11

Isabel, en el portal, se aseguró los guantes. En una media hora acabaría de anochecer en las calles casi vacías. Antes de la esquina, percibió la presencia de él, a su izquierda. De inmediato, la voz dijo algo, como un saludo o una súplica, e Isabel movió el cuello.

—¿No me recuerda? —habló de nuevo.

Los gestos del hombre, aparentemente sinceros, sus ojos abultados y la escasa hendidura de la boca vacilaron en la memoria de Isabel.

—No.

—Soy Joaquín.

Tendría unos treinta y cinco años y vestía un traje azul marino, muy planchado, y una camisa a rayas, con un sujetador bajo el nudo de la corbata.

—Bien. Es lo mismo que recuerde o no —él avanzó dos pasos, al detenerse ella, y, por eso, hubo de girar por completo para mirarla de frente.

—Deseaba hablar con usted. No sé por qué, pero… —su balbuceo terminó, al reanudar Isabel la marcha—. Supe su domicilio por la patente.

—¿La patente del coche?

—Sí.

—¿Ha estado usted en mi automóvil?

—Sí. Lo he conducido.

—Evidentemente, encontrándome yo borracha.

—Usted se encontraba muy mareada —afirmó con un júbilo repentino.

—Me estaba acechando frente a mi casa, ¿no? —Joaquín asintió sonriente—. Diga de una vez lo que sea y lárguese.

La actitud de Isabel le desconcertó. Ladeó la cabeza y pronunció sin decisión, como si su torpeza fuese deliberada:

—El miércoles último… Usted no se tenía. Su amigo fue a buscarla y estuvimos por ahí. Usted insistió en ir a una sala de fiestas. Luego, me dejaron tirado en la Universitaria.

—¡Vaya! —Isabel emitió una sonrisa raspante—. Sí, usted dijo que se llamaba Joaquín.

—Pensé que, quizá, saliese sola o, quién sabe, que sería posible acompañarla un trecho.

—Oiga —ahora su entonación le detuvo simultáneamente—, lamento lo de la otra noche. Pero usted se lo buscó.

—Me vino bien el paseo. Estaba acalorado —no enjuició la sonrisa de Isabel— y la noche me serenó.

—Entonces, si no es el precio del taxi, ¿qué busca usted?

Isabel prosiguió bruscamente. Al desembocar en la Castellana, Joaquín estaba de nuevo a su lado, en una proximidad hostil o de angustiosa mendicidad.

—Perdone, Isabel. Yo tengo dinero, ¿sabe? Quiero que me oiga.

—¡Hable! Eso pretendo desde un principio.

—Pues —su voz, por contraste, silbó casi atiplada— ya se lo he dicho. Que charlemos, que paseemos… Lo corriente entre un hombre y una mujer. Tampoco es para extrañarse. Nos conocimos. Usted me fue…

Por allí, Gregorio y ella habían dado su primer paseo. Sintió nostalgia de los alegres gestos de Gregorio. El otro continuaba hablando.

—Sea sincero —le interrumpió—. Usted me descubrió en aquella tasca repugnante y ya no dejó de perseguirme, hasta que llegó la circunstancia precisa de ponerme la zarpa encima. A usted le atraen mis piernas, mi boca o mis pechos y me gimotea tres estupideces, a la espera de poder restregar sus manos en lo que a usted le gusta.

A lo largo de la Avenida, se encendieron los tubos fluorescentes. En dirección contraria a ellos, los niños regresaban con sus madres o sus amas, y, delante paseaban algunas parejas de novios. Isabel tenía sed.

—No piense así —ella le miró, porque su voz sonó distinta.

Encontraron una mesa libre en la terraza de un kiosco de bebidas. Después del primer sorbo del gin-fizz, dijo:

—Vayáse.

—Nunca en mi vida había encontrado una mujer que bebiese lo que usted. Pero, sobre todo, hacía raro que una mujer de su clase estuviese en el bar de Ventura, sola. A usted le pasa algo. He meditado estos días. En eso y en mi falta de educación —ella mantenía el vaso con ambas manos, como un cáliz, a la altura de los ojos—. Estaba usted tan cerca y su cara… Espero que me disculpe —dejó de rodar el anillo que llevaba en el índice de la mano izquierda—. No creí que la ofendería mi interés por usted.

Isabel resbaló la espalda y cruzó las piernas.

—Tiene una tienda, ¿no?

—Sí. Una perfumería-mercería.

—Y, ¿le va bien?

—Sí, no va mal.

—Claro que ahora el comercio… ¿verdad?

—No la comprendo.

—El pequeño comerciante, quiero decir. Ya sabe, los impuestos, los salarios, los seguros… Pensará usted ampliar el negocio.

—Sí.

—Y casarse, naturalmente. ¿Tiene ya novia?

—No.

—Bah, no corre prisa. Aún puede usted divertirse. Salir por las noches, buscar aventuras en la Gran Vía, pagarlas, ir al fútbol, hacer alguna que otra excursión los domingos de verano.

—Sí, eso digo yo —Joaquín sonrió enfáticamente—. A mi edad…

—¡La edad, es cierto! ¡Camarero!, ¿quiere traerme otro igual? La edad. ¿Qué años tiene usted?

—Treinta y siete.

—¿Vive con su familia?

—Sí. Con mis —le encendió el cigarrillo con un inhábil apresuramiento— padres.

El humo ascendía veloz, enroscado. Los sillones de mimbre entrechocaban irregularmente, a causa del desnivel de la tierra sobre la que se asentaban.

—Mis intenciones…

—¿Sospecha que puedan importarme sus intenciones?

—Mire, usted se figura que es algo grande y puede que sea sólo una muñeca, ¿me oye?

—Sí, le oigo.

—Disculpe. A veces, pienso que los hombres la han tratado mal.

Rapidísimamente le encaró los ojos. Los ojos de él se movieron inquietos.

—¿Trata de llevarme a la cama a base de consuelos?

—Yo…

—¿Por qué no confiesa que me ha supuesto un marido que me la pega con otra?

—No, no es eso. Usted…

—Estoy ya vieja, pero ofrézcame un billete de los grandes y, a lo mejor, acierta.

—Usted… —y dejó de hablar sin que ella le interrumpiese.

Los dedos de Isabel se distendieron sobre el vaso, como si fuese a dejarlo caer. Joaquín, que se había alejado unos pasos de la mesa, se detuvo y llamó con un gesto al camarero. Cuando Isabel volvió a mirar, cruzaba la calzada.

—Oiga.

—Diga, señorita.

—Retire todo esto, por favor. Y traiga otro gin-fizz.

El traje azul era una mancha indistinta.

Un billete de los grandes. Así decían en las novelas policíacas. Tres, cuatro chupadas y una ligera sed. Un pequeño sorbo y una diminuta necesidad de nicotina en las encías. Tres, cuatro chupadas. Hubiera desatado su histeria de continuar con la relamida cortesía, el temor, el alfiler bajo el nudo de la corbata y la tenacidad sentimental. Insobornable a todo lo que le distrajese de su preconcebido sistema. Cualquier tarde, cualquier noche tendría un disgusto —de los grandes, también— en la taberna o en el bar más impensados.

Posiblemente Gregorio habría experimentado la misma curiosidad porque ella hablase de sí misma. De aquel novio, con el que estuvo a punto de casarse, tal como le había dicho Gregorio. Tal como a Gregorio había comunicado Leopoldo. Tal como a Leopoldo habrían comunicado Jacinto, quizá Meyes o Julia. Pedro, al fin, iba a casarse con Julia.

En la penumbra bajo los árboles, las parejas susurraban y se acariciaban. Detrás de Isabel resonaba de vez en cuando un tranvía. Se acurrucó en las nacientes y muelles sensaciones que la ginebra le regalaba. La buena ginebra —paloma blanca, nieve, paloma de la nieve— asesina del tedio, que sustituyó a la desesperación que llegó después de la angustia, de la amargura, de los sollozos, del grito aquel nunca emitido, en el preciso y único instante —Isabel había abierto la puerta y ellos estaban allí— en que ella, al abrir la puerta, descubrió a los dos, abrazados. Ni grito, ni estertor, ni sollozos, ni amargura, ni angustia, ni desesperación, sino un leve rastro de aburrimiento y la invasora modorra, a punto de ser reemplazada por algo que, fatalmente, sería ya la felicidad. Isabel contempló la llama del mechero.

Las parejas abandonaban las mesas. El camarero, grueso y encorvado, sostenía bandejas llenas de vasos, copas y pequeños platos de loza blanca. Estarían ya en la cafetería. Jacinto tendría a su hija, fatigada y soñolienta, contra su cuerpo. Isabel cesó de canturrear y vació el vaso. De soltera Neca, las dos habían pasado horas oyendo jazz y fumando incontables cigarrillos. Ahora Neca tenía una hija, derrumbada de cansancio en los brazos de Jacinto. Ni un soplo de aire, sólo las luces parpadeantes y el continuo zumbido de los vehículos.

Subió a un taxi, abrió la ventanilla y cerró los ojos. En la cafetería, no estaba ninguno de ellos. Unos metros más allá encontró a Leopoldo, que andaba con una rebuscada e insegura lentitud.

—Ah, ¿eres tú?

—Sólo yo.

—Isabel. Me alegro verte, Isabel. Se han ido. Incluso Pedro y Julia. Estaban también reventados. Yo voy a dar un paseo, ¿sabes?

—Una excelente decisión —le cogió del brazo—. ¿Y Gregorio?

—Gregorio estará ya en la cama. ¡A las once!

—¿Únicamente son las once?

—¡Puedo jurártelo!

Al regresar de la cabina del teléfono, Isabel percibió la herida en la palma de la mano derecha de Leopoldo.

—¿Qué es eso?

—Llevo varios días sin dormir —eludió.

Sentada en el taburete, su rostro quedaba al nivel del de Leopoldo. El muchacho tenía la frente sudorosa y las mejillas enrojecidas.

—Llevas bebido lo tuyo, eh.

—Te cuelas.

—¿Con qué te lo has hecho?

—¿Qué?

Como si fuera un niño resistiéndose a enseñar sus manos sucias, le obligó a detener la mirada.

—Esa cortadura.

Se percató de su teatral indiferencia.

—Con una cuchilla de afeitar.

—¿Sacándole punta a un lápiz?

—No. Adrede. Estaba aburrido.

—Leopoldo —intentó disfrazar de ternura el momentáneo mal humor—, harás una idiotez definitiva.

Una ira relampagueante alteró sus facciones.

—¡Tenía que probarlo!

Isabel consideró la comodidad de la cafetería, su acogedora disposición, su conocido aroma. Leopoldo recuperaba el gesto desdeñoso.

Trazaron un confuso itinerario. Y discutieron la conveniencia de realizarlo a pie o en automóvil. Al fin, prevaleció la opinión de Isabel de limitarse a los bares cercanos.

—He pasado una tarde de pesadilla —le confesó, apretándose contra él—. ¿Te gustaría verme casada con un tendero?

—¿Un tendero?

—O algo de ese estilo. Un hombre que sujeta el nudo de la corbata con un alfiler de fantasía, usa camisas de tela a rayas y ropa interior de felpa durante los inviernos. Los domingos se pone un traje azul marino y, cuando una noche alquila a una chica, se siente una mezcla de marqués de Sade y duque de Windsor. Una vez casados, viviremos con sus padres. ¿Te gustaría?

Leopoldo gruñó algo, bebiendo con un frenesí cerril.

—Creo que he nacido para despachar lacas de uñas. Un mostrador, los clientes, los representantes, mi obesidad, mi marido y sus impertinencias, una vez que nuestras noches le hayan borrado la diferencia que entre su mujer y las chicas alquiladas creía haber. ¿Te lo imaginas? Neca y Jacinto saltarán de gozo, cuando lo anuncie. Compromiso matrimonial con distinguido hortera. Muchacha de torneadas piernas, breves pechos, recias caderas, algo fofa por el continuo alcohol y parcialmente avejentada por los continuos sufrimientos de su inquieta nostalgia, se casa, ¡¡por fin!! La temida menopausia la cogerá confortablemente instalada en un seguro, aunque para entonces algo marchito, lecho nupcial.

—¿Qué te ocurre? —dijo Leopoldo.

—Vamos, hombre, anímate.

Estaban otra vez al aire libre y Leopoldo pasaba un brazo por sus hombros. Aquello era ya la felicidad. Largas calles conocidas, luces, reflejos, perspectivas inestables. Hasta el calor había dejado de ser penoso. Isabel reía, alegre, y, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, Leopoldo luchaba contra las náuseas.

Al comienzo de la cuesta, se asió al árbol, el cuerpo sacudido por los espasmos del vómito. Isabel le tranquilizaba, con una mano sobre la nuca.

—Anda, apártate —susurró—. Es repugnante.

—¿Crees que a mí no me ha sucedido nunca?

—Yo tengo uno —dijo Leopoldo, al limpiarle Isabel los labios con un pequeño pañuelo perfumado— en algún bolsillo.

—Ya ha pasado lo peor.

—¿Estoy pálido?

Se sentaron en un banco. Isabel cogió entre las suyas las manos de Leopoldo, contraídas en un temblor continuo.

—Dentro de unos minutos te encontrarás mejor —bajo las yemas de sus dedos estaba el trazo rojizo de la cicatriz—. ¿Qué te proponías? —Leopoldo no entendió—. ¿Por qué te heriste con la cuchilla? ¿Qué tenías que probar?

—El miedo.

—¿Miedo? ¿A qué?

—Al dolor. Ahora lo he sentido, ¿sabes, Isabel? Ahí, junto al árbol.

En la voz, en la reciente inmovilidad, adivinó que era sincero y que ella debería de aprovechar aquella paz.

—¿No tienes que decirme alguna cosa, Leopoldo?

—Era eso, el miedo al dolor.

—Pero ¿qué dolor?

—El de Julia, cuando se lo hagan, y el nuestro, si llegan a…

—¿Julia?

De nuevo, al interrumpirle Isabel, estaba ebrio.

—¿Julia, qué?

—Anda, Leopoldo.

Se desviaron por una calle lateral. En el semisótano, unas cuantas pequeñas bombillas difuminaban luces verdes y rojas. Las paredes estaban cubiertas por cajoncitos, donde los clientes habituales guardaban sus botellas. Isabel entregó su llave al camarero y le encargó un zumo muy frío de limón para Leopoldo. Unos hombres jugaban a los dados. Leopoldo, con la cabeza en el respaldo del sillón, dormía.

Continuó bebiendo. En una de las mujeres del grupo, que acababa de entrar, Isabel pensó reconocer a una famosa actriz. Desde el techo llegaba un murmullo de música. Miró el reloj; a aquella hora ya habrían terminado los teatros.

Esperaba a que Leopoldo despertase. Le tomó la mano y contempló la cicatriz. Casi imperceptible. Como los susurros, el repiqueteo de los dados contra el cuero del cubilete, el hielo contra el vidrio, la melodía, aquello que seguramente era una risa de mujer. En la botella, lejana sobre la mesa, la ginebra decrecía.

Luego, en la calle, miró hacia arriba. El cielo tenía un azuloso tono y había algunas estrellas. Leopoldo y ella caminaban sustentándose mutuamente y sus pasos resonaban en el silencio.

—Lástima que no haya venido Gregorio, ¿verdad? —pero, Leopoldo no contestó y ella cerró los ojos y rezó—: Que mañana no se me olvide.