6

Isabel alzó la cabeza al sol, cerrando los ojos, y la cabeza se le llenó de una suave oscuridad, en la que brincaban puntitos rojos, verdes y blancos. Oyó caer a Gregorio y una voz dentro de la casa. El antebrazo de Gregorio le rozó las rodillas y, antes de que ella le hubiera ayudado, ya estaba sentado en el borde de la piscina con las piernas dentro del agua. Isabel inclinó el cuerpo para alcanzar la toalla, que estaba junto a la bolsa de lona.

—Sécate las manos, si es que quieres fumar.

—Gracias —dijo Gregorio, con la respiración anhelante—. Está bárbara.

Bajo los árboles, en el césped, las sillas de hierro y mimbre, con sus violentos colores, reavivaban el azul del cielo y la luz de la mañana. Isabel tomó con los labios el cigarrillo, que Gregorio le había encendido.

—Tienes que estar cansado.

Tendidos en las losas de granito, Gregorio, con los ojos entrecerrados, seguía los reflejos de la luz sobre los cabellos de Isabel.

—Realmente, es muy bonito tu pelo.

—Gracias. ¿Quién se iba a figurar que pensabas en mi pelo?

—Ponte en el colchón de goma —Gregorio se arrastró unos centímetros sobre el vientre—. En tu mejilla derecha hay una espinilla.

—Oh, debes de verme como en un microscopio.

Gregorio se volvió cara al cielo y resguardó los párpados con un brazo. Isabel, a su lado, canturreaba una melodía. En las junturas de las losas crecía hierba. Isabel arrancó una brizna y le cosquilleó en una oreja a Gregorio.

—¿Qué haces?

Se incorporó de un salto. Mientras Isabel reía, divertida, Gregorio, el mentón en las rodillas, entrevió el techo de la casa, el azul igual y deslumbrante sobre el verde de los árboles, la espalda de Isabel.

—Llevas una hora mirándome las piernas.

—Pero ¿no me creías dormido? Tienes unas piernas rectas y largas. Tienes piernas de niña danesa, con la nariz pecosa.

Isabel apretó la punta del cigarrillo en la piedra.

—Y tú, cejas de moro celoso —palmeó un extremo del colchón—. Tienes sitio.

Gregorio, al sentarse, apoyó un codo entre los pies de Isabel.

—Oye, ¿no se volverá —su cabeza ladeada señaló la casa— a casar?

—No creo. Sus hijos, sobre todo Eduardo cuando está aquí, le gastan muchas bromas sobre el matrimonio.

—Es muy simpático. Debe sentirse solo.

—No sé qué decirte. Trabaja mucho, cuenta infinidad de historias divertidas, le gusta que vengamos por aquí. ¿Dónde dices que tengo esa espinilla?

—Era mentira. Para hacerte rabiar. A la hora que es, supongo que ya no vendrá Leopoldo. Nos deberíamos ir, ¿no?

—Espera un poco. Se está bien.

—Se habrá quedado estudiando.

—¿Quién?

—Leopoldo. Me dijo que iba a estudiar un rato.

—Apuesto que aún sigue en la cama. ¿Cuántas le han quedado?

—No me lo ha dicho.

—No se lo ha dicho a nadie. Jovita dice que tres. Es una lástima que Leopoldo no quiera estudiar un poco más.

—Te vas a freír la espalda. ¿Sabes una cosa? —Isabel se aproximó—. Tenía miedo de no seros simpático.

—¿Cómo? —sonrió.

—De no caeros bien. A todos vosotros. Pero seremos amigos.

—Y tú, ¿sabes otra cosa? Que eres un chico raro.

—Prácticamente, nunca he tenido una gran amistad.

—Yo soy tu amiga, ¿de acuerdo? Prométeme que nadie, ni siquiera Leopoldo, será más amigo que yo.

A pesar de las sonrisas y la entonación, premeditadamente pueril y engolada, Gregorio descubrió una suerte de ansia en el gesto de Isabel.

—Lo prometo —subió la mano derecha a la altura del hombro—. Isabel será mi mejor amigo. No tendré con ella pensamientos secretos. Seré fiel, alegre, casi nada egoísta y, de vez en cuando, le diré que tiene el pelo bonito. La ayudaré en todo y le pediré ayuda cuando la necesite.

—Gregorio… —dejó de sonreír—. Eres encantador. Mis catorce años de diferencia me permiten ver todo lo que vales. Bien, yo también lo prometo —sus dedos le rozaron una instantánea caricia— y que Dios no te estropee nunca. Ahora, suelta todos tus secretos.

—Estás haciendo trampa.

En la veranda apareció don Eduardo. Isabel y Gregorio se levantaron.

—¿Qué significa esa bolsa en tus manos, Isabel? ¿No pretenderéis marcharos?

—Pero si es tardísimo.

—Exacto. Y por eso, dentro de unos minutos podremos ya comer.

—Ah, no, no, no.

—Convéncela tú, Gregorio.

—En realidad, yo tampoco debo quedarme. Por Adela.

Don Eduardo les acompañó al interior de la casa y, una vez que se hubieron vestido, les insistió a que bebiesen algo.

—No me ha valido de mucho tener dos hijos. La una se me casa y el otro se me dedica a concertar tratados y piropear embajadoras en plena Asia, dejándome unos amigos que siempre tienen prisa.

—Un día de estos vendré a comer contigo.

—Isabel disfruta ilusionándome. Tú, Gregorio, ya sabes donde tienes una casa abierta a todas horas. Y no dejes de presentarme a tu padre, cuando venga. He oído hablar mucho de él.

Les estrechó la mano con fuerza y les acompañó hasta el automóvil de Isabel.

El fuerte calor había vaciado las calles. Isabel aseguró el freno ante el portal de la casa de Leopoldo y giró los hombros hacia Gregorio.

—¿Tienes mucho que hacer esta tarde?

—A tu disposición —dijo Gregorio.

—Te llamaré luego.

Al entrar, en el mismo hall, Felicidad le presentó a la nueva doncella, una muchacha alta, con los pómulos sobresalientes, que sonreía sin separar los labios.

—El señorito Gregorio —añadió Felicidad— es el mejor amigo del señorito Leopoldo. Ya verá usted, Carmen, lo poco que da que hacer.

—Para lo que guste mandar —murmulleó Carmen.

—Gracias. ¿Está la señora?

—Sí, en la sala. El señorito Leopoldo ha llamado diciendo que no viene a comer. ¿Qué le parece?

Adela leía junto a uno de los balcones de la sala. La habitación, en penumbra, exhalaba un leve aroma a perfume. Gregorio se sentó frente a Adela, mientras Felicidad, con los brazos cruzados sobre el vientre, continuaba hablando.

—¿Qué tal don Eduardo?

Después que le hubo explicado a Felicidad sus impresiones de don Eduardo, Felicidad fue a ultimar los preparativos de la mesa. Adela le preguntó si se divertía, se interesó por sus estudios y, durante la comida, habló de Leopoldo con una acritud temerosa.

—Daría cualquier cosa por comprenderle.

—Pero si Leopoldo es un chico sencillísimo. Y de una gran bondad.

—No, no digo que sea malo. Carmen, sirva vino al señorito. Pero me inquieta. Creo que me falta energía o que he descuidado su educación, que no le he dedicado demasiado tiempo.

La muchacha atendía a la mesa, envarada, con prontitud. Al aproximarse Carmen al aparador, Gregorio veía sus piernas, suavemente modeladas en las medias tirantes. Trató de eludir aquel tema penoso y tranquilizar a Adela.

—Ya se sabe, que estamos en una edad difícil. Pero no creo que deba inquietarse por Leopoldo.

—La vida que hace…

—Bien, como todos. Le gusta poco verle crecer, Adela. A mamá le pasa lo mismo conmigo. Ya le contará a usted, lo que usted me dice de Leopoldo. Pero lo esencial es que Leopoldo vale mucho.

Cuando se inclinó, para que él se sirviese el pescado, Gregorio le descubrió a Carmen unos haces de finísimas arrugas en las comisuras de los párpados.

—Tienes razón. Pero tú, ves, eres distinto. Yo no podría tener con mi hijo esta conversación que tengo contigo. Gregorio.

Gregorio procuró mantener la sonrisa natural. Afectadamente natural, hasta que acabase —si es que acababa— el almuerzo.

—Leopoldo es más inquieto que yo. Pero puede estar orgullosa de él. De su inteligencia, de su sociabilidad, que le llevará muy lejos.

Tomaron café en el cuarto de estar y Adela acudió al teléfono en dos ocasiones. Más tarde, cuando Felicidad había servido el coñac. Adela se disculpó con él.

Gregorio oía a las mujeres por la casa y se mecía en una modorra, que le vaciaba de ideas y sensaciones. Decidió instalarse en la butaca de su dormitorio, menos caluroso que aquella habitación.

Ni dormía, ni controlaba el proceso de sus pensamientos. La melodía que Isabel había canturreado por la mañana se resistía al recuerdo. Fumó lentamente, con insistencia. Adela salió a la calle; más tarde, sonó una lejana música, luego, las voces de Carmen y Felicidad. Creían retener en la oscuridad de sus ojos cerrados, el aroma de la canción de Isabel, una mancha inestable, jocunda.

Antes de que Felicidad llamase, ya estaba en pie, envolviéndose en la bata.

—La señorita Isabel, al teléfono.

—Voy —abrió la puerta.

—No sé si he hecho bien en despertarle.

—Perfectamente, Felicidad. Gracias —encendió un cigarrillo y cogió el auricular.

—¿Te apetece que vayamos a bailar con Pedro y con Julia? —propuso Isabel.

Quedaron citados para una hora después. Gregorio buscó en el listín el número de la cafetería de Lupita. La muchacha tardó bastante en llegar a su llamada.

—Veo que tienes mucho trabajo.

—No. Es que me estaba cambiando. Me voy ya. ¿Cómo se le ha ocurrido telefonearme?

—Como no puedo verte… Yo sí que estoy muy ocupado.

—Hoy tengo turno de noche.

—Haré lo posible. Oye, Lupita, maja, de verdad que voy a hacer todo lo posible por verte pronto.

—Bueno —dijo la muchacha.

—Adiós, Lupe.

—Adiós. Que venga usted.

Felicidad cosía junto a la radio. En el cuarto de baño, las melodías, los ruidos y las voces de la emisión se indistinguían. Resultaba inconcebible haber imaginado morena a Isabel. Dentro de unos meses, podría recordar sus facciones aun sin cerrar los ojos. Pero deseaba también conservar la primera imagen que de ella había recibido. Siempre le había gustado atesorar las ciudades o los rostros en sus primeras presencias, faltos de habitualidad, para retrotraer el pasado con un simple recuerdo visual.

Al salir del cuarto de baño, oyó a Leopoldo en el otro extremo de la casa y vio a Carmen, que frotaba con una gamuza el picaporte de una puerta. Carmen se volvió.

—¿Quiere usted merendar?

Gregorio terminó de anudarse el cordón del albornoz y levantó la vista.

—Se va a reír usted.

—¿Por qué?

—Porque me gustaría merendar un poco de pan y una onza de chocolate.

La sonrisa conglomeró las arrugas de sus párpados.

—A mí también me gusta mucho el pan y el chocolate.

—¡Ahora voy, Leopoldo! —gritó Gregorio.

La voz de Leopoldo respondió al instante. Siguió a Carmen a la despensa y le señaló la cantidad de pan que deseaba.

—Y, ¿sólo va a merendar esto?

—Sólo.

—No ha comido usted mucho.

Bajo la tela negra del uniforme, a Carmen se le pronunciaban, triangulares, los pechos. Apartó la mirada de Gregorio y volvió a frotar el picaporte. Gregorio buscó a Leopoldo.

—¿Qué hay?

Estaba sentado en el centro del diván, con las piernas estiradas y separadas, en mangas de camisa, los ojos semicerrados bajo el ceño fruncido. Gregorio colgó la americana de Leopoldo del respaldo de una silla y montó una pierna en el borde de la mesa del despacho.

—Tienes pinta de estar hecho migas.

—Un bochorno infernal. Va a llover.

—¿Por qué no te acuestas un rato? —mordisqueó el pan—. Esta mañana estuve en la piscina de don Eduardo. Es magnífica.

Se restregó la boca, pinzándosela con dos dedos.

—No pude ir. No puedo hacer nunca nada de lo que deseo.

Gregorio se aproximó al balcón. Unas pequeñas nubes blanquísimas permanecían incrustadas en el desvaído plano del cielo. Leopoldo suspiró.

—Túmbate un rato, hombre. Yo estoy esperando a Isabel. Vamos a bailar con Julia y con Pedro.

—Lo sé. Hablé con Pedro hace un rato. ¿Te lo pasas bien con ellos?

—Muy bien —lentamente anunció—: Bueno, me voy a vestir.

—Y yo, a la cama —se levantó y, cogiendo la americana con un solo dedo, se la puso a la espalda.

—Oye.

—¿Qué?

—¿Has visto a Jovita?

—Sí. He comido con ella.

—¿Qué te ha dicho?

—Afortunadamente siempre olvido lo que me dice Jovita —palmeó un hombro a Gregorio.

Gregorio sonrió, al tiempo que deglutía el chocolate y el pan. Volvió a lavarse los dientes y, ya vestido, fue al dormitorio de Leopoldo. Leopoldo dormía y Gregorio deambuló de una habitación a otra, hasta que avisaron por el teléfono de la portería.

—Creí que el señor se llevaba el coche. El señor tiene siempre la maldita oportunidad de estropear su automóvil, cuando una va a salir.

Gregorio tardó en comprender que Isabel hablaba de su padre. Tenía los ojos ligeramente enrojecidos y quizá eso acrecentase su contenido malhumor.

—¿Dónde vamos?

—A una de esas salas de fiesta del Retiro.

—Ya.

Otro automóvil, que salía de una calle lateral, chirrió al frenar bruscamente. Gregorio le había visto venir e intuyó que Isabel conducía distraída, pero contuvo la advertencia para no asustarla. Isabel hinchó los carrillos de aire y lo dejó escapar melodramáticamente. Gregorio rió.

—¿No te has dado nunca un trastazo de los buenos?

—Nunca —dijo Isabel—. Cuando no estoy en vena, no conduzco.

—Haces bien. ¿Te gusta correr?

—No. ¿Y a ti?

—Tampoco.

—A Leopoldo sí le gusta la velocidad.

—Leopoldo es un insatisfecho.

Aguardó a que el tráfico fuera menos constante, para ordenarla detenerse. Isabel arrastró la rueda delantera contra el bordillo. Parecía no haber comprendido, inmóvil frente al volante.

—No te encuentras en vena. Anda —se apeó y subió por la otra portezuela—. Y estáte tranquila, que tengo carnet.

—Gregorio.

—Dime.

—Nada.

En la Puerta de Alcalá, les detuvo el semáforo. Observó de soslayo a Isabel. Con el rostro crispado y las manos enlazadas sobre el halda, cerraba los ojos. Sin embargo, su voz fue natural al advertirle:

—Los mandos están aún duros. Lleva pocos kilómetros.

Subieron paralelos a la verja del Retiro. Las pequeñas nubes blancas habían aumentado en número.

—¿Por qué paras?

—Vamos a tomar algo ahí enfrente. Tenemos tiempo.

—No necesito beber, ¿me entiendes? —chilló.

Durante unos instantes, Gregorio mantuvo su mirada. Su mano derecha se dirigía a la palanca del cambio, cuando, antes de alcanzarla, tropezó con una de las de Isabel, que le buscaba.

—Perdona —dijo, sentados a la barra del bar—. Me ha puesto nerviosa mi padre.

—Comprendo. Quiero decir —se apresuró a explicar— que no necesitas justificarte, o que te justifiques, si lo necesitas, que te comprenderé.

Isabel sonrió y bebió un largo trago.

—Cualquier cosa me pone irascible. Espero que aprenderás a soportarme y a no hacerme caso.

—He sido torpe, suponiendo que querías beber. Pero —levantó el vaso— está bueno, de todas formas.

—Muy bueno —asintió Isabel.

—¿Has discutido con tu padre?

—Apenas unos minutos. Pero me ha puesto encendida de rencor y de tristeza.

—¿Tristeza?

—Como si me hubiera hecho un gran mal. Me defiendo con la cólera, pero en el fondo siento que alguien, no sé quién, todos quizá, me han defraudado algo. Algo que tampoco sé en qué consiste.

—Bueno, me gustaría ayudarte.

Bebieron en silencio. Gregorio jugueteaba con una servilleta de papel. El silencio la iba serenando y ella misma propuso volver al coche.

—¿Nos esperan dentro?

—Sí, pero es posible que no hayan llegado. Son unos impuntuales. ¿Te gusta bailar?

—Mucho.

Julia y Pedro no estaban y, mientras el camarero les traía las bebidas, bailaron en la pista casi vacía. Entre los árboles, la música tenía algo de inoperante o importuno. Un breve vientecillo trajo olor a tierra mojada.

Pedro les buscaba y dejaron de bailar. El vestido de Julia dejaba sus hombros desnudos. Una mujer de espalda carnosa, con una boca muelle, como Julia, era el tipo que él nunca se atrevería a confesar, que le atraía. Gregorio admiró —o envidió— a Pedro, que oprimía afablemente su brazo.

—Estoy loca con esta cremallera —Julia le tendió un pequeño bolsillo de una rígida tela brocada—. Gregorio, por favor, a ver si tú puedes.

—¡Oh!, qué pesada —protestó Pedro—. Toda la santa tarde con su santa cremallera.

—Aquí se está bien —dijo Isabel.

—No creo que venga mucha gente.

—No, no; son ya las ocho.

Gregorio aplicaba una minuciosa atención a los engranajes de la cremallera. En el bolsillo de Julia tintineaban unas llaves y de él ascendía un enervante perfume. Aquel aroma, aun sin conocer a ella, le habría hecho adivinar el tenso cuerpo, algo grueso, de Julia. Pedro e Isabel continuaban su entrecortada charla y Julia se inclinó hacia él, siguiendo la operación. Cuando el camarero comenzó a colocar los vasos y Gregorio retiró los antebrazos de la mesa, Julia desistió:

—Déjalo, Gregorio. Ya la arreglarán.

—No, pero si…

—No te molestes, hombre —intervino Pedro.

— …acabaré por engancharla.

Isabel, contenta, se movía en la silla, observando a los que bailaban. Gregorio sorprendió la mirada de un extraño, tercamente dirigida a los hombros de Julia. Entonces se percató del vestido gris, con adornos rosa, sin mangas, de Isabel. Como las piernas, Isabel tenía unos brazos largos, casi delgados.

—Bueno, ¿es que no bailamos? —dijo Julia.

Gregorio dejó el bolsillo. Julia oprimió su cuerpo al suyo. Toda una mujer, indudablemente. Una mujer rotunda, alegre, que miraba transparentemente con sus grandes y redondos ojos limpios. Pedro hablaba con Isabel. Los de la orquesta daban bien el ritmo y Gregorio lo tarareó. Julia sonrió, muy cerca de su mejilla.

Llevaban bailando unos minutos, cuando Isabel vino hasta ellos.

—Te quito el hombre.

—No hay derecho —bromeó Julia—. A ver si animo un poco a ese cernícalo de novio que tengo.

—Mujer, está cansado.

Anduvo por entre las mesas, con su larga espalda llena de reflejos en la piel bronceada. De improviso, Gregorio sintió como un calor tenue o un breve repiqueteo por sus nervios; estrechó aún más a Isabel. Pedro enredaba en la cremallera, atento, sin embargo, a las palabras de Julia. La melodía se dulcificó hasta la cremosidad y el ritmo se hizo más lento. En el micrófono comenzó a cantar un muchacho rubio, vestido de un smoking blanco.

—Me gusta este momento de las luces eléctricas. Por fin, ya es de noche —los rostros se separaban unos escasos centímetros—. Las luces eléctricas, la noche y el invierno. Son tres cosas que adoro. Gregorio, no pienses que estoy loca.

—¿Por qué? El verano, las montañas, los ríos, las calles vacías bajo el sol; eso es lo que a mí me gusta. Eres una decadente.

—Y tú, un nauseabundo deportista. ¿Iremos mañana a la piscina?

—¿Cuándo te largas de veraneo?

El muchacho del smoking blanco acabó su canción y la orquesta anunció ensordecedoramente el espectáculo. En la mesa, Pedro continuaba con la cremallera y Julia dejó de hablar, unos segundos antes de que ellos llegasen.

—No sé ni siquiera si saldré este año —respondió Isabel.

—¿De qué se trata? —curioseó Julia.

—Veo que sigue resistiéndose.

—Del veraneo. Me pregunta Gregorio que cuándo me voy.

—Toma —Pedro le entregó el bolsillo a Gregorio—. Yo me doy por vencido.

—Mi familia se marcha el próximo martes —dijo Julia.

En la pista evolucionaban unas muchachas.

—¿Y has conseguido que te dejen sola? —preguntó Isabel.

—Sí. Pedro no se irá hasta el diez o el quince de julio. Me quedo con una de las doncellas. Esa es mona, ¿verdad?

Una rubia movía las caderas, al ritmo del mambo, muy cerca de la mesa. Cuando giró y ellos tuvieron su sonrisa enfrente, Gregorio dictaminó:

Pire que jolie.

—¡Hombre! —dijo Pedro—. ¿Sabéis el chiste del francés, que llega a la aduana de Irún y dice que tiene que declarar una bomba? —denegaron y Pedro arrastró su silla—. Pues veréis. Un francés llega al puente internacional y dice, que tiene que declarar una bomba.

Las muchachas terminaron su número y sonaron algunos aplausos. Inmediatamente saltó a la pista una bailarina, enmallada. Gregorio, atento al chiste que contaba Isabel después del de Pedro, vislumbró una contorsionada actitud de la chica, con los músculos descoyuntados.

—Es bárbaro, Isa —rió Julia.

—Genial, genial —Pedro contenía sus carcajadas y golpeaba suavemente contra el borde de la mesa—. ¿Quién te ha contado un chiste tan salvaje?

Cuando la pareja de baile español trenzaba sus arabescos y repiqueteaban las castañuelas, Pedro susurró:

—¿No os importa quedaros con Gregorio? Tengo que hacer.

—Claro que no —asintió Isabel—. Cuidaremos de Julia.

Pedro les estrechó las manos y besó una sien de Julia. Gregorio volvió a bailar con Isabel y con Julia. Los de la orquesta exhalaban frenesí sincopado. Ellas dos hablaban de vestidos. Sería preciso que lo lograse, si no quería experimentar luego desasosiego. Gregorio se mordió el labio inferior. Su voluntad se endureció; percibió que comenzaba a sudar. Levantó el rostro y anunció en un murmullo triunfante:

—Ahí tienes en forma tu endemoniada cremallera.

Julia, sobresaltada por la interrupción, emitió un breve grito de sorpresa.

—Eres un cielo, Gregorio.

Isabel sonrió a su engreimiento y él le guiño amistosamente a Isabel. Cuando Gregorio llamó al camarero, Julia le avisó que ya Pedro había abonado la cuenta.

—Adviértele que no me vuelva a repetir esta jugada.

—No te inquiete —le tranquilizó Julia—, que ahora le han subido el sueldo.

—Pero también tiene que casarse, ¿no? —retrucó Gregorio.

Condujo el automóvil, mientras Isabel y Julia continuaban su frondosa charla. Llegaron a la cafetería de Serrano cerca de las diez. Jacinto, sentado en la terraza, estaba desesperado de su soledad. Meyes se había marchado un cuarto de hora antes.

—Aún no conozco a Meyes —dijo Gregorio.

—¿Qué ha contado de particular?

—Hace un siglo que no la veo.

Las muchachas reanudaron su conversación. Jacinto confesó su fatiga a Gregorio.

—Aquello es un infierno. Tu padre, que también sabe lo suyo de este saqueador negocio de las importaciones, te habrá hablado.

—Sí, sí. Yo realmente no entiendo mucho. El día que termine la carrera se me acabará el momio y habrá que hincar el pico.

—Retrásalo cuanto puedas. Tú estudias mucho, ¿no? Pues haz como Leopoldo —Jacinto consultó su reloj—. Pero ¿dónde se mete Leopoldo todos los días a estas horas? Ah, por cierto, Neca está en trance de organizar una de sus jam-sessions. Se avisa con tiempo, para que podáis huir.

—¿Cuándo te vas a enterar de que no es una jam-session lo que organiza tu mujer, sino una audición? —dijo Isabel.

—A mí es que me gusta la palabreja. Además, como no sé inglés.

—Mentira —protestó Julia.

—Bueno, Julia —Jacinto se levantó—, te llevo a casa y me despido de tus padres. Se van a Zarauz, ¿no?

—Primero a Puenteviesgo. Por mamá —aclaró Julia.

Isabel y Gregorio encendieron un cigarrillo dentro del automóvil, unos metros antes del portal de la casa de Leopoldo.

—¿Se ha pasado bien, eh? —Gregorio asintió con un gruñido—. Creo que voy a dormir de un tirón.

—¿Cómo se llama la melodía que cantabas esta mañana?

—¿Cuál?, ¿ésta? —Isabel silbó unos monótonos compases.

—Sí.

—Es mía. Me gusta inventármelas. Te agradezco que la hayas recordado. Dormiré aún muchísimo mejor.

—¿Cómo se llama?

—No tiene título. ¿Qué te parece a ti?

Desde un tiempo atrás, le sucedía aquello de pensar en algo, sin conciencia de estar haciéndolo. Recordaba a la muchacha de las mallas y la danza descoyuntada, al responder mecánicamente:

—Millonario en francos.

¡Es un título maravilloso! —admiró Isabel—. Millonario en francos. Claro, es lo que le va.

Gregorio silbó también y, después, se despidieron hasta el día siguiente.

Carmen le comunicó que la señora se había acostado ya.

—Regresó con un poco de jaqueca. Felicidad está en la cocina.

—Gracias, Carmen.

Al doblar el largo pasillo, oyó las voces en el despacho.

—¿Va a cenar ahora?

—Ya he cenado —mintió—. Tomaré un vaso de leche. ¿Quiere preparármelo?

Se lavó las manos y los ojos y se cambió de traje. Felicidad le sirvió el vaso de leche e insistió en que comiese algo.

—Espero que no sea nada lo de Adela.

—Nada, una simple jaqueca. A ella le gusta acostarse temprano, además.

—Voy a salir, Felicidad.

—¿Le llamo a alguna hora mañana?

—No, no hace falta. Gracias.

Descorrió una de las hojas de la puerta del despacho. Sobre una mesita con ruedas, estaba la cena y encima de la mesa, unos vasos y una botella de ginebra. Le miraron como extrañados de su presencia. Los dos se hallaban en mangas de camisa y Pedro, que debía de pasear la habitación al entrar él, saludó:

—¿Qué hay, Gregorio?

—Pasa —dijo Leopoldo.

A ambos la barba les sombreaba las mejillas y, a pesar del balcón abierto, el aire de la habitación pesaba cálido.

—No, no. Voy a ver a Lupita.

—¿Qué tal lo habéis pasado?

—Magnífico. Hasta mañana.

—Adiós, Gregorio.

—Adiós, Gregorio.

Lupe sonrió, al descubrirle sentado en el ángulo de la barra con la pared. Acudió presurosa a servirle. El tiempo pasaba lentamente y en el bar alternaban largos espacios de silencio con momentos de algarabía. La luz le dañaba los párpados. Al fin, llegó la hora y Gregorio abonó sus consumiciones. Esperó a la muchacha en la Gran Vía. Sobre los altos tacones, que le obligaban a unos desacompasados movimientos de las caderas, resultaba ligeramente más alta que él. Anduvieron despacio. La muchacha reía con las bromas de Gregorio y le tomó del brazo. Vivía en una calle estrecha y oscura, en las cercanías de la Glorieta de Quevedo. Lupe se recostó en el quicio, con la llave del portal en una mano.

—Otra noche tenemos que ir a bailar, ¿eh, Lupe?

—El sábado.

Gregorio le rodeó la cintura y la besó, primero en una mejilla y, al instante, en los labios. Lupita guareció el rostro en su cuello y gimió mimosa.

—Hay que verse más, ¿verdad, cariño?

—Claro —dijo Gregorio.

—Besas bien. Iremos a todas partes juntos. Yo soy muy cariñosa, ya verás. ¿Te gusto mucho, mucho?

—Desde luego.

—El mes que viene es mi cumpleaños.

—Ah.

—Puedes regalarme un juego de ropa interior de nylon. Me regalarás un juego de ropa interior, ¿verdad, cielo?

—Lo que tú quieras, Lupe.

—Así me acordaré de ti, cuando me lo ponga.

—Naturalmente.

Las calles solitarias le impulsaban a caminar con energía. Se extravió, pero logró orientarse sin preguntar. La noche anubarrada crecía en calor y entró a beber unos vasos de cerveza en una taberna. Luego, buscó un taxi.

Prefirió no utilizar el ascensor. La casa estaba en silencio. Al llegar al despacho, se extrañó de no haber visto la luz de la fachada, por los balcones —ahora, los dos— abiertos.

—¿Qué hay?

Pedro, con el cigarrillo en una comisura de la boca, se puso en pie.

—¿Ya de vuelta?

—Sí. Tenéis un aspecto lamentable.

Leopoldo rió tenuemente, las manos embutidas en los bolsillos de la chaqueta del pijama, abarquillando los hombros.

—Pero ¿qué hora es?

—Las tres y cuarto —informó Gregorio.

—Me marcho —Leopoldo y Pedro se palmearon las espaldas—. Habrá que bajar a abrir el portal.

—Yo —dijo Gregorio.

—Deja —se ofreció Leopoldo.

—Tú ya estás en pijama.

Cuando nuevamente entró en el piso, después de haber dejado a Pedro encaminado a su automóvil, vio una penumbra difusa por la abierta puerta del despacho; olió el aire espeso. Leopoldo esperaba en el dormitorio a Gregorio.

—¿Qué tal Lupita?

—Bah —Gregorio se desvistió la americana—. No creo que merezca muchos afanes —encendió un cigarrillo; Leopoldo miraba fijamente la pared, en una postura laxa, como derrotada—. Madrid es extraordinario.

—Sí, sí. Bueno, me voy al catre.

—¿Qué te parece Carmen?

—¿Quién?

—La nueva doncella, hombre. Resulta un poco zanquilarga.

Leopoldo sonrió con un divertido brillo en los ojos.

—Desde luego. Tiene algo de extraño la chica.

—Sé lo que es. Aspecto bondadoso.

—¿Qué? Sí, es posible. Apenas me he fijado en ella. ¿Habéis visto a Jacinto? También yo quería haberle visto. No sé dónde diablos he dejado el atlas. Y no me podré dormir, si no lo encuentro. ¿Vas mañana a la piscina?

—Quedó Julia en llamarnos a Isabel y a mí.

—¿Ha bebido Isabel?

—No, no mucho.

—Mejor. Tiene grandes temporadas de abstención, pero cuando siente el grito del alcohol… Tenía que haber visto a Jacinto. Se llama Carmen, ¿verdad?

Gregorio saltó a la cama y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Sí.

—Un poco zanquilarga, tienes razón. Estoy que no puedo con mi alma. ¿Te apago la luz?

—Sí. Que descanses.

Cuando Leopoldo cerró la puerta, Gregorio se dejó escurrir, hasta quedar tendido, con todo el cuerpo estirado en un bostezo de satisfacción.