Gregorio detuvo el automóvil y preguntó por cuarta vez. El hombre extendió el brazo.
—Siga hasta el poste. Allí, tuerza por el camino, a la derecha. No tiene pérdida.
—Gracias.
La senda carecía de comunicación con la carretera. El automóvil osciló al pasar la cuneta. La extensión de los campos, solitarios y pardos, desconcertó a Gregorio. No aparecía edificación alguna por los alrededores. Continuó avanzando lentamente por el estrecho camino; tras él, quedaba una transparente masa de polvo blanquísimo. El camino se inclinó en una pendiente, después de la curva. Gregorio frenó. Aquello era el poblado, la chata superficie de manchas que, unos minutos antes, desde la carretera, había supuesto hornos de cal o ruinas. Más allá del alcance de sus ojos, permanecían las chabolas. Acabó la cuesta y, en una extensión libre del terreno, Gregorio maniobró hasta dejar el coche con el morro orientado a la senda. Aseguró el cierre de las ventanillas y las portezuelas.
No había dos edificaciones iguales, aun siendo todas de un solo piso. La mayoría, enjalbegadas, reflejaban la luz despiadada del sol. Tres calles nacían o acababan en aquel embudo, junto a los terraplenes. La más amplia de ellas orientó a Gregorio en el complejo de chozas, cercas construidas con alambres y trozos de lata, arpilleras colgantes en los huecos de las puertas, ventanas claveteadas de maderas y tejados planos, en los que las tejas y las planchas de metal o cemento simultaneaban con otros heterogéneos materiales. El aire quieto de la mañana, cargado de calor, almacenaba olores.
Un grupo de chiquillos corrió hacia él; más atrás, en una expectante guardia, otros muchachos, igualmente mezquinos, le contemplaban. Gregorio se detuvo unos instantes. Al principio de la calle hervía, en diminutas burbujas, un charco de agua sucia. Entonces percibió las finas humaredas que salían de algunas chabolas; la neblina pesaba sobre el poblado, difuminando el horizonte. Unas mujeres andrajosas se complacieron en verle pasar.
La calle pronto perdía su rectitud inicial y se combaba en vericuetos. Gregorio se percató que había subido, cuando llegó a lo alto de la cuesta. Las chabolas se abrían en círculo, formando una plaza. La expectación provocada por su presencia se diluyó. Gentes miserables andaban de un lado para otro o se mantenían sentadas a las puertas de las casas. Las miradas de los chiquillos parecían ver sobre su cuerpo una armadura o una túnica blanca y roja. Frunció el ceño y se detuvo. Frente a él, un grupo de hombres rodeaban una motocicleta. Gregorio se aproximó.
—Buenos días —contestó alguien a su saludo, en el indiferenciado conjunto de rostros.
En cuclillas, manipulando en el motor, tres muchachos hablaban entre sí. Gregorio preguntó por Juan. La misma voz respondió:
—Ahí le tiene.
El hombre que había replicado a su saludo sudaba y una sonrisa plegaba sus mejillas, gruesas y pálidas. Gregorio descubrió la sotana sucia, arremangada hasta la cintura, y los estrechos pantalones a rayas.
—Gracias, padre —dijo.
En la dirección que había marcado el mentón del sacerdote hacia el suelo, sin afeitar, con el torso desnudo, encontró a Juan. Gregorio carraspeó.
—Quisiera hablar contigo.
—Habla.
—Es un asunto particular.
Los otros les miraban. Juan hizo saltar la herramienta en su mano, al tiempo que ordenaba:
—Espera.
Gregorio se separó del grupo, molesto por la torpeza de sus propios gestos. El cigarrillo que acababa de encender saltó entre sus dedos, a punto de caer. Dio una vuelta sobre sí mismo y entrecerró los ojos a la luz hiriente. Desde allí se veían las tierras desiguales, de un color cárdeno. El automóvil, entre los terraplenes y las primeras chabolas, semejaba un negro escarabajo tripudo. Gregorio curioseó por la plazoleta. Gracias a la expresividad del gesto del cura, le había sido posible conocer a Juan, antes de verle. Tendría la edad de Pedro y estaba muy delgado. Gregorio sonrió a una niña de pelo escaso y manchado de barro. La niña le sonrió a su vez. Gregorio adelantó una mano y trazó un gesto en el aire. La niña rió, sin moverse, con una mirada ausente o asustada.
—Hace calor, ¿eh?
Un muchacho, de unos trece años, contestó rápido:
—Sí, hace calor. Ahora es el verano.
—En verano hace siempre calor.
—¡Anda!, pues claro que hace calor —la niña volvió a reír—. ¿Cuánto alcanza?
—¿Cómo?
El muchacho sustituyó la sonrisa maliciosa por un cansado asombro explicativo:
—Su bote.
—Ciento diez —Gregorio le abrazó los hombros—. En carretera.
—Arrea, ¿es verdad?
—Y más, si se quiere. Pero es peligroso.
La piel del muchacho era morena y áspera. Uno de los tirantes, que le cruzaban el pecho desnudo, resbaló y Gregorio se lo subió. El sacerdote estaba a su espalda.
—Sí, es la primera vez que vengo.
—¿Y qué le parece esto?
Continuaba sonriendo en espera de respuesta.
—Espantoso.
Le tomó del brazo y dieron unos pasos.
—Creo que Juan terminará enseguida con mi moto. Hasta ayer iba bien. Todo funciona, pero la máquina petardea y da trompicones.
—¿Usted vive aquí, padre?
—Sí. Tiene razón, esto es espantoso.
—Nunca lo hubiese imaginado.
—Son como otros cualquiera —la mirada de Gregorio dejó de vagar—, no crea. Parecen distintos, pero sólo son distintos sus trajes y sus casas. ¿Tiene prisa?
—No.
—Le voy a enseñar la capilla.
Aceleraron el paso, hasta que les detuvo el grito de Juan.
—¡Cura!
—¿Qué hay?
—¡No sé lo que tiene! ¡Habrá que desarmarlo!
—Desarmar, ¿qué? —el sacerdote se separó de Gregorio y se acercó al grupo—. Vas a destrozármela con tu afán de verle las tripas a todo.
Gregorio siguió al sacerdote.
—No son los platinos, ni el carburador; no sé lo que es. Tendrá que esperar a que lo averigüe.
—No, los platinos no son —dictaminó el hombre, poniendo rectas sus piernas.
—Pues menuda me la hacéis.
—¿Yo? Demasiado trabajo me tomo, para lo que luego voy a cobrar.
—¡Maldito socialista! —el sacerdote se volvió a Gregorio, al tiempo que los hombres reían—. Trabaja gratis a cualquiera, menos a su cura.
—Usted prepare un billete de mil, jesuita. Me la llevo —Juan se vistió una camisa a cuadros y puso las manos sobre el manillar—. Y no me aparezca por allí cada cinco minutos. Cuando la haga marchar, ya se la traeré yo.
—No, hombre, no te molestes en ir por la iglesia. Te puede dar dolor de cabeza oler santos.
—¡Esa es buena! —coreó uno de los hombres.
—No me pierda la calma, ¿entendido? Se está por ahí hasta que yo arregle el trasto y no me incordie con prisas.
—Esta tarde voy a Madrid.
—Pues, póngase unos zapatos cómodos, porque lo que es en ésta, ya ha ido —empujó la motocicleta y alteró la entonación—. Vamos, tú.
Gregorio le tendió la mano al sacerdote.
—Me alegro de conocerle, padre.
—Adiós, adiós. Pásese por la capilla, luego. Verá algo limpio, por lo menos.
—De acuerdo, padre. Adiós a todos.
Una confusión de murmullos le respondió. Los hombres rodearon al sacerdote. Juan caminaba en ángulo sobre la motocicleta, unos metros delante de él. Gregorio se desorientó por completo. El constante olor a suciedad le picaba en la garganta. Los zapatos y los bajos del pantalón se habían empolvado y el sudor le ablandaba el cuello de la camisa. De vez en vez, Juan saludaba a un hombre o a una mujer y Gregorio recibía sus miradas penetrantes. Aquel laberíntico conglomerado acabó al doblar una esquina; un muro de ladrillos formaba un rincón con la fachada postrera de una chabola y la frontera de la de Juan. La motocicleta quedó apoyada en los ladrillos carcomidos.
Inclinó la cabeza, para no tropezar con el dintel. El ventanuco estaba cerrado por un vidrio fijo. Juan se sentó en la cama turca, adosada a una de las paredes, y le indicó una silla. El calor ahogaba dentro de la chabola. Gregorio vio un montón de herramientas debajo de la mesa. Juan se despojó de la camisa, que dejó sobre la cama. Detrás de Gregorio se entornaba una puerta recién pintada.
—¿Quién te dijo que vivía aquí?
—¿Puedo quitarme la chaqueta?
—Haz lo que quieras.
Colocó la americana en el respaldo de la silla y volvió a sentarse.
—Fue tu madre, quien informó a Leopoldo.
Gregorio le tendió un cigarrillo. Cuando ambos hubieron expelido el humo de la primera bocanada, Juan preguntó:
—Y tú, ¿quién eres?
—Me llamo Gregorio. Alguna vez le habrás oído hablar a Leopoldo de mí. He vivido en Gijón hasta hace poco.
—Bien —dobló una pierna sobre la cama—. ¿Qué le sucede a esa alcohólica?
—No sé a quién te refieres.
—¿Está ya en pleno delirium tremens o se ha decidido, por fin, a salir con alguno, antes de que toda la carne se le haga pellejo? —el silencio obstinado de Gregorio le obligó a puntualizar—. Te estoy hablando de Isabel.
—A Isabel no le sucede nada.
—Reconocí su coche, cuando llegaste. Es nuevo, pero yo sabía que era su coche. Alguno de éstos te habrá advertido que yo lo sé todo.
—La habrás visto en él. ¿Y vives aquí?
—¿Te asombra que se pueda vivir aquí?
—Un tipo como tú, sí. ¿Se sabe que eres abogado?
—¡Ah!, pero ¿soy abogado? —acabó por tenderse en la cama, apoyando la cabeza en una mano—. Cuéntame chismes de esos. ¿Siguen odiándome y suponiendo que les envidio y les odio? ¿Continúa Leopoldo durmiéndose doce horas al día, sacándole el dinero a su madre y mintiendo cada vez que habla? Y Jacinto, ¿qué le ha pasado últimamente al buen cornudo en potencia de Jacinto?
—¿Qué os pasó a Leopoldo y a ti?
—¿No te lo ha contado?
—Me gusta conocer las dos versiones de las cosas.
—Lo que ellos te hayan dicho. ¿Por qué?
—Yo soy muy amigo de Leopoldo. Ahora, al verte y comprobar cuánto os parecéis, he comprendido lo profunda que fue vuestra intimidad. Me ha dado como miedo a perder su amistad.
—Eres un crío. ¿Qué puede importarte su amistad?
—Una amistad es muy importante.
Juan rió quedamente. El humo del cigarrillo se iluminó al subir sobre su rostro.
—No te dejes manejar por él.
—¿Por qué?
Sonó, cercana, una algarabía de ladridos. Juan acudió a la puerta. Gregorio esperó pacientemente, hasta que se volvió.
—¿Has venido sólo a hablarme de la amistad y a zalamear con el jesuita? Lo que él busca son dos o tres billetes de cien.
—Para mí —murmuró—, no es mucho.
—Para mí, sí. Siempre lo ha sido. Jamás he podido permitirme el gesto de largarle trescientas a un cura.
—¿Por eso te viniste aquí?
Juan lanzó una patada a la mesa.
—¡Termina de una vez!
Gregorio se levantó de la silla.
—No he venido a pelear, pero tampoco a no pelear si es preciso. No te conozco, no sé nada de ti —su voz era monótona y ambigua— y no me agrada oír insultar a mis amigos, que fueron los tuyos, ni escuchar tus alardes de pobreza. Simplemente, trato de comprenderte y que tú comprendas. Pero no me importa pelear, si es preciso.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—Vas mucho al cine, ¿verdad?
—Sí, voy mucho al cine.
—Siéntate.
Gregorio se sentó. Los perros habían dejado de ladrar y ahora oía un crujir de aceite. Arrastró la palma de la mano por la frente y se secó la humedad en el pañuelo.
—Te repito que Isabel no tiene nada que ver con esto —con toda evidencia, Juan se interesaba—. Únicamente me prestó el coche esta mañana.
—¿Qué quieres?
—Alguien de entre nosotros está en un apuro. Un apuro difícil. Se necesita un médico o una comadrona de confianza, sin que importe el precio.
Juan no se esforzó por controlar su sonrisa.
—¿Cuál de ellas es la que no desea ser madre?
—Julia.
—¡Hombre!, la cachonda de Julia.
—¡Tú, no empieces! Dime si quieres y puedes ayudar.
—¿Cuánto?
—¿También para ti?
—¿Por qué no?
—Fija la cantidad.
—Tres mil para mí.
—De acuerdo.
—Espera. Y no salgas hasta que vuelva. Cuanto menos te exhibas, será mejor.
Gregorio le habló antes de que llegase a la puerta. Juan, con la luz recibida de perfil, proyectaba una sombra informe.
—Ellos me prohibieron decirte que se trataba de Julia. Pero yo quedé en que haría las cosas como juzgase mejor. ¿Comprendes tú?
—Comprendo.
—Busca sólo a quien realmente valga.
—No tardaré.
Paseó la habitación y miró por la ventana la rugosa pared de enfrente, el suelo de tierra y la rueda trasera de la motocicleta, apoyada en el muro. La puerta entornada comunicaba con una angosta habitación vacía, en uno de cuyos rincones había un alto orinal, descascarillado, cubierto con un cartón. Resultaba asfixiante permanecer, aun quieto, dentro de la chabola. Leopoldo habría tropezado la cabeza en el techo. Y, sin embargo, allí vivía Juan. A media tarde la habitación se enturbiaría de una luz melancólica y, cuando lloviese y el mundo afuera se inundase de barro, exclusivamente cabría llorar con el rostro aplastado al colchón. Para criar amargura y rencor. Y para soportarlo, por el hecho de haberlo elegido libremente. Gregorio oyó una monocorde voz ininteligible en una radio lejana. La puerta se abrió, de improviso.
—¿Hay que esperar? —preguntó Gregorio.
—Sí.
Juan abrió una lata y cortó dos trozos de pan, sobre cada uno de los cuales colocó tres sardinas. Luego, bebió el aceite que había quedado en la lata.
—No tengo vino hoy.
—Qué se le va a hacer.
Comían en silencio. Al otro lado de los ardientes tabiques la voz de la radio había sido sustituida por música. Con el último bocado, Gregorio le ofreció a Juan un cigarrillo y precisó de nuevo:
—Espero que realmente valga.
—Si accede.
—Por dinero no ha de quedar, ¿eh?
Juan le miró con una parsimonia deliberada.
—A veces, no es cuestión de dinero.
Se puso en pie, arrojó la lata a una caja de cartón, se estiró bostezando y se despojó de la camisa.
—Soy yo quien debería tomar precauciones.
—¿Tú? —Gregorio dejó de observar su cigarrillo—. Tú, ¿por qué?
—Entre todos vosotros, os haréis coger. Y, si os cogen, cantáis la marranada de arriba abajo. Soy yo quien debería tomar precauciones.
—¿Qué clase de precauciones?
—Tienes razón —abrió la puerta de la calle—. Cuando se trata de Leopoldo y sus billetes, no hay más que callar. ¿Cómo has dicho —tomó unas herramientas y salió— que te llamas?
Gregorio apoyó la espalda en un quicial de la puerta. Juan tumbó la motocicleta y se sentó en el suelo.
—Gregorio —respondió.
—¿Tienes ideas políticas?
—¿Cómo?
—Nada —trabajaba deprisa—. Hasta cerca de las cuatro, no volverá. Si no encuentras esto muy limpio, espera en el coche.
—Muy limpio no está. Lo molesto es el olor.
—Se acostumbra uno.
—Claro.
Juan comenzó a silbar. Era probable que hubiese olvidado su presencia. A veces interrumpía el silbido. Sobre una gamuza colocaba las piezas y dejaba el cigarrillo en una piedra plana. Encorvado, con la espalda desnuda, sus vértebras arqueaban un collar del pantalón a la nuca. Gregorio temió que los chiquillos enredasen con el automóvil, pero prefirió continuar recostado contra la jamba.
—Yo también estudio Derecho.
—Cerda manera de ensuciar tu tiempo.
—¿Dónde aprendiste mecánica?
—Pensaba tener un coche. Como todos ellos.
—¿Y has desistido?
—Preferiría un camión —giró sobre las nalgas y le dio frente, con los antebrazos apoyados en las rodillas y una llave inglesa entre las manos—. Quisiera tener un camión y hacer portes. No siempre por la misma ruta. Casi a mi antojo.
—Es difícil conseguir un camión.
—Ya lo sé. Todo es difícil, cuando se trata de vivir con libertad. Oye, tú —balanceó la llave, apuntándole con ella—, me entenderé contigo. ¿Quién lleva la batuta?
—Nadie. Únicamente lo sabemos Leopoldo y nosotros dos.
—Pues que nadie más meta las narices.
—No sucederá nada.
—Me es igual, siempre que no me mezcléis cuando la policía os enganche.
—Por nosotros, puedes estar tranquilo.
—¿Tú crees? No conoces a Leopoldo.
Gregorio se abalanzó hacia él.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
Juan reanudó su trabajo. Repentinamente frustrado, dio unos pasos y encendió un cigarrillo. Anunció la hora con una raspante agresividad.
—Bueno, hombre, ahora iré.
—Es que son ya las cuatro y no me da la gana de perder toda la tarde.
Juan tardó diez minutos en entrar a ponerse la camisa.
—No dejes que se acerquen a las piezas los chicos o los perros —le advirtió, antes de desaparecer.
Dentro de la chabola, el calor ahogaba y, fuera, el polvo se mezclaba en la garganta a aquel hedor continuo. Trató de no mirar el reloj, pero quebrantó en dos ocasiones su propósito. Sobre la gamuza, las piezas adquirían una desesperante inmovilidad. Con la puntera del zapato retiró una de ellas del borde, donde la grasa ya había adherido algo de tierra. Otra vez, sonaba la radio en alguna parte. Ruidos diversos llegaban hasta allí desde el centro de la tarde soleada. Para sollozar de cólera y pena, cuando en el invierno lloviese y, entre las casas, se formasen pantanos de barro. Ni un perro, ni un chiquillo. Posiblemente, todos estarían emporcando el automóvil de Isabel. Gregorio se sentó en la cama. Cuando aumentó la sombra, al entrar Juan, levantó la cabeza.
Juan rechazó el tabaco de Gregorio.
—Fuma del mío, ahora. Ya está solucionado, en principio.
—¿Cuándo?
—Has de traer un frasco con orina, para el análisis previo, como es natural.
—Magnífico. Los síntomas, aunque Leopoldo crea lo contrario, no son concluyentes.
—Ya se verá qué da el análisis.
—Tiene que ser rápido. Es la ocasión. Ahora es la buena ocasión, porque la familia de ella…
—No me cuentes nada —le interrumpió Juan—. Pide cinco mil —añadió en un susurro.
—¿Es competente?
—Sí.
—Nada de curanderos o brujas de esas que se dedican a enviar madres al otro barrio, ¿eh?
—Tiene título de Medicina.
—¿Cuándo traigo el frasco?
—El lunes. Al Puente de Vallecas. Yo estaré junto a la boca del Metro. Vendrás tú, ¿no? —Gregorio asintió—. No olvides el dinero. Tres mil.
—Y cinco mil para la otra persona. No lo olvido.
—La otra persona cobra una vez que lo ha hecho. Yo cobro antes y ya no quiero saber nada de nada.
—Conforme —dijo Gregorio—. Adiós.
Juan se dirigió hacia la motocicleta.
—¿Sabes salir hasta el coche?
—Creo que no.
Los faldones de la camisa le colgaban sobre el pantalón. Gregorio anduvo, atento a las desigualdades del terreno. El hedor persistía, hasta solidificarse en el paladar, como una pella de lodo. Las piernas de Juan dejaron de moverse y Gregorio avanzó dos pasos más.
—¿Quieres algo para ellos? —preguntó impremeditadamente.
—Ya sabes, el lunes a las seis. Por aquí, llegas a la Plaza —introdujo las manos en los bolsillos del pantalón—. Adiós.
Juan no estaba ya al final de la cuesta. Desde lo alto, el conglomerado de chabolas se aplanaba al sol. Gregorio se sorprendió que no fuesen más de las cuatro y media. Atravesó la Plaza y comenzó a bajar hacia el descampado. El tiempo recobraba el ritmo que tenía fuera del hedor, las arpilleras y las callejas sofocantes. Junto a los terraplenes, con el morro orientado a la senda, el automóvil de Isabel resultaba grotescamente insólito.
Unas mujeres dijeron algo, que él no entendió. Inmediatamente, oyó la llamada del sacerdote.
—Buenas tardes —respondió Gregorio.
El sacerdote se puso a su nivel, levantó la tela, saludando a las mujeres, y ambos reemprendieron la marcha.
—¿Le importa llevarme?
—Encantado, padre.
—Juan no se romperá los huesos por reparar la avería —entrecerró los ojos, como si atisbase más allá del cielo blanquecino—. La verdad es que la máquina está muy cascada.
Los chiquillos, tendidos a la sombra del automóvil y bajo él, se levantaron al verlos llegar. Cuando el automóvil comenzó a subir la cuesta, corrieron detrás, vociferando. El sacerdote arregló su sotana y dejó la teja sobre las rodillas.
—Esto ya es otra cosa —comentó al rodar sobre la carretera—. Si tuviesen coches, con esos caminos los destrozarían en un par de meses.
—¿Quiénes?
—Ellos —respondió, con un ligero movimiento de cabeza hacia el poblado, del que se alejaban velozmente.
—Parece imposible.
—Desde luego. Aunque, a veces, le sorprenden a uno. Son capaces de sacrificar lo muy necesario, por algo totalmente superfluo. Pero coches, claro está, no.
Gregorio descubrió que el sacerdote sonreía continuamente, aun cuando arrugaba el ceño.
—Muy dura su labor, ¿verdad, padre?
—No es mal oficio —rió—. A mí no me fascinan las grandes ciudades. En un pueblo, como este que tengo ahora, hay donde escoger. Recalcitrantes, indiferentes, sañudos, tontos, astutos, fuertes y débiles. Algunos se van y deja de vérseles para siempre. Otros, no sé por qué, se sobreentiende que morirán en el mismo lugar en el que ahora mal viven. Pero todos ellos…
—Sí.
—Le hablo así, porque imagino que usted no les conocerá bien.
—No.
—Todos ellos tienen una común cualidad: su honor.
—¿Cómo?
—Exactamente, no es su honor. Su erizado derecho a la existencia, quizás. Una suerte de honor. Espero que no me exprese demasiado mal. He tardado años en comprenderlo y aún, a veces, he de recurrir a mis antiguas y equivocadas ideas. Por contraste, recupero distancias. Lástima que no haya visto la capilla. ¿Le gusta la pintura?
—Sí, me gusta.
—La decoró un muchacho que vale mucho. Ha celebrado dos exposiciones. También residen algún que otro poeta, con fama, no crea, y un arquitecto. Uno de los chicos va a entrar en el seminario. Pero no por mí, eh. Antes de llegar yo, ya quería ser cura. Pare aquí, por favor.
—Pero ¿va a tomar el Metro? Yo le llevo.
—Me disgustaría hacerle perder tiempo. Voy al convento, en Argüelles. Juan es una excelente persona. Inquieto, con mucha juventud hecha violencia. Cierta forma de violencia no es desdeñable, créame. —Gregorio sonrió, sin despegar los labios—. ¿Usted estudia?
—Derecho.
Había temido que se interesase por su visita a Juan, pero, mientras él aceleraba por las calles casi vacías, el sacerdote hablaba de la carrera.
Gregorio descendió del automóvil y esperó en la acera.
—Muchas gracias por el viaje.
Al otro lado del parabrisas, la funda colgante de la patente llevaba escrito el nombre y apellidos de Isabel. Sacó la cartera y dijo:
—De nada, padre. ¿Quiere aceptar esto para su capilla?
Antes de coger los billetes, le puso una mano en un hombro.
—Para la enfermería, mejor. Y vuelva algún día a ver aquello. Adiós, hijo.
—Adiós.
Puso el motor en marcha. El sacerdote se alejaba, ondeando la teja al bracear; subió unos escalones y desapareció en el edificio de ladrillos rojos. Maniobró la palanca de cambio. Isabel estaría durmiendo o en cualquier bar de la Cuesta de las Perdices con Julia o Leopoldo. Si es que Leopoldo no se encontraba con Jovita. Mientras arrancaba el automóvil, Gregorio no supo a dónde dirigirse.