Juan bajó el pie del bordillo de piedra de la baranda del Metro, al ver a Gregorio. Gregorio, cuando estuvo frente a Juan, le estrechó la mano. Juan llevaba una camisa de punto, verde y de mangas cortas, y un traje marrón.
—¿Traes eso?
—Sí —dijo Gregorio.
—Espera. Aquí, no. Podemos dar una vuelta.
Caminaron por calles desconocidas para Gregorio. Juan se detuvo al final de una de ellas, en un descampado.
—¿Qué es esto?
—Allí —la mano indicó unos desmontes parduzcos, más allá de unas casuchas, y un edificio de ladrillo rojo— están las vías del ferrocarril. Dámelo ahora.
Gregorio le entregó el frasco. Llegaron hasta unos muros derruidos, por la tierra salpicada de inmundicias, y Juan se sentó en unos cascotes a la sombra.
—No sé si será suficiente.
—Supongo que sí.
—Ni si eso vendrá en condiciones. Es de anteayer.
—¿Qué?
—La orina. Luego recordé que no me habías dado instrucciones.
—¿Lo recordaste tú o Leopoldo? —estuvo unos momentos sonriendo—. Dará lo mismo, digo yo. A mí tampoco se me dijo nada.
—No, no creo que sea lo mismo.
Juan apoyó los antebrazos en los muslos y movió las piedrecitas que había entre sus pies. Gregorio encendió el cigarrillo. Contra el horizonte permanecían unas nubes grises y, a lo lejos, detrás de lo que Juan había señalado como el ferrocarril, giraban unos torbellinos de polvo.
—¿Has esperado mucho? —Juan denegó con la cabeza—. Una tarde de estas deberías acercarte por la cafetería.
—¿Por qué dices eso?
—Es tonto que hayáis roto la amistad.
—Tengo amigos aquí.
—Pero esa gente no te va.
—¿Porque no tienen dinero?
Estaban uno al lado del otro, cara al paisaje y al lento sol de la tarde. Gregorio oblicuó la mirada.
—Sí. El dinero nos permite tener hijos o no tenerlos, poseer cuadros, educación e inteligencia.
—Oye, me escapé de las gentes que hablan como tú, porque me enseñaron que sin dinero un hombre de sesenta años ha vivido sólo veinte. Y viceversa.
—Naturalmente.
—Pero no es cierto. O, al menos, no es totalmente cierto. La pobreza te da soledad y la soledad te hace vivir también tres veces más.
—¿Hacia dentro?
—Sí —murmuró Juan.
Gregorio descendió unos metros por el desnivel, que comenzaba en las ruinas, y contempló los alrededores.
—¿Tienes prisa? —gritó Juan.
Botes herrumbrosos, alambres de espino, maderas podridas, pedazos de pizarra, trapos, indefinibles manchas, alternaban sobre la tierra con las piedras. Gregorio, como el primer día que vio a Juan, imaginaba aquellos terrenos en una tarde invernal, inundados de lluvia y de viento. En las chabolas, la lluvia levantaría, además, el raspante hedor de los hombres y las mujeres hacinados. Volvió la cabeza y no vio a Juan. Mientras subía la cuesta, trató de pensar un lugar de la chabola de Juan, donde éste pudiera guardar limpio su traje marrón. Juan continuaba sentado en los cascotes. Gregorio apiló unos ladrillos y unas piedras y se acomodó, con la espalda en la pared ruinosa.
—¿Quieres fumar?
—Gracias.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve. Ya te lo dije el otro día.
—Es cierto. El otro día estaba yo de mala uva.
—Todos tenemos días así. Me alegro que haya pasado.
—Sí, ya ha pasado. Gané algo de dinero y además… ¿Me traes las tres mil?
—Desde luego —Juan se guardó los billetes—. ¿Y además?
—Es casi seguro que me proporcionen unos transportes en Andalucía. Estaré fuera hasta octubre, llevando refrescos por la región. Eso me hace estar contento.
—¿Por qué quieres conducir un camión?
—Estoy harto de esta ciudad y necesito moverme.
Fumaron en silencio, hasta que Gregorio preguntó:
—¿Le arreglaste la moto al padre?
—Ya está rodando con ella. ¿Nadie más que nosotros lo sabe?
—¿Qué? ¡Ah! —se sintió el rubor—. No, nadie más. ¿Cuándo estará el resultado del análisis?
—Pasado mañana. Dime un sitio donde se la pueda reconocer, si da positivo. La familia de Julia se va de Madrid, ¿no?
—Pero hay un sitio mejor. Un piso vacío. En Rosales. Se va a verme a mí, si pregunta el portero.
Arrancó una hoja de la agenda y escribió la dirección. Juan guardó el papel, después de doblarlo, y dijo:
—Yo iré con ella.
—¿Ella? ¿Es una mujer? Tú dijiste que poseía un título facultativo.
—Acabó Medicina después de la guerra. Sabe lo que se hace.
—Pero…
—¿Qué?
—¿Ejerce?
—No la dejan. Cuestiones políticas.
—¿Seguro?
Juan se puso en pie y, cuando Gregorio comprendió que regresaba, le siguió.
—Tenéis tres soluciones: confiar en ella, desistir o tomar vuestras seguridades, pidiendo informes al Colegio, a un detective privado o a la propia policía. Que decida Leopoldo.
En las calles había ahora más gente. Gregorio observó el bulto del frasco en la americana de Juan, que caminaba deprisa.
—Entonces, el miércoles.
—Dile a Julia que lo lamento. Puede que sea la única de todas ellas que no se lo mereciese. Y procura que no esté aquello lleno. Tú y Julia.
—Y Pedro, naturalmente.
—Naturalmente. Si da negativo, iré yo solo.
—Y si es positivo, con esa mujer. Conforme. Que ella se entienda conmigo.
—Pensaba advertirte lo mismo. Hasta el miércoles, Gregorio.
Gregorio se apresuró, después de consultar el reloj, en llegar al Metro. Tenía la garganta reseca y el cuerpo sudado. En el andén y para entrar en el vagón hubo de forcejear entre la masa impaciente de viajeros. Se apeó en la estación siguiente y, una vez en la calle y después de orientarse, se encaminó hacia la Glorieta de Atocha. Halló pronto la blanca torre de la iglesia y, enseguida, el automóvil de Pedro. Leopoldo mantenía abierta la portezuela.
—¿Cómo ha ido eso?
—Dejad respirar a Gregorio —dijo Julia.
—Bien.
Pedro puso el automóvil en el centro de la calzada, al tiempo que Gregorio comenzaba a detallar la entrevista con Juan.
—Entonces, el muy cornudo, ¿cogió las tres mil?
—Claro —dijo Gregorio—. ¿Qué esperabas que hiciese?
—Maldito hijo de perra, toda su miserable vida ha estado lampando.
—Deja de hablar como un carretero, Leopoldo.
Gregorio apoyó violentamente su hombro izquierdo contra el respaldo del asiento. Era Jovita, entre Julia y Leopoldo. Ninguno de los cuatro atendió a su asombro. Recuperó la posición frontal al parabrisas y miró a Pedro, atento al tráfico.
—Pero… —balbució.
—Fue inevitable que se enterase —Pedro frenó en el paso de peatones—. Estaba con Julia cuando fuimos Leopoldo y yo a recogerla.
—¡No era inevitable!
—¿Qué? —dijo Julia.
—¿Estáis hablando de mí? —por el aroma y un turbado desplazamiento del aire percibió a Jovita en el respaldo del asiento; el automóvil se puso en marcha— Gregorio, yo no diré nada, ¿sabes? Ya les he jurado a éstos que no soltaré una palabra. No te enfades, Gregorio. Además, una mujer puede ayudarle mucho a la pobre Julia.
—¡La pobre Julia! —Julia y Pedro rieron— Jovita, maja, muchas gracias por tu compasión.
—Y el muy gorrino inclusero te ha cogido las tres mil.
—No era inevitable —repitió e, inmediatamente, olvidó a Juan.
Julia encendió un cigarrillo. Gregorio, de soslayo, veía parte de las mejillas y de la frente de Jovita.
—Pero no lo entiendo —dijo Julia, al concluir Gregorio el relato—. Esperaba que con el anáfisis sería suficiente. No me hace ninguna gracia ponerme antes de tiempo en manos de esa señora, o lo que sea.
—Julia.
—Sí, Pedro. No he dicho que vaya a negarme, pero no me hace ninguna gracia.
—Es necesario que sea así, Julia —dijo Gregorio.
—Pero ¿por qué?
—¡Oh, Julia!
—Además, cabe la posibilidad —Gregorio abandonó la mano fuera de la ventanilla a la golpeante tibieza del viento— de que no te suceda nada.
El silencio les inmovilizó, excepto las manos de Pedro sobre el volante. Abandonaban Madrid, por la Moncloa, y una acritud repentina endureció las respiraciones contenidas, las miradas fijas y fingidamente vacías.
—Gregorio tiene razón, Julia —dijo Pedro.
—¡Yo estoy segura! —chilló Julia.
—Sí, cariño. No volvamos a hablar de ello. Pero razona tú. No hay ningún peligro en ese probable reconocimiento.
O sea, que era temor lo que Pedro les había supuesto. Pedro, crispadas las facciones, gesticuló una sonrisa.
—Juan ha dado toda clase de seguridades —mintió deliberadamente—. Y, sobre todo, que a ella acude gente de lo mejor.
Julia suspiró y él cerró los ojos. Subían la Cuesta de las Perdices a buena velocidad. Una refrescante sombra crecía en los campos muy verdes y casi ajardinados.
—Escuchadme las dos —ordenó, de improviso, Leopoldo—. Bastante nos la estamos jugando, para que vengáis con histerias propias de vuestro sexo.
—¿Yo? —protestó Jovita.
—Tú cállate. ¡¡Tú te callas para siempre!!
Mientras Pedro aparcaba el coche en el jardín del bar y Leopoldo se dirigía a los lavabos, Gregorio aprovechó la oportunidad y transmitió a Julia el encargo de Juan.
—¿Es cierto? —Julia sonrió complacida, casi coqueta—. Pobre Juan, es un cielo. Lo ha sido siempre, digan ellos lo que digan.
Gregorio se peinó después de Leopoldo y, cuando regresó junto a ellos en la mesa al aire libre, manifestaba un jocundo optimismo.
—Tú eres tonta, Jovita —reía Leopoldo, palmeándose los muslos—. No puedes dejar de ser tonta, pero tienes gracia.
—¿Qué ha dicho? —se interesó Gregorio.
—¿Te parece una tontería preguntar cuántos años de cárcel nos pueden caer?
Las carcajadas se redoblaron. Rodaba un pequeño viento sosegador y, en la lejanía, comenzaban a encenderse las luces.
—Jovita, animal de bellota, esto no es una película de miedo.
—Pues parecíamos gangsters esperando a Gregorio dentro del automóvil y dando vueltas por ese barrio absurdo.
—Estuviste genial —dijo Pedro— con lo de tu piso de Rosales. Yo me siento incapaz de improvisar en un segundo un detalle de esa importancia.
Gracias a ellos, el mundo recobraba su ritmo habitual. Ya habían dejado de moverse los flecos del toldo amarillo. El aire ahogaba como en las noches ardientes de agosto.
—¿Qué hacemos? —preguntó Julia—. ¿Se sale después de cenar o no se va a cenar a casa?
—Yo…
—Tú —le interrumpió Jovita— intentarás irte en busca de alguna de tus camareras sacadineros.
—Bueno, vosotros, preparemos lo de pasado mañana y dejad las gracias para luego. Si no fuese por mí, habría que improvisar, no uno, sino todos los detalles —Leopoldo habló más despacio—. Tú, Gregorio…
—Sí —dijo Gregorio.