10

Las abundantes hojas de las acacias estaban polvorientas. Leopoldo, derrumbado en la silla de metal, luchaba con aquella partícula punzante e invulnerable al cepillo, que se mantenía introducida entre dos dientes de su mandíbula inferior. Desde que despertó, la punta de la lengua rastreaba inútilmente. Encargó un jugo de frutas y palillos.

En su estómago los ardores de la mañana decrecían. Al cabo de unos minutos, varió la posición de la silla de metal, para rehuir los posibles saludos de los paseantes. El sol mordía las fachadas y cargaba el aire de una pesantez creciente.

Pidió un segundo jugo de frutas y, en una de las servilletas de papel, calculó el dinero que adeudaba a Jacinto y el que precisaría los días inmediatos. Arrugó el fino papel hasta convertirlo en una bola, que mantuvo en pequeños saltos sobre la palma de la mano y que acabó arrojando a un alcorque. En una mesa vecina se instalaron dos muchachas. Leopoldo demoró el momento de encender un cigarrillo, considerando despaciosamente las anatomías de las chicas.

Al llegar Pedro, se desentendió violentamente del contorno.

—Estoy hecho una porquería —declaró—. Tengo el estómago, el vientre y los bronquios enlodados. No habrá más remedio que cuidarse.

—Pero ¿qué te sucede?

—Voy por el tercer jugo y creo que no podré comer nada en todo el endemoniado día. Nos podíamos haber citado en una tasca. Esto, las mañanas de domingo, es una pocilga. ¿Lo has traído?

—Sí —dijo Pedro.

Entonces observó que Pedro se había sentado sin desabrocharse la chaqueta.

—Estoy aburrido. Confiaba que lo de Julia rompiese el tedio, pero, nada más despertarme, me ha cazado otra vez. Anonadante. Hay momentos en que temes vomitar. ¿No te ha sucedido nunca?

Pedro pidió coñac al camarero y volvió el rostro hacia Leopoldo.

—No tengo tiempo para ello. ¿Sabes qué necesitas tú? Una tía buena.

—Me cansan las mujeres.

—Pero una buena de verdad. No una zorra cualquiera. Las zorras, para los dependientes, los funcionarios y los que sólo saben buscarse un vientre con un par de billetes. La frase es tuya, ¿no?; pues, aplícatela.

Leopoldo consiguió un silencio meditativo.

—Tú eres funcionario y has sabido librarte de ellas. —Pedro sonrió, arrugando la frente—. Escúchame, las fiestas, los libros, las mujeres y el dinero me aburren. Me voy a largar a Italia o a cualquier otro puerco lugar. Es eso, lo que voy a hacer. Si no, terminaré asesinando a Felicidad o a mi propia madre. Como Raskólnikov.

—Raskólnikov no mató a su madre.

—Porque no la cogió a mano. Además, tampoco intento imitarle. No quiero hacer nada original. Quiero librarme de esta agresividad, para poder mandarlo todo pacíficamente a la maldita mierda.

—Éste no es un país para ti. No lo es. Deberías estar fuera hace tiempo. A Julia se lo he dicho en algunas ocasiones.

—¿De qué habláis Julia y tú? En estos días, ya me figuro de qué. Pero, normalmente, cuando salís por ahí y os pasáis las tardes juntos.

—De ti, de Jacinto, de Meyes, de todos. También discutimos. Nos descargamos el mal humor mutuamente o nos lo traspasamos o intentamos suprimírnoslo. Según las circunstancias. Otras veces, nos estamos callados.

—No lo comprendo —disminuyó el tono de la voz—. El muchacho parece que tiene miedo.

—¿El muchacho?

—Gregorio.

—¿Cómo que tiene miedo? ¿Miedo?

—Sí.

—Pues es lo que nos faltaba.

—O, al menos, que empieza a tenerlo. ¿Cómo puedes beber coñac? ¿No notas el calor? Anoche…

—¿Qué pasó anoche? Vi que hablabais de algo al salir de casa de Neca.

—Tuve que convencerle.

—¿De qué?

—No quería ir a Segovia hoy, cuando supo que nos quedábamos tú y yo en Madrid.

—¿Eso es todo?

—Y la borrachera que se trincó anoche.

—¿Gregorio se emborrachó anoche?

—Miedo, ¿comprendes?

—No. Y, además, estoy convencido de que te pasas de astuto.

—No me equivoco —Leopoldo se retrepó en el asiento, con un gesto de cansada resignación—. Es más, creo que fue Juan quien lo asustó.

Pedro había dejado de sonreír. Leopoldo bebió un largo trago de jugo. La partícula dejó de oprimirle entre los dientes.

—Cuando esperamos, no tenemos miedo. Todo es fácil. Pero, entonces, puedes pensar que no imaginas certeramente lo que ha de suceder. Te debates, por averiguarlo antes de que suceda. Y llega el miedo. No la impaciencia, ni la curiosidad, ni siquiera una represión. Es el miedo.

Los ojos de Pedro insistieron. Los ruidos de la calle agolpaban un runruneo constante.

—Oye, Leopoldo, déjalo, si quieres —no había acritud en su voz, sino una inesperada dulzura—. Os estoy obligando demasiado.

—No digas boberías.

—Sí, os estoy…

—Calla. Además, hasta ahora, Gregorio es el único que ha dado la cara.

Aquello pareció calmar la turbación de Pedro.

—Pero ¿estaba borracho?

—¡Claro que lo estaba! Es magnífico.

—Se fue por fin, ¿no?

—Sí. Salieron temprano. Jacinto, Neca, la niña, Jovita y él. Pasó un momento a mi dormitorio. Iba contento, convencido de que resultaría sospechoso quedarse con nosotros.

—Bueno, tú, ¿dónde te doy esto?

—Aquí, no, desde luego.

Después de abonar la cuenta, entraron en la cafetería, llena de clientes. El pasillo del fondo doblaba en su mitad. Pedro, cerca de los urinarios, se volvió y sacó de un bolsillo de la americana el frasco, envuelto en un papel blanco y sujeto con una goma. Leopoldo percibió la dureza del vidrio.

—¿Te cabe? Cuidado, no lo rompas.

—No, hombre, no. ¿Se nota mucho? —se alejó unos pasos de aquel tufo a ácido úrico.

—Nada.

—Aguarda.

Se reunió con Pedro en la barra.

—¿Tienes prisa?

—Julia me espera para misa de dos.

—¿Qué hacéis esta tarde?

—Merienda familiar en su casa. Como se marchan pasado mañana…

La acera de la sombra y las terrazas de los bares estaban repletas. Leopoldo acompañó a Pedro hasta unas esquinas antes de la iglesia.

—Esta tarde no nos vemos, entonces.

—No, claro. ¿Qué vas a hacer tú?

—No sé. Ya concretaremos.

—¿No sería preferible —dijo Pedro— que acompañásemos alguno a Gregorio? Yo, por ejemplo. No por desconfianza, sino por hacer algo nosotros.

—No me sacrifiques la eficacia con criterios quijotescos. ¡Ah!, y es preciso más precaución. Anoche, en dos o tres momentos, estuvieron a punto de pescarnos tratando el asunto.

Pedro se alejó entre la gente y Leopoldo saludó a unos conocidos. Mientras regresaba a casa, intentó inútilmente, en un gesto instintivo, embutir la mano en el bolsillo derecho del pantalón; a aquel lado, el peso apretaba su cadera.

En el ascensor, sacó el frasco y lo colocó entre el pantalón y la camisa, cubriéndolo con la chaqueta. Abrió con el llavín y se dirigió directamente al despacho. Felicidad, a quien cruzó por el pasillo, le comunicó que su madre no había llegado aún.

Era un frasco de los usados para jarabe, biselado en los bordes y con un tapón a rosca de pasta negra. Atravesado por el sol, el líquido transparentaba un tenue color amarillo, en el que flotaban pequeñas burbujas blanquísimas.

Leopoldo rehízo el envoltorio y lo ocultó en el último estante de la librería. Después fumó un cigarrillo. Carmen contaba a Felicidad una película.

Aquella tarde sería difícil leer; incluso, soportar la soledad. Se desanudó la corbata. Camino del teléfono, recordó que Jacinto no estaba en Madrid. Desconectó la radio, que transmitía la música de un acordeón.

—¿Vamos a comer pronto?

—Ay, hijo, tardaremos. ¿Quieres tomar algo?

Subía, difusa, incontenible, una vaharada de cansancio y apatía. Atenazó las manos en los costados. La decisión de telefonear a Isabel coincidió con el segundo en que abrió los ojos. Su habitación. La colcha azul tensaba los límites de la cama con una precisión acogedora. Dormiría aquella tarde. El desesperado malestar cesó.