14

Pedro acabó de traer los vasos y dijo:

—¿Se va a alguna parte o no?

Isabel buscó con la mirada la opinión de Gregorio. A Gregorio, de pie junto a los estantes de los libros, no le llegaron la mirada de Isabel, ni la pregunta de Pedro.

—De todas formas —afirmó Isabel—, habrá que esperar a Leopoldo.

—¿Cuándo viene Leopoldo? —interrogó Julia.

Pedro descorchó una botella y Julia se sentó en el corto diván de tela brocada, al lado de Isabel. Gregorio colocó el libro y se volvió.

—Está con Jacinto.

—Le hemos llevado a la oficina de Jacinto, antes de venir aquí.

—¿Coñac, ginebra, ron o whiskey, Gregorio?

—Coñac —Gregorio se aproximó a Pedro—. ¿Vamos a salir?

—Eso decía yo. Podemos dar una vuelta por ahí.

—No hay donde ir —dijo Julia—. Quedémonos bailando. No tengo discos como los de Neca, pero… Ah, un Lionel Hampton que no habéis oído.

—No es gran cosa —opinó Pedro—. ¿Salimos de carreteras con los coches?

—¿Se avisa a Neca? —sugirió Isabel.

Gregorio fue hasta el ventanal.

—Una idea estupenda —Julia se puso en pie—. ¡Festejemos la libertad!

Pedro se dejó caer en uno de los butacones, sin sacar las manos de los bolsillos del pantalón; con la barbilla clavada en el pecho, comentó, al alejarse Julia:

—Le gusta quedarse sola en Madrid.

Gregorio pasó una mano por la jamba metálica del ventanal. Más allá de los edificios y de los chalets de la Colonia del Viso, ondulaban las estribaciones de un monte. Los rayos oblicuos del sol metamorfoseaban despaciosamente los límites del atardecer. En las sienes y en las muñecas, sintió el paso de la sangre. En las calles, en las fachadas —excepto en el rascacielos en construcción, a su izquierda— se encenderían las luces eléctricas y ellos estarían ya borrachos, o a punto de estar borrachos, o cansados. Quizá Lupe tuviese turno de noche. Isabel había cruzado las piernas y Julia, otra vez en la habitación, colocaba un disco. Se sentó frente a Pedro y cogió su vaso. Al tiempo, comenzó la música.

—Eres igual que una niña.

—Vete a la porra, ¿sabes? —replicó Julia.

Gregorio se puso en pie y curioseó la biblioteca.

—Es lógico, Pedro.

—Hija, son encantadores, los adoro y todo lo demás. Pero ¡qué pesados resultan!

—Careces por completo de espíritu familiar —bromeó Pedro—. Bonito panorama me espera.

Isabel tamborileaba el ritmo sobre una rodilla.

—Ya me encargaré —Julia lanzó su mano sobre la mesa— de hacerte bonito el panorama.

—Intentarás que te lleve al cine todas las noches.

—Hace años que no veo una película —dijo Isabel.

—Ni yo —dijo Pedro—. En realidad no estrenan nada que merezca la pena. En octubre…

—Tengo ganas de que llegue octubre.

—¿Por qué? —Isabel alcanzó el plato de las galletitas saladas—. A ti siempre te gustó el verano.

Oyeron un timbrazo y, al momento, la voz de Leopoldo. Leopoldo entró, antes de que Julia se levantase.

—Magnífica reunión. ¿Improvisada? Voy a telefonear a Jovita.

—Neca está a punto de llegar —dijo Julia—. Llama también a Jacinto y a Meyes, a ver si los encuentras.

—Ayer tarde estuve con Meyes —aclaró Isabel—, y me dijo que hoy pensaba quedarse en casa.

Gregorio orientó el libro a la luz del ventanal y leyó:

Por eso ahora podemos

andar despacio por las calles

por donde todo el mundo corre,

sin que nadie se fije en que existimos.

Julia y Pedro bailaban.

—¿Ves o quieres que encienda?

—No te molestes. Gracias, Julia.

Implacable, la tarde

me estaba devolviendo

lo que fingió quitarme

antes: mi soledad.[1]

—Jacinto, que ya había hablado con Neca. Con Meyes, ha quedado en que iremos a buscarla a las diez.

Cuando Neca llegó, Gregorio abandonó el rincón de los libros. La doncella encendió la luz indirecta y una lámpara de pantalla amarilla.

—Sois maravillosos, por haberos acordado de mí. ¿Qué tal, Leopoldo?

—Oye, Neca, hay uno de Lionel Hampton nuevo.

—¡¿Sí?! Isabel, ¿cómo consigues esos vestidos? ¿Cuándo te va a dar la realísima gana de ir a comer a casa? Hola, Gregorio. ¿Has descansado ya? Por mí, seguid bailando. Vieja solterona, te has olvidado de mi hija. Pedro, eso son más de dos dedos de ginebra. Busca tu Lionel Hampton, Julia.

—Hasta que llegue Jovita tienes que bailar conmigo, Neca —dijo Leopoldo.

—O hasta que llegue mi marido.

—Acabo de dejar a tu marido ganando billetes sin parar un momento.

—Es un sol de marido, no me digáis.

—Es el tipo de marido que ando yo buscando —rió Isabel.

—Y al que pertenecía Juan, a pesar de tus manías.

—¿Juan? —dijo Gregorio.

—No es Juan, el que fue nuestro amigo —le aclaró apresuradamente Leopoldo.

Gregorio miró a Isabel. Recostada en el diván, con los brazos cruzados, su sonrisa la convertía en una extraña.

—Para tu suerte, Neca, Juan pertenecía a otro tipo que Jacinto. Muy diferente.

Mientras Leopoldo bailaba con Neca, Gregorio se sentó junto a Isabel.

—Aquí se está bien, ¿no?

—Sí —dijo Gregorio.

—Con gente, se está bien siempre. Promete no dejarme un solo día.

—Prometido. Ni un solo día de toda tu vida.

—Gracias. Tú morirás después, naturalmente.

—Si a tu racha de inquietud le añades tus cálculos sobre la edad, no te tranquilizas en un año. ¿Por qué no bebes un poco? Y no te dejes llamar vieja solterona por Neca.

—Ella sabe que eso me recuerda todos los pitillos que hemos fumado y todas las botellas que hemos bebido, mientras nos describíamos la una a la otra lo horriblemente complicada que era la vida. Y lo maravillosa.

—Me gustaría beber tantas y tantas botellas. Contigo.

—Puedes llamarme vieja solterona.

—No me apetece, vieja solterona. Ésos son los gritos de Jovita, ¿no?

Jovita saludó desde la puerta e inmediatamente bailó con Leopoldo. Neca volvió a sentarse junto a Isabel.

—Contadme algún chisme.

—Existe uno —dijo Isabel.

—¿Cuál?

—Uno que debe de ser bastante bueno. De los que hacen historia.

—Vamos, Isa, dilo de una vez.

—No puedo.

—¿Muy secreto?

—Secretísimo. Sobre todo, para mí. No sé nada.

—No me quemes, mujer.

—Te aseguro que no sé nada. Intuyo.

Gregorio sonreía a las dos.

—No, a mí no me mires, Neca. Estoy en la misma ignorancia que tú. Quizá Isabel juega al espionaje.

Neca e Isabel hablaban de modas. En el ventanal, había un rectángulo de cielo azuloso, como desteñido. Pedro reía con Jovita.

—Oye —dijo Leopoldo.

Gregorio sacó el mechero; le prendió el cigarrillo y se apartaron al ventanal. Leopoldo se acodó en el repecho y Gregorio permaneció erguido, ligeramente oblicuado para vigilar a los otros.

—Nos han jeringado con la fiestecita. Llegará mañana y todo sin preparar. Como siempre.

—Creo que será posible darle las señas a Pedro. Tú y yo llegaremos primero y, luego, que lleguen ellos. Los cito media hora antes…

—Una hora antes.

—… y así hay tiempo. Una hora antes, conforme. Y que pregunten al portero. Es mejor que pregunten el piso. Echarle naturalidad, ¿no?

—Sí. Pero habla con Julia. Pedro, dentro de media hora, está borracho. Pedro es un pelele. Habla con ella. Y cuidado con Jacinto.

—¿Te ha dicho algo Jacinto?

—Que nos encuentra raros. ¡Raros! Hay que ser muy discretos. Ah, que yo a Isabel no le dije nada. Serán figuraciones suyas.

La doncella avisó a Isabel, que esperaban al teléfono. Isabel, en el despacho, se sentó en el brazo de un sillón y cogió el auricular.

—Dime.

—Buenas tardes, Isabel.

—Pero… ¿Quién es?

—Yo, Joaquín.

—¿No va a dejarme en paz nunca?

—No se enfade. La llamé a su casa y allí me dieron este teléfono. Dijeron que usted estaría ahí. Quiero pedirle que me disculpe por lo de la otra tarde.

—¿Y para eso vuelve a molestarme? Deje de investigar mis salidas.

—Espere, espere. Hoy he tenido un día de mucho trabajo. Me bebí tres copas y la he llamado. Era como si apostase conmigo mismo, a ver si era hombre.

—Y, una vez que ha demostrado que es muy hombre, ¿qué espera?

—Nada.

—¿Nada?

—Nada, no. Quería decirle eso y saber dónde estaba usted. Por ir a acompañarla a la salida, si no es molestia. ¿Está con sus amigos? Se oye como la radio. ¿Está ese que no puede conducir porque ha atropellado a una vieja?

—¿Quién?

—El que fue a buscarla al bar de Ventura.

—¿Le dijo a usted que…? —Isabel reprimió las carcajadas—. Oiga, dejémoslo, ¿quiere?

—Sí, Isabel. ¿Voy a esperarla?

Cortó la comunicación y se secó las lágrimas, que la risa le había producido.

—Isabel, ¿quieres bailar conmigo, mientras Julia me prepara un sandwich?

Jacinto acababa de llegar y la enlazó.

—¿Te apetece también ensaladilla rusa? —propuso Julia.

—Bárbaro. Bien fría. Y con dos o tres rodajas de tomate. Y un poquito de pan.

—Oye, oye —protestó Neca—. Pero no des la lata a Julia.

—Vengo hambriento. Isabel, estás guapísima.

Gregorio alcanzó a Julia en la puerta.

—Julia —el tono de voz fue demasiado alto—, ¿dónde está el cuarto de baño, por favor?

—Yo te lo indico. Y me ayudas a preparar los sandwiches.

—Encantado.

Julia era lista. En la sagacidad de Julia podía confiarse. Delante de él, por el pasillo cubierto de linóleo, sus anchas caderas se movían rítmicamente. La piel de la espalda, en el amplio escote de su vestido multicolor, era de un bronceado mate. Julia se detuvo y abrió una puerta. Mientras daba instrucciones a la doncella, Gregorio dejó de mirar las vértebras del cuello de Julia. Unos metros más adelante, colgaba un retrato al óleo de una mujer.

—Ven —dijo Julia.

Continuó detrás de ella. Antes de doblar el recodo, abrió otra puerta y encendió las luces. Las baldosas, que cubrían las paredes, llenaron de reflejos sus rostros.

—Ven —repitió.

Al doblar el pasillo, Gregorio apoyó una mano en la pared. En la oscuridad y durante unos metros, percibió el desplazamiento del aire que producían sus cuerpos. Un aroma a ropa lavada o a patio interior llegaba del fondo del pasillo.

—Espera.

La mano de Julia tropezó en su pecho y él la asió. Otra vez doblaba el pasillo e inmediatamente, Julia se detuvo. Oyó abrir una puerta y una bombilla de escasa potencia se encendió.

Entró en un pequeño cuarto con baúles y algunos muebles viejos, ordenadamente arrinconados. El aroma a humedad era allí más penetrante.

—Me telefoneó Isabel —la puerta quedó entornada—. No tuve más remedio que decirle que viniese. Luego, todo se ha complicado, como ya has visto.

—Hiciste bien. Hay que fingir naturalidad.

—¿Cómo iremos?

—Primero, Leopoldo y yo. Pedro y tú vais a las cuatro. Preguntáis el piso al portero —le tendió una tarjeta—. Ahí he apuntado la dirección y los apellidos de mi padre. Y subís —Julia cogió la tarjeta—. Todo saldrá bien.

—Gregorio, ¿me lo va a hacer mañana? —avanzó dos pasos hacia él.

Tardó unos segundos en comprender.

—¡Claro que no! Mañana, no. Únicamente te reconocerá. No tengas miedo.

—No tengo miedo —sonrió.

—Incluso puede que todo haya sido una alarma infundada.

La sonrisa de Julia se abatió en un rictus. Se contemplaron en silencio. Ella retiró la mirada y se guardó en el pecho la tarjeta. Gregorio estaba a unos centímetros de su cuerpo. Puso las manos en la cintura de él, al colocar él las suyas sobre sus hombros, y entreabrió la boca.

—Julia.

Mantuvo los ojos cenados; los dedos de ella atenazaban sus flancos. Luego, vio la capa de polvo en la bombilla.

—Julia, tus brazos…

—Estás como loco.

Alzó un brazo hasta los labios de él. Había un cesto de mimbre, una ventana con los cristales empapelados, una cama de madera desarmada, un somier con los alambres retorcidos. Y el olor del cuerpo de ella.

—Muchacha…

—Gregorio, fíjate, ya no debo tener carmín.

Él rió tenuemente.

—No. Vamos, Julia.

Hasta el segundo recodo del pasillo, la llevó abrazada por los hombros. Fue a proseguir, pero ella le detuvo.

—Espera.

La luz del cuarto de baño continuaba encendida. Julia se dirigió a su dormitorio y Gregorio deslizó el pestillo. El agua no estaba fría, sino tibia. Apoyado en el lavabo, se asomó a su propia imagen en el espejo. Sus ojos brillaban y las mejillas se le desmandaron en un gesto de poderío y anhelo.

Entró rápidamente en la habitación. Antes de llegar al ventanal, cogió un vaso y se sirvió algo, que resultó ser whiskey.

—Es excelente —Jacinto levantó el vaso al nivel de la frente.

—Sí —dijo Gregorio y bebió.

Jacinto le hablaba de los problemas del comercio con Inglaterra. Alguien, dentro de él, sostenía su atención e, incluso, narró una historia divertida de contrabandistas del litoral cantábrico. Jacinto rió estentóreamente y Neca se les unió. Más tarde, Gregorio, bailando con Jovita, recordó su propósito de buscar a Lupe.

—Jovencitos, que Meyes estará esperando.

Desde el vestíbulo les instaban a marchar.

—Pero ¿a dónde se va? —preguntó Jovita.

—A cenar a cualquier parte.

—Debo avisar a casa.

—Telefoneó Leopoldo —le advirtió Pedro.

—¿Sí? Eres una maravilla, Leopoldo.

Bajaron en el ascensor. El seto, que dividía la calzada, acumulaba las luces y las sombras de los tubos fluorescentes. Se encaminaron hacia los automóviles. De pronto, al oír a Julia, supo que caminaba separado de los otros.

—¿Estás contenta? —murmuró Gregorio.

—Somos unos salvajes, ¿verdad? —insinuó un mohín con los labios.

Detrás de Gregorio, ella colgada del brazo de él y él inclinado hacia ella, venían Leopoldo e Isabel. Jacinto llamó a Gregorio. Entró, sentándose al lado de Neca, y cerró la portezuela.

—¿Vais cómodos? —preguntó Neca.

Ellos dos pasaron hacia el coche de Isabel; los faros, que acababa de encender Jacinto, los iluminaron lateralmente. Leopoldo alzó los hombros. El automóvil se puso en marcha y Gregorio desfrunció el ceño.