlo.

—No sucederá nada desagradable. A los muchachos de su edad les enseñan en la Facultad de Medicina que, al año, se efectúan en el país unas cincuenta mil operaciones de esta clase. Y reconocen que sus estadísticas se quedan cortas. Olvide todo lo que haya podido leer. Ni las Facultades de Medicina ni los periódicos son partidarios, ¿comprende?

—Sí, —resbaló los dedos por la frente—. ¿A qué hora?

—A las nueve de la mañana.

—De acuerdo —leyó, antes de guardársela, la hoja de las indicaciones—. ¿Es preciso que no suba nadie con ella?

—Muy conveniente. Por favor, no tome iniciativas por su cuenta.

—Acepte esto —acabó de sacar los billetes del bolsillo.

—Ya le dije a Juan, que cobraría después.

—No es un anticipo —la mujer se turbó—. Por el reconocimiento de esta tarde.

—Gracias.

Mientras Emilia esperaba en el vestíbulo, Gregorio fue a avisar a Juan. Leopoldo paseaba de un extremo a otro y Juan salió, en silencio. Volvió a estrecharle la mano a Gregorio, antes de que éste abriese la puerta a la escalera.

—Hasta mañana —se despidió Emilia.

—¿Qué?

—Bien, hombre. Todo bien. Mañana.

—¿Mañana?

—Sí, a las nueve —llamó a la puerta—. ¿Qué os habéis dicho Juan y tú?

—Me he visto obligado a la mayor contención de nervios de toda mi vida —casi gritó—. Su nuevo aire ascético le hace más estúpido de lo que es. —Pedro abrió la puerta y entraron los dos—. No le he dirigido la palabra, como es natural. Me he limitado a enunciar de la manera más impersonal posible, que un tipo que se viste de marrón, según he leído en alguna parte, no puede volver a ser elegante en su vida.

Julia, que estaba sentada en el cajón, rió.

—Y, ¿qué ha replicado él?

—¡¿Él?! Ha sonreído con la misma displicencia con que lo hubiese hecho un santón de la India al que se acabase de preguntar por qué, siendo un hombre del siglo veinte, no se lavaba. Bueno, vámonos.

—Es mejor esperar unos minutos —advirtió Gregorio—. Además, tengo que borrar las huellas.

Pedro le abrazó por los hombros.

—Te estás portando, Gregorio.

Abrió la ventana, envolvió la toalla y el jabón y cerró la llave reguladora del agua. La mujer llevaba en el bolso unos guantes de goma, según vislumbró al guardar ella los billetes. Ahora, en el extremo de la longitud desolada del pasillo, ni los guantes, ni el dinero, ni sus cabellos blancos o las rojas uñas de sus pies, tenían realidad. Mientras cerraba la ventana —continuaban el humo y los aromas— rememoró el rostro de Meyes.

Le esperaban en el rellano de la escalera.

—A las nueve, ¿no, Gregorio?

—Sí. Creo que hemos tenido suerte. La mujer vale.

—O sea —Pedro besó la boca de Julia— que era verdad.

—¿Habéis pensado ya cómo iremos? —preguntó Julia.

—Yo he planeado hasta el detalle más imprevisto —dijo Leopoldo.

En Rosales el aire era denso, caliente. Subieron al automóvil de Pedro y Gregorio descansó la cabeza contra el respaldo del asiento. Se secó el sudor y cerró los ojos. Ellos tres, en el asiento delantero, discutían algo. Por la ventanilla abierta penetraba un viento pegajoso. Una curva pronunciada. Un descenso muy largo. Otra curva. Entonces, suavemente, el automóvil se detuvo.

El sol iluminaba los prados y los caminos de arena. Entre los árboles vio el agua, en sombra, de un gran estanque. Numerosos niños gritaban, jugando. Las mesas blancas y verdes formaban unas rectas a uno y otro lado del tenderete, flanqueado de llamativos anuncios de bebidas refrescantes.

—Cincuenta mil —murmuró, al abrir la portezuela, y, luego, en voz alta—: ¿Esto qué es?

Por el sendero, donde se alineaban las mesas, caminaban, uno detrás de otro, ellos tres. Pedro, que era el último, giró el cuello y dijo:

—La Casa de Campo.

Vio a Jovita y, de nuevo, retrocedió la mirada a Pedro. Sobre un hombro, la espalda de Julia avanzaba rápidamente hacia Isabel. Se abrazaron y se besaron en las mejillas. Leopoldo se unió a ellas y Jovita interrogaba a Julia. Pedro arrastró una silla, hollando unas líneas en la arena.

Cuando llegó, ellos ya estaban sentados. Ninguno cesó de hablar y él dijo:

—Hola.

—Isabel es de confianza —le secreteó Leopoldo—, y, por otra parte, casi lo sabía ya. Oye, Isa, si hubieses visto a Juan con un traje…

Le dominó un repentino deseo de transmitirles el miedo, que se le apretaba en el estómago a bocanadas asfixiantes.

—¿Quién va a acompañarte? —preguntaba Isabel a Julia.

La tarde estaba madura, crujiente en sus descarnados perfiles. Cincuenta mil. El miedo se regularizó. Cincuenta mil. El miedo, ahora, le razonaba la conveniencia de no dilapidarlo.

—Yo —dijo Leopoldo.