9

Al otro lado de la puerta, la trompeta sonaba como si nunca fuese a abandonar aquella nota. Gregorio acarició el timbre con la yema del dedo índice e inmediatamente abrieron. En una de las mesas del vestíbulo había dos botellas. La doncella musitó un saludo. Neca vino a su encuentro con la mano derecha extendida.

—Eres Gregorio, ¿verdad?

—Me he retrasado. Perdona.

—Pasa, pasa. Aún podrás oír algo bueno.

Las puertas del salón estaban plegadas. Neca le indicó un sillón, casi en el hueco de uno de los balcones. Sobre las cabezas, Gregorio vio a Jovita y a un muchacho, sentado en el suelo muy cerca del tocadiscos.

—¿Quieres —el perfume de Neca le obligó a retener el aire— whiskey?

Gregorio asintió. Ella se alejó por entre las sillas, los sillones y las mesas enanas, oscilando su rígida falda acampanada. El vaso, que le entregó la doncella, refrescó sus manos. Jacinto, desde la pared frontera, le saludó alzando las cejas.

La música sonaba con nitidez. Alguno de aquellos rostros desconocidos escuchaban con los ojos cerrados o entornados. La muchacha, recogidas las piernas bajo los muslos, le miraba. Bebió un sorbo. Por uno de los espejos, derivaba el humo de los cigarrillos. Su tímido timbrazo habría quedado oculto por la música. Buscó a Leopoldo y no le encontró. Los ojos de la chica, que replegaba las piernas en el diván, muy abiertos, persistían inexpresivos. Gregorio giró el cuello involuntariamente. A su espalda estaba el despacho, unos muebles de madera oscura, unos cristales tallados, con reflejos, y, a través de otra puerta, el ángulo curvo del hall. Llevó los dedos, sobre el hombro, a la superficie rugosa de la pared, de un claro tono crema.

—Son unos blues —murmuró Neca— en estilo Chicago.

Gregorio varió su postura y ella se sentó en el brazo del sillón. De nuevo la proximidad de su perfume fue como una brisa húmeda. La nuca de Jovita se inclinaba. La pierna, que Neca no apoyaba en el suelo, marcaba el ritmo con unos precisos movimientos circulares. La muchacha del diván parpadeó. Aquellos inverosímiles zapatos de tiras alargaban las piernas de Neca. Unas piernas así, exactas, vivaces, correspondían a la casa, a los muebles, a los cuadros. El cura no acostumbraría a leer subrepticiamente las patentes, cuando viajase en auto-stop. La música creció de tono y el ritmo se hizo más violento. Era ridículo inquietarse y, más aún, inquietarlos a ellos. Decididamente, no mencionaría al cura. De improviso, al retirar la doncella la bandeja, Gregorio, con el sandwich en la mano, percibió su cercana presencia. El sillón, desde donde Julia le sonreía, se encontraba medio metro a su izquierda delante de él.

—Si quieres algo más…

—Oh, no te preocupes por mí.

—¿Te gusta el jazz?

—Sí —devolvió la sonrisa a Julia—. Pero tú no puedes escuchar con calma.

—Lo tengo muy oído. Hazme una seña, cuando se te haya acabado el whiskey.

La voz adelgazada de Neca dejó libre el estridente galope del saxo. Veinticuatro horas antes había bailado con Julia y, ahora, ella no ignoraba que él sabía. Mordisqueó el sandwich y bebió de un solo trago el contenido del vaso. En un corte brusco acabaron los blues. El muchacho se puso en pie, apoyándose en los hombros de Jovita.

—¡Genial! —rugió.

Las voces agudas de las mujeres se extendieron, indistintas y rápidas.

—¿Qué hay, Gregorio?

—No te había visto. ¿Qué tal? Estábamos sentados uno al lado del otro y no me daba cuenta.

—Neca, sigues teniendo los discos más geniales de este país de sordos.

—¿Cómo los consigues, Neca?

—¡El tuerto es el rey!

—Golpeante, te lo aseguro, Neca.

—Ya imagino que Jacinto. Oye, Jacinto, tienes que traerme a mí también una estupendez de éstas.

—¿Golpeante? Se me ha metido hasta la médula, oye. ¿Quién era el cafre que afirmaba la otra noche que sólo era posible un arte figurativo?

—¿Ha venido Leopoldo?

—¿Quién es el cafre?

—Alguien pedía una ginebra.

—¡Que salga el cafre! —chilló Jovita.

—¿Quién quería una ginebra? ¡Sí, Jacinto, sí, te oigo! Que esperes un momento.

Gregorio se levantó del sillón. Isabel, sentada en el parquet, hablaba apasionadamente con una muchacha que fumaba en boquilla. Alguien tropezó con ella, al pasar, e Isabel levantó el rostro.

—Yo creo que no. Es imposible, después de tantos años. Creo que no. Me lo dijeron. Alguien que todos conocemos y que, naturalmente, no pienso descubrir. Pero no puede ser, después de tantos años. Ahora bien, tampoco pongo la mano en el fuego por ella.

—¿Queréis callar un momento?

—Dínoslo, hombre. Tienes ganas de darte importancia.

Pedro se aproximó, congestionado de risa y con un vaso en la mano. Gregorio vio a Leopoldo y su corbata verde brillante. Los dedos de Pedro se agarrotaron a los bíceps de su brazo.

—Hay que ser discretos, ¿no? Prometí no dejar el nombre.

—Hola, Pedro.

—¿Conoces ya a Neca?

—Sí —dijo Gregorio—. Llegué un poco tarde.

—¿Le encontraste?

—Toma —Pedro dejó de palparse los bolsillos y cogió el cigarrillo, que le ofrecía Julia—. ¡Que Neca quiere hablar!

—Claro —dijo Gregorio.

—¿Qué tal la entrevista?

—Parece que no habrá dificultades —las mejillas de Pedro se hincharon, al expulsar el humo—. Luego hablaremos.

Gregorio volvió a sentarse. Con los brazos extendidos, de espaldas al tocadiscos, Neca lograba silencio. Julia retrasó una mano hasta el sillón de Gregorio. Gregorio sonrió y Julia flexionó la cintura.

—Gracias.

—Julia.

—Bueno, como sensación final —Neca atipló la voz—, y si no estáis ya cansados —un coro de negaciones y aplausos la interrumpieron— una grabación comprada por mí misma en París y no traída por mi marido —algunos rieron y Neca levantó el disco al nivel de sus labios—. Vais a oír a Coleman Hawkins en una versión genial de Honey Suckle Rose. En segundo lugar, a Jack Teagarden en Serenade to a Shylock y, después, a Errol Garner en un Trío compuesto por él; Red Callender, con el contrabajo, y Hardol West, en la batería.

Sobre la sala hubo un movimiento de acomodación. Los ojos de Julia chispeaban y Gregorio le golpeó la mano.

—Ya sé que nos estás ayudando mucho.

—No te inquiete eso.

A las primeras notas, Gregorio resbaló en el sillón. Paulatinamente la melodía se distorsionaba en un crispante ritmo, retornaba modificada y volvía a elevarse, con algunas pausas de una melancolía picante. Gregorio entrecerró los ojos. El tiempo transcurrido aquella tarde con Lupe en el cine del barrio, aparecía lejano y grotesco. Casi a la altura del abierto balcón, la farola iluminaba esplendorosamente las hojas de los árboles. Un cómodo rincón aquel, desde el que inquietaba considerar que Juan hubiera podido también estar entre ellos, sumergido en los aromas, las luces lenificantes, los sorbos lentos y la música. Juan y el cura cenarían ahora en sus chabolas. Un lento sudor le mojó la frente. Detrás de sus párpados, la neblina del bochorno aplanaba el poblado y su hedor deslizante; entre las bombillas de las esquinas, alguien irremediablemente, lloraba. El cura era listo. El cura tuvo tiempo de leer la patente y retener la matrícula del automóvil. Y sería a Isabel, que ignoraba aquello, a quien primero —saliendo de la turbia penumbra del poblado— engancharían, como había dicho Juan. El porcentaje del riesgo. Su padre calculaba siempre ese porcentaje. El piso de Rosales, ahora vacío, estaría habitado dentro de unas semanas. Organizaría alguna fiesta como aquella el próximo invierno y su madre conocería a Jovita, a Jacinto, pero no a Juan. El sudor comenzó a gotearle. Isabel vivía cerca de Rosales. Gregorio arrugó la frente y las gotitas se detuvieron.

Abrió los ojos. La niña se acercaba desde el vestíbulo. También sus piernas eran flexibles. Neca dirigía a las doncellas en el comedor. La niña se apoyó en el sillón y observó la sala. De vez en cuando, volvía su mirada a Gregorio, segura de encontrarle, y sonreían.

—Siéntate —susurró Gregorio.

Ella se acomodó en sus rodillas. Más arriba del pelo de Julia, contra el fondo del humo, Jacinto les hizo un gesto.

Tardaría en olvidar la espalda, las vértebras prominentes y las piezas de la motocicleta, a la sombra de la pared de ladrillos carcomidos. La niña tiró de la corbata, enseñándole algo, y Gregorio fingió solidarizarse con ella. Finalizó el disco y Neca llamó a la niña.

—Pero si no me estorba —protestó Gregorio.

—¿Qué te parece mi hija? —Jacinto la tomó en brazos—. Ya he visto que habéis hecho buenas migas. Neca se empeña en acostarla, pero…

—Mañana me vengo a oírlo otra vez —dijo Jovita—. Es sensacional. Mañana me vengo, Neca.

—… en su habitación estará inquieta.

La muchacha de la boquilla cogió a la niña. Neca les invitó a pasar al comedor. A Gregorio le presentaron a varias personas y mantuvo unos diálogos inconexos, hasta que vio a Leopoldo en el despacho y maniobró para acercarse a él. Leopoldo dejó a un muchacho, con el que hablaba, y los dos se retiraron al salón.

—Le encontré pronto. El lunes hay que llevar un frasco con orina —creyó que Leopoldo no comprendía— para el análisis.

—Es lógico. ¿Algún obstáculo?

—Ninguno. En casa de sus padres, la portera me confirmó las señas. No tuve necesidad de subir. Luego, allí… —Pedro se les untó—. Es un tipo raro.

—Es un cerdo —dictaminó Leopoldo.

—¿Qué te ha dicho de nosotros?

—Nada de particular. Se le nota resentido. Como amargado.

—¿Ha puesto alguna condición esa piltrafa?

En la otra habitación revoleó la falda de Neca.

—Quiere dinero. Tres mil pesetas. Y hay que llevar un frasco con orina, para analizarla. Pasado mañana.

—Está bien —Pedro sonrió—. ¿Es médico?

—Me lo ha asegurado, pero no he visto a nadie. Ya os contaré más tarde.

Leopoldo arrugó los labios.

—Es tacaño hasta para cobrar un favor. ¿Tienes dinero disponible?

—Sí, hombre —dijo Pedro—. La cuestión es que todo vaya como hasta ahora. Gregorio es fenomenal, ¿eh?

Leopoldo le palmeó la espalda.

—Tened cuidado que no sospechen.

—Descuida —dijo Gregorio.

En el comedor habían empezado a cenar. Jacinto, ocupado de las botellas, pidió colaboración.

—¿Quieres ayudar a mi marido en el bar, Leopoldo?

Gregorio deambuló por el vestíbulo y por un pasillo. En una pequeña sala, Jovita cuchicheaba con unas muchachas. Por la puerta del office entraban y salían las bandejas. Oyó la voz de Isabel.

—¿Qué has hecho por ahí hasta las nueve y cuarto?

Su reloj señalaba ahora las once y media. Alrededor de la gran mesa, de pie, comían o hablaban, sosteniendo los platos con una mano.

—Me entretuve. Es bonito tu vestido.

—Eres un sol, Gregorio. ¿Qué tal Neca?

—Encantadora.

—Tú también le has gustado a ella. Ya tienes amigos.

—¿Cómo?

—¿No decías la otra mañana que deseabas tener amigos?

—Ah, sí. Isabel.

—¿Qué?

—Creo que estaré borracho dentro de diez minutos.

Isabel rió muy cerca de su rostro.

—Yo, en cambio, estoy contenida. Y muy contenta. Voy a traerte algo.

Con las manos en los bolsillos del pantalón, silbó interiormente. Millonario en francos. Sin duda alguna, sus amigos sabían organizar una reunión. Isabel le entregó un plato y Gregorio se abrió paso hasta el rincón del bar.

—Me convendría más una coca-cola, pero…

—Entendido —Leopoldo le guiñó un ojo—. Prueba esta ginebra.

—Gracias. Tienes una hija, una mujer y una casa admirables.

—¿Verdad que sí? Diviértete, ¿eh, Gregorio?

Julia le arrastró junto a la muchacha que fumaba en boquilla. Gregorio levantó el plato y el vaso y ella le estrechó una muñeca con una mano huesuda y fría.

—Lleva tres días tratando de conocerte, Gregorio. Y tú espera a que empiece a hablar y descubrirás a uno de los mejores amigos que tenemos —fingió una confidencia—. Gregorio, Meyes está necesitando enamorarse.

Meyes tenía una piel bronceada y unos ojos hundidos, muy expresivos. Se colgó de un brazo de Gregorio y buscaron unos butacones.

—Todos necesitamos enamorarnos, ¿no crees?

—Sí; todos necesitamos hacer algo —Leopoldo y Pedro hablaban; Pedro se frotó las manos—. Que ocurra algo.

—Y el amor es lo menos molesto.

La sangre le rodaba en las sienes. A través de un aire humoso, los ojos de Meyes atendían a sus gestos. Ella cruzó sus piernas; el borde de su falda, a cuadros verdes y rojos, era de flecos.

—Llevas una falda original.

—Dentro de dos semanas se la pondrán todas. Yo la llevo por casualidad. No estoy a la moda, ¿sabes? Dime, Gregorio, ¿has vivido siempre en Gijón? Yo he veraneado muchos años allí.

Dejó el plato sobre una mesita y decidió beberse la ginebra, con una excitada curiosidad por alcanzar los límites de la borrachera. Unos móviles volúmenes de cuerpos y colores sustituían las imágenes, en arrebatos instantáneos.

—Me hubiera gustado encontrarte. ¿Qué haces ahora?

—Termino Filosofía el próximo curso.

—Ya.

Meyes charlaba y a él se le llenaba la boca de un azucarado ardor. Las faldas de Neca y de Meyes le estaban derivando a la lujuria. Mientras llegase el momento de volver a ver a Juan, lo más sensato sería beber lo suyo y lo de Juan, que —hoy— no tenía vino. Únicamente con Jovita cabía la posibilidad de atemperar de inmediato el deseo.

—Isabel me estuvo hablando mucho de ti por teléfono. Es insustituible Isa. Algunas tardes salimos solas. Puedes hablarle de cualquier cosa; ella siempre comprende. ¿No comes?

—No tengo apetito.

Si se levantaba, indefectiblemente iría a que le llenasen el vaso. Si no se levantaba, terminaría por colocar una mano en los flecos de la falda de Meyes.

—Tú y yo saldremos juntos también.

—¡Claro que sí! Aunque cualquiera de ellos puede darte mi teléfono, apúntalo ahora y no lo dejes para luego. ¿Te gusta el cine? ¿Y el teatro?

Sacó el cuadernito, lo apoyó en el sillón, desenfundó la estilográfica y percibió el aliento de Meyes. Julia les dijo algo. Más tarde, llegó Isabel y la conversación se generalizó. Impensadamente, se encontró en pie, con el vaso al final del brazo caído. Fingió ir al encuentro de alguien, hacia el vestíbulo. Por el pasillo se aplastó dos o tres veces contra la pared, para dejar paso.

Cuando salió del cuarto de baño, con unas gotas de agua escurriéndole de las patillas, buscó a Jovita.

—Bueno, ya es hora de que te tenga dos minutos delante —la mano subió y bajó por el brazo desnudo de ella—. Habrá que volver, digo yo.

—¿Volver? ¡Ah! Jacinto cuenta conmigo.

—Volver a casa de mis tíos, digo yo.

Jovita rió repentinamente y le abrazó la espalda.

—Hijo, no sabía a qué te referías. Registraremos las vitrinas. Oye, habla con Jacinto. Vamos mañana a Segovia y tienes que venir.

—Mañana está muy lejos.

—Voy a telefonear a casa. Luego, bailamos, ¿eh? Leopoldo se encuentra insoportable, ¿no lo has notado?

—No he notado nada. Un terrible deseo, en todo caso.

—No te escapes sin que bailemos.

De un lado para otro, en distribución de sonrisas, frases y gestos, con razonables tragos de ginebra, con celéreos recuerdos y pequeños proyectos, la felicidad era una fácil continuidad sin pérdida posible. En el salón bailaban, pero él no oía la música. Descansó contra la pared y sacó del bolsillo interior de la americana el fláccido paquete; rompió el resto de papel plateado en la parte superior de la funda y extrajo el último cigarrillo.

—Jovita me ha preguntado por ti hace un minuto —le comunicó Meyes.

—Llevas la falda más incitante —oblicuó el cuerpo, como en un piropo callejero— de la noche.

La risa de Meyes se alejó y Gregorio, con la funda del paquete de cigarrillos en un puño, entró en el comedor. Mordisqueó un sandwich de pollo y comió un pastel de chocolate. Leopoldo y Jacinto preparaban incesantemente las bebidas.

—Espero que otro sorbo de ginebra evaporará mi borrachera.

—Pero, hombre, si no se te nota nada.

Gregorio abombó el pecho.

—Gracias, Jacinto.

Enlazó a Jovita, cuidando de mantener el vaso recto contra el omóplato derecho de ella.

—Estás huyéndome.

—Alguna tarde de éstas nos vamos al piso de mis tíos, a tomar un trago.

—Tú, oye, que no quiero que me gustes mucho.

—Claro.

—¿Vienes mañana a Segovia?

Jovita reía cuando él besaba sus mejillas o las comisuras de sus labios. Bailarían hasta el lunes. El lunes habría de encontrarse en algún lugar con Juan, con aquel desmesurado y melodramático desconocido, antiguo amigo de sus amigos.

Sentado en el borde de un sillón, frente a un cuadro, en el rincón del tocadiscos, Leopoldo, Pedro y, unos momentos más tarde, Julia, le escucharon expectantes. Hablaba despacio, mientras sus sensaciones recobraban la potencia normal.

Muchos invitados se habían despedido ya y las habitaciones parecían más grandes. Cuando Jacinto se acercó a ellos, Gregorio, que le vio aproximarse, varió sin brusquedad la conversación. Julia, sorprendida, giró la cabeza, al tiempo que Jacinto se sentaba junto a ella.

—¿Se ha acostado tu hija?

—Sí; duerme ya.

—Neca debe de encontrarse rendida.

—Lo que disfruta ella, con la casa llena de gente —dijo Pedro.

—Mañana, a Segovia y el domingo que viene…

—Hombre, no empieces a planear lo del domingo que viene.

—El lunes de la otra semana es festivo. Podemos pasar dos días y medio en el chalet de la Sierra. No alegar luego que no sabíais nada, porque no permitiré que falte nadie.

—Como éste trabaja tanto —dijo Leopoldo—, vive de proyectos. ¿Dónde iremos en diciembre?

—¿En diciembre? —preguntó Julia, distraída.

Gregorio volvió al cuarto de baño. Bajo sus ojos no había dos bolsas, sino unas leves ojeras. Bebió otro medio vaso. Apenas una docena de personas quedaban en el vestíbulo, por el comedor, el salón y el despacho. Meyes bailaba con Pedro. Oyó que Isabel proponía marcharse y las protestas de Jacinto y Jovita. Vio a Julia sola y fue a su encuentro. La carne de los brazos y el cuello le brillaba lisa y prieta.

—Ahora se está bien aquí —dijo Julia.

—Antes hacía un calor insoportable.

—¿Te ha gustado Meyes? —recostó un hombro en la pared y cruzó los brazos.

—Muchísimo. Es muy inteligente.

Isabel se apoyó en la espalda de Gregorio, haciendo vacilar su equilibrio.

—¿Qué secreteáis ahí juntos?

—Isa —llamó Neca.

Sin modificar su sonrisa, nada más alejarse Isabel, Julia murmuró:

—Creí que pedirían más dinero.

Durante unos segundos, la mirada inmóvil de Julia le dejó confuso y desamparado.

—Mujer… —dijo.