7

Haría una hora desde que Adela se despidió hasta el día siguiente y unos minutos desde que Felicidad había entrado la cena sobre la mesita rodante, cuando oyeron unas voces.

—Así no adelantaremos nada. Vamos a estudiar la cosa con calma.

—Sí, con calma —repitió Pedro—. Oye, ¿quién será?

—Gregorio, probablemente. No te preocupes.

—¿Gregorio? —la camisa, sobre todo por la espalda, se salía del pantalón—. Y no hemos concretado aún.

—Bueno, hombre, no te desquicies en divagaciones. Voy a tomar una aspirina, porque no puedo más.

Se descorrió una de las hojas de la puerta y Gregorio les sonrió. La blanca camisa de Gregorio, muy planchada, resaltaba su aspecto calmoso. Pedro se detuvo en su ir y venir.

—¿Qué hay, Gregorio?

—Pasa —dijo Leopoldo.

—No, no —tardó en añadir, como si enjuiciase la situación—. Voy a ver a Lupita.

Leopoldo inclinó el pecho sobre las rodillas.

—¿Qué tal lo habéis pasado?

Cuando Gregorio cerró la puerta, Leopoldo se puso en pie y Pedro volvió a pasear.

—Acabarán por enterarse.

—No fastidies.

—Tu madre nos miró de una manera rara.

—Te digo que no. Está acostumbrada a que nos pasemos horas y horas aquí encerrados. Ella tiene sus propias preocupaciones. Y Gregorio es de confianza.

—¿Qué habrá pensado?

Leopoldo introdujo la pastilla en la boca, bebió un corto sorbo de ginebra y gesticuló, al tragar. En el pasillo hablaban Felicidad y la nueva doncella. Leopoldo regresó al diván y apartó la mesa de la cena.

—Continúa.

Pedro se detuvo, retiró una silla de la pared y se sentó en el borde.

—Julia tardaba en comprender el problema. Por otra parte, no me atrevía a planteárselo con claridad. En ocasiones, parecía ser ella quien no osaba hablar claro. Me despistaba.

Limitado por la línea del tejado frontero, veía un trozo de cielo.

—Oye, Pedro —la voz de Leopoldo, aunque fatigada, vibró con firmeza—. Vamos a los hechos.

Pedro le contempló derrumbado sobre el diván, el cuerpo ladeado, las manos caídas entre las piernas. Instantáneamente la presencia de Leopoldo le tranquilizó. El ruido de la silla, al arrastrarla, le serenó aún más.

—¿Te acuerdas de las veces y veces que en este despacho hemos planeado mil cosas? Haríamos esto, lo otro, lo de más allá… Todo —Leopoldo ensanchaba una constante sonrisa—. Pero siempre teníamos tiempo, aunque tuviésemos prisa.

—Sí, me acuerdo.

Cogió el cigarrillo que le tendía Pedro. Ya no pertenecían a la época de los aplazamientos esperanzados. Insensiblemente, habían alcanzado la edad de las ejecuciones o de los fracasos. Pedro, encendiendo su cigarrillo, volviendo a mirarle en el momento siguiente, demandaba una urgente acción. Sin él, no podría hacer nada. Pedro descendió el tono de la voz:

—Al fin, se habló claro. No podemos casarnos ahora. Es imposible que, de pronto, nos casemos y, encima, con precipitaciones. Cuando comprendió esto, lo demás fue fácil.

—¿Fácil?

—Sí. No podemos casarnos, ¿comprendes tú? Mira, es el piso que nos va a proporcionar mi padre; son los muebles, que su madre y la mía quieren inspeccionar desde la última hasta la primera silla; yo, que no debo pedir la excedencia hasta que se constituya esa sociedad y mi padre me dé…

—¿Qué sociedad?

—Te lo he dicho mil veces. Mi padre quiere formar una sociedad nueva. Prácticamente, para mí.

—Ah, hombre, sí. Continúa.

—En fin, todo. Y el viaje. Ha prometido a su abuela ir en diciembre.

—¿A dónde?

—A Londres. La abuela materna de Julia vive en Londres.

—Entendido.

Pedro vació el vaso.

—Imposible. Una boda repentina en los dos o tres próximos meses echaría muchas cosas a rodar. Sobre todo, cuestiones de dinero.

—Que es esencial.

—Exactamente —se sirvió más ginebra—. Esto fue lo que acabó por quedar claro de una vez.

—Y lo demás fue fácil.

—Julia es una chica valiente.

Involuntariamente preguntó:

—¿Y tú?

Pedro se frotó las manos.

—No. Yo no soy valiente.

—Entonces, pensaste en mí.

—Recordé lo de Encarna.

—Ya.

—Julia, naturalmente, no sabe nada de Encarna. Y también pensó en ti.

Habían recurrido a él, porque nadie les valía, sino él. Ni siquiera Jacinto, con su dinero rápido y bien dispuesto. Y, al final, sin olvidar a Encarna.

—Bueno, estás pensando que soy más difícil de convencer que Julia —antes de levantarse, comprobó el desconcierto de Pedro—. Y no es así. Quería enterarme de todo lo necesario. Y ahora, que ya lo sé, voy a echarte el discurso. —Pedro se volvió en la silla—. ¿Sabes qué es esto?

El libro de pastas rojas había pasado bruscamente desde la estantería a la mano de Leopoldo.

—Sí, muy bien. Lo estudié en la Facultad. Leopoldo pasaba las hojas —antes que tú y hace pocos días estuve consultándolo. Libro II, Título VIII, Capítulo III.

—Exactamente. Artículos cuatrocientos once al… diez y siete, ambos inclusive. Aquí dice, que quien de propósito causare…

—Te repito que lo sé muy bien.

—Textualmente: «… será castigado: Primero. Con la pena de prisión mayor si obrare sin consentimiento de la mujer. Segundo. Con la de prisión menor si la mujer lo consintiera» —levantó los ojos—. Esto es lo que importa.

—De acuerdo, Leopoldo.

—Mi discurso consiste en preguntarte: ¿Sabes que te juegas algo más que el viaje de Julia, que el piso, que el dinero, que los gritos y los berridos de vuestras familias?

—Lo sé.

—¿Sin dudas?

Leopoldo cerró el libro, con un golpe seco, y lo colocó en la estantería.

—Julia se juega la vida.

—¡No! Es estúpido que pienses esas cosas y que las digas —se aproximó a él y cogió sus brazos con vehemencia—. Pedro, ésta es una situación extrema; no sé si te das cuenta. Piensa en ti. ¡Primero, tú! —las manos aflojaron su presión—. Además, que a ella no le pasará nada.

—Eso es lo que debemos preparar.

Leopoldo rió alegremente y le abrazó. Bebió ginebra, destapó una de las fuentes y movió la mesita hasta colocarla frente a Pedro.

—A cenar. Debe de estar como un témpano.

—No tengo ganas.

—Las tienes —llenó el plato de verduras y unas lonjas de fiambres y después se sirvió abundantemente—. No podemos dejar la cena intacta. Yo, muchas noches cuando regreso tarde y sin apetito, la tiro por el WC, para no tener que oír a Felicidad al día siguiente. No está muy mal, ¿eh?

Pedro osciló la cabeza, al tiempo que deglutía. El humo del tabaco permanecía en guedejas por el aire quieto de la habitación. Leopoldo se acarició las mejillas y observó la barba de Pedro. La noche acomodaba aquella vieja entrañabilidad, como si fuesen a emprender una partida de poker sin límite de tiempo o una intrincada conversación sin tema fijo. Tomaría otra aspirina. Le dolían las sienes y, aunque el dolor le despejaba, temía perder la clarividencia.

—He pensado en Darío —murmuró.

—¿En tu primo Darío?

—Sí. Comprendo que no es una gran idea —reconoció Pedro.

—¡Es una estupidez! —Leopoldo arrojó los cubiertos sobre el plato—. ¿Es que deseas, además de no conseguir nada, darle una oportunidad para que suelte toda su podrida intransigencia puritana?

—No conozco otro médico de confianza.

Se recostó en el diván. Con la mano derecha, se rascó violentamente y en círculos el esternón. En alguna parte de la casa manaba un grifo.

—Pues como si no conocieras a nadie. Pero ¿has pensado en Darío? A los diez minutos, llamaría a tus padres, a los de Julia y os denunciaría a la policía.

—La policía debe ejercer una vigilancia total sobre estas cosas.

—No tan total. Hazme el favor de no mantener esas vulgares creencias en la infalibilidad de la policía.

—Tiene que ser persona de confianza y experta. Un médico.

—O una comadrona.

—Un médico. Te digo que ha de ser un médico. No puedo poner a Julia en manos de una mujer.

—Mira, Pedro, no intento resolver las cosas a medias. Pero hay que ser realistas. ¿Dónde encuentras un médico?

Pedro continuaba comiendo. El sudor le humedecía la frente y las mejillas. Cuando levantó los ojos y quedó con la mirada inmóvil, Leopoldo intuyó su angustia.

—Yo, por eso, pensé en Darío.

No es que no hubiese olvidado a Encarna, sino que había sido el recuerdo de Encarna lo que impulsó a Pedro a recurrir a él. Sin duda de ningún género, acababa de comprender, él también. Leopoldo encendió un cigarrillo. O sea, que aquella boba historia, al cabo del tiempo y en cierta manera, renacía contra él. Ni Pedro, ni Jacinto, ni Eduardo, ninguno, llegaron a conocer a Encarna. A aquel fantasma ridículo, a ese vergonzante pasado, que habría que considerar y modificar. Le obnubiló una cólera relampagueante contra el muchacho que él había sido y, unos años atrás, había difundido lo que ahora era incapaz de recordar.

—Olvida a Darío.

—Leopoldo, si yo me cojo a Darío y le suelto el rollo y tú le hablas también, puede que acceda. Al fin y al cabo, es un problema de la familia, ¿no? No va a consentir que en su familia suceda una cosa así, pudiendo él arreglarlo. Pero habrá que hablarle con toda sinceridad y con toda crudeza, ¿entiendes? A ti te admira.

—Me desprecia.

—¡Qué tontería! ¿De dónde has sacado que Darío te desprecia?

—Le hago gracia, desde su altura de hombre importante y moral. Me desprecia. Olvídate de Darío de una puñetera vez, si es que quieres que lleguemos a algo lógico.

Pedro volvió a manejar los cubiertos.

—Está bien —el tenedor se hundió en su boca y retornó, vacío, al plato—. ¿Quién, entonces?

—No lo sé.

—Cuando lo de Encarna…

—Lo hizo una mujer. Difícil encontrarla, no te fiarías de ella y puede que haya muerto o que se negase. Lo de Encarna fue distinto.

—¿Por qué?

—¡¡Oh!! Porque Julia no es una chica como Encarna. La pobre Encarna era casi una criada.

—No sabía eso.

—Pues eso.

—Pero tú, ¿cómo encontraste entonces a aquella mujer?

—Me dio las señas Juan. —¿Juan?

—Sí, hombre, sí. ¿No pretenderás que ese cerdo nos saque del apuro?

Pedro continuó masticando durante unos minutos. Luego se inmovilizó, hasta que comenzó a buscar la botella de ginebra.

—Ahí, en la mesita de la lámpara —indicó Leopoldo.

Pedro se levantó, trajo la ginebra, llenó dos vasos, apreció inconscientemente el contenido de la botella y se sentó de nuevo. Leopoldo bebió y retiró el plato, donde la ceniza del cigarrillo punteaba los restos de comida.

—Se pensará en ello. Tampoco en un minuto podemos encontrar quien lo haga.

—No quisiera ponerme plomo —Pedro se limpió los labios con la servilleta—. Pero hay que dar rápidamente con alguien.

—Julia ni siquiera está de dos meses, ¿no?

—Le ha faltado sólo una vez. Hace unos quince días.

—¡Hombre, ya sé que no podemos echarle calma a la cosa! —Pedro sonrió—. Pero hasta que tengamos el asunto bien pensado, sí que habrá que esperar. Ya se nos ocurrirá. No te preocupes.

Cuando lo de Encarna, ninguno le ofreció ayuda. O, al menos (para ser más justo) él no solicitó aquellas ayudas que, naturalmente, fueran rechazadas. Pero no debía complacerse en aquellas ideas, sino reafirmarse en la convicción del desamparo de Pedro.

—El martes se van sus padres a Puenteviesgo. Julia ha logrado quedarse. Por estar conmigo, les ha dicho, y porque se aburre allí. Pero dentro de tres semanas tiene que estar en Zarauz. Tres semanas como máximo.

—¿Se queda sola?

—Con una criada. Tú la conoces; una chica bajita, andaluza.

—No la recuerdo. Tendrá que guardar cama.

—Ya lo he previsto. Con la doncella únicamente en casa, no puede haber dificultades. Se acuesta y dice que está enferma. Incluso puedo ir a verla con Isabel o alguno de vosotros.

—Será mejor que Isabel no entre en esto. Ni nadie.

—De acuerdo. Pero ¿te das cuenta de que tenemos que hacerlo rápidamente? En estos días.

—Sí.

La llamada de Felicidad en el cristal les sobresaltó. Leopoldo gritó que entrase.

—¡Qué humareda!

—Están abiertos los dos balcones.

—Y la puerta bien cerrada. ¿Han cenado?

—Muy a gusto —dijo Pedro.

—Ahora traeré el café. Tú no has comido mucho.

—Anda, tráenos el café. Y acuéstate, que es tarde.

—Ya me acostaré a mi hora. ¿No quieren tomar algo más?

—Gracias —dijo Pedro.

—Un momento, que voy al cuarto de baño.

Pedro le siguió. Se lavaron en silencio. Un extraño olor a humedad subía del patio. Leopoldo, mientras se secaba las manos, contempló el cielo anubarrado, de un gris sucio.

—Hace bochorno.

—Parece que va a descargar tormenta.

Cuando volvieron al despacho, Felicidad había servido el café y limpiado los ceniceros. Las americanas continuaban en las sillas y Pedro tardó en encontrar la botella.

—Está aquí, Leopoldo.

Leopoldo regresó del pasillo.

—¿Dónde?

—La ha dejado detrás de la máquina de escribir.

—¿Queda? —Pedro llenó los vasos—. Si prefieres coñac, voy a buscarlo.

—No quiero mezclar. Lo que se me ha acabado, es el tabaco.

—Yo tengo.

—Debía de haber llamado a Julia.

—Llámala.

—Es ya tarde.

Durante un largo tiempo permanecieron sentados, fumando. A veces, sus miradas se encontraban. Leopoldo tragó otra pastilla de aspirina y terminó de desabrocharse la camisa.

—¿No podrías localizar a aquella mujer?

—Terminas de afirmar que no pondrás a Julia en manos de una comadrona.

—Leopoldo, existe alguien. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.

—Posiblemente vivirán cientos de personas en esta ciudad, dispuestas a hacerlo por un precio razonable. Pero no las conocemos.

—¡No conocemos a nadie! —Pedro manoteó ásperamente frente a su rostro—. Nos creemos el centro de las relaciones sociales, porque vamos a tres o cuatro fiestas todos los meses. Pero no conocemos a nadie.

—Que pueda servirnos —aclaró Leopoldo—. Tampoco es problema para plantear a un amigo de la familia.

El sarcasmo levantó a Pedro una nerviosa irascibilidad.

—¿Por qué no? ¿Crees que en nuestro mundo no hay gente que lo haga?

—Claro que sí. A mayor precio, desde luego.

—Si pudiésemos preguntar… Quizá Jacinto sepa.

—Jacinto no ha conocido más mujer que Neca. Te ofrecerá dinero. Es lo único que te puede dar Jacinto.

Inmediatamente se turbó. Él no entregaba más que palabras. Pedro le produjo una súbita compasión, dejándose zarandear por sus dilatorias vaguedades.

—Sólo hay uno que pueda orientarnos.

—¿Darío?

—¡Déjame en paz con tu dichoso Darío, médico de curas y más curas que Torquemada! No vuelvas a mencionarme a esa víbora incandescente y untuosa de Darío.

—Está bien, está bien. ¿Quién?

—Juan.

Felicidad, antes de acostarse, quiso saber si deseaban algo y averiguar a qué hora cesarían de hablar, beber y llenar la habitación de humo.

—Tú vete y no te preocupes de nosotros.

—Ya veo, que estarán hasta la madrugada. Adiós, señorito Pedro.

—Adiós, Felicidad. Muchas gracias por el café, que estaba riquísimo.

—No vale la pena. Hasta mañana, si Dios quiere.

—Juan —dijo Pedro, nada más cerrarse la puerta— no querrá ayudarnos.

Leopoldo explayó una carcajada sardónica.

—No me seas ingenuo, Pedro. La cuestión radica en si nosotros querremos pedirle ayuda.

—No discutamos. ¿Sabrá de alguien?

—Posiblemente. Según mis últimas noticias, es un personaje entre la más selecta canalla madrileña.

—¿Qué noticias?

—De cuando estuve en casa de sus padres. Os lo dije. ¿Recuerdas? Fui a buscar unos libros míos. No vive con ellos. Su vieja me comunicó que ahora vive en uno de esos inmundos suburbios que hay por ahí. Por Vallecas, concretamente. Trabaja de mecánico o algo así. Según cree ella, claro.

—Pero ¿continuará allí? De eso hace tiempo.

—No tanto. Un par de meses.

—Yo creo que más. Será preciso recurrir a sus padres para localizarlo, y hasta es posible que ellos no sepan por dónde anda.

—No me amontones tragedias futuribles.

—A lo mejor, está en Francia. Juan siempre estaba hablando de irse a vivir a Francia.

—¡Hablando, hablando! Es lo único que ha sabido hacer en toda su puerca existencia. No irá a Francia, ni hará nada nunca. Juan es un fracasado.

—No exageres. Con nosotros se portó suciamente, por su resentimiento social. Pero hizo una carrera estupenda. Era de los más inteligentes de la Facultad.

—¡Pedro, no me digas cómo es! Le conozco mucho antes que tú.

—Fue él quien nos presentó.

—Y no era sólo resentimiento social, lo que le hizo salir a patadas de nuestro grupo. Mal que bien, con su mierda de poco dinero podía seguir nuestra vida. Nosotros somos tolerantes, ¿no?, y él ha tenido siempre una decidida tendencia a la gorronería. Es que no vale. ¡Que no vale! Un fracasado. Hay muchos así. Tipos que se dedican a la cultura, pero que rabian por vivir como nosotros, por ir de un sitio a otro, por conocer mujeres y manejar billetes. Juan es uno de ellos. Mira, hace años, él estudiaba tercero de bachillerato y yo acababa de empezar, aún no éramos amigos tú y yo, se pasó una tarde entera ordenando su habitación, sus libros, sus papeles, para poder estudiar, dijo. Ya sabes, sus maniáticos arreglos. Y, en cuanto acabó, se largó al cine. Llevaba pantalones cortos y era ya un derrotado.

—No moverá un dedo por uno de nosotros.

—Nos envidia y nos admira. Te lo aseguro.

—¿Has olvidado que intentó abofetearte?

—Se habrá arrepentido. Le dije únicamente la verdad, harto de tanta presunción estúpida: Tú, Juan, eres uno de esos tipos, que todos los sábados proyectáis emprender una nueva vida el lunes siguiente.

—No hará nada, te digo —repitió Pedro.

—Sí, sí, lo hará. ¿Le buscas tú?

—¿Yo? No, yo no.

Posiblemente, Pedro no había dejado de temer los ofensivos silencios de Juan, su deliberada altanería. También él, más que ellos, aunque nunca lo hubiese confesado, valoraba a Juan y, sin embargo, por una terca e irrazonada superioridad, siempre había sabido que Juan no podía humillarle. Leopoldo recogió la cucharilla, que acababa de caer, y sufrió un dolor perforante en la nuca.

—Me dan calambres. ¿Te consideras capaz de torear a ese cabestro de Juan? Se derrite, en cuanto te vea. Estará ansioso de relacionarse con nosotros. No tenía más amistades.

Las manos de Pedro se cerraron una contra otra. Con una lenta mirada, fijó la atención de Leopoldo.

—¿Y tú? ¿Por qué no vas tú a comprobar cómo se derrite?

—Nos haríamos a golpes —manoteó sobre los vasos— a los cinco minutos. Absolutamente ineficaz. Yo no sirvo.

—Pero ¿qué te voy a decir? —arguyó Pedro—. No puedo descubrirle que se trata de Julia. Nos haría un chantaje.

—No hay por qué nombrar a Julia.

—Y él, ¿qué? ¿Él se chupa el dedo? Me ha envidiado siempre a Julia, como te envidiaba a tu madre, o el dinero de Jacinto o el ingreso de Eduardo en la Escuela Diplomática. No, Leopoldo, no. Vamos a olvidarnos de Juan.

—Está bien. ¿Qué hacemos?

—Dame un pitillo.

Un movimiento de los ojos le repercutió dolorosamente en las sienes.

—¿Qué hacemos? —insistió fatigosamente.

Una sangre impaciente hormigueaba sus piernas. Leopoldo resbaló en el diván hasta apoyar la cabeza. Necesitaba descanso. Un hombre no puede subsistir sin sueño, sin sosiego. Cuando todo aquello terminase, buscaría la forma de visitar Italia, como le había dicho a Jacinto. Conocería a alguna muchacha interesante, de la que, al regreso, hablar a ellos. Pedro continuaba con su mirada, trabajosamente vacía, sobre él. Se reclinó sobre un codo, para alcanzar el vaso.

—Mañana es sábado y el martes se van los padres de Julia. Tenemos tres semanas.

—Pero ¿qué estás pensando? Lo haremos. No te dejes hundir, Pedro.

—Yo quiero a Julia. Tengo que sacarla de ésta. Julia es para mí algo muy importante, ¿comprendes?

—Sí.

—Ahora recuerdo que Juan me dejó a deber el abono del fútbol.

—¿No te lo pagó?

—No. Juan no accederá ni por dinero; lo rehusaría, con tal de darse el gustazo de despreciarnos.

—Bueno, las cosas siempre se arreglan —un brillo en los ojos de Pedro le animó—. Siempre acaban por arreglarse. Confía en mí.

—Eres el único que puede arrancarme del atolladero.

—Oye, Pedro, es esencial el secreto. Julia, tú y yo. Vamos a jugárnosla y hay que envidar bien. Lo demás, lo arreglaré yo.

—¿Cómo?

—Mañana me pongo a buscar a esa mujer. A la de Encarna.

Pedro contempló el mechero en la palma de su mano, y, al fin, encendió el cigarrillo.

—Si ves que hay peligro, no te comprometas. Tú no tienes por qué comprometerte.

Leopoldo rió.

—¡Vamos, Pedro! Estás desquiciando las cosas.

Leopoldo se despojó de la camisa, se rascó el vello del pecho y fue a buscar una chaqueta de pijama. Pedro continuaba inmóvil, cuando regresó al despacho. En el vestíbulo, la puerta crujió, al cerrarse, y Pedro se puso en pie, con el cigarrillo en una comisura de la boca.

—¿Qué hay? —saludó Gregorio.

—¿Ya de vuelta?

—Sí. Tenéis un aspecto lamentable.

Pedro y Leopoldo se miraron. Leopoldo rió tenuemente. Pedro vino hacia él y se abrazaron.

Esperó en el dormitorio de Gregorio. Cuando Gregorio regresó de abrirle el portal a Pedro y mientras se desnudaba, olvidó todo. Hablaron de la muchacha de la cafetería, de Jacinto, de la nueva doncella.

—Un poco zanquilarga, tienes razón. Estoy que no puedo con mi alma. ¿Te apago la luz?

—Sí —dijo Gregorio—. Que descanses.

Comenzó a buscar el atlas. Al día siguiente, Gregorio iría con Julia y con Isabel a la piscina. Ahora se hallaba en la ignorancia de todo. Como él, el día anterior. Julia tenía un hijo dentro del cuerpo. El atlas apareció, cuando lo buscaba inconscientemente. Se acostó y apoyó el libro, abierto, sobre sus piernas dobladas. La forma de bota, una muchacha de pelo corto, con los ojos rasgados y la sonrisa perenne. Un bobo error toda la tramoya en la que montó la historia de Encarna. Sería preciso que, con lápiz y papel, pusiese en números su economía, antes de pensar en ir a Italia. El dedo recorrió la costa, por el azul del mar. Una muchacha de largas piernas, como había observado Gregorio que eran las de la nueva doncella. Cerró el atlas y apartó las sábanas.

Recorrió el pasillo, tanteando las paredes, a través de los diminutos ruidos de la noche. Un espeso olor escapaba por la puerta del despacho. Encendió la luz. Gregorio, con una sonrisa sobresaltada, le miró.

—Gregorio.

—¿Qué pasa?

—Es algo muy importante.

Gregorio se incorporó en el lecho.

—¿Qué? —apoyó las puntas de los dedos sobre los párpados y dejó resbalar las manos hasta el cuello.

—Julia va a tener un hijo.

—¿Julia? Pero ¿estás seguro?

—¡Claro que estoy seguro! ¿De qué te crees que hemos estado hablando Pedro y yo toda la santa noche?

La mano de Gregorio se movió en la mesilla, buscando tabaco.

—Perdona. Estoy dormido. ¿Qué es lo que puedo hacer yo?

Leopoldo se sentó en la cama, con las piernas cruzadas, frente a Gregorio.