—Que pase —ordenó Pedro al portero.
Anudó las cintas rojas de la carpeta y, antes de que hubiese acabado de rodear la mesa, ya estaba Leopoldo en el despacho.
—Dispongo de diez minutos para permanecer en esta covacha —anunció, apoyando un puño sobre el voluminoso expediente.
—Ponte cómodo y no me revuelvas los papeles.
Abrió el ventanal y graduó la luz con la persiana plegable, mientras Leopoldo, sentado en un sillón, leía atentamente un oficio. Pedro volvió detrás de la mesa y apartó el expediente.
—Da náuseas vuestra pestilente prosa.
—Deja los papeles en su sitio. Y no los leas, si no te gustan. Llevo tres días persiguiéndote por todo Madrid.
—Lo sé. Yo llevo tres días no alcanzándote por tres segundos. Suelta lo que sea, de una vez, para que pueda marcharme rápidamente a que Jovita me fría la sangre.
—Escúchame con tranquilidad, eh.
El timbre del teléfono sonó y Pedro arrastró con el cable la pluma estilográfica, que, abierta sobre la mesa, quedó en el borde.
—Dígame… Ah… Julia… Estoy aquí, con Leopoldo… Sí, acaba de llegar…
Leopoldo rescató la pluma y fingió observarla, al tiempo que percibía en la voz de Pedro una suerte de torpe azoramiento. Con parsimonia, se puso en pie y se acercó al ventanal. El tráfico de la calle era incesante; resultaban grotescos los dos grupos de peatones apresurándose en direcciones opuestas, entre los vehículos detenidos. En unas habitaciones del edificio frontero se movían hombres en mangas de camisa y una muchacha ante una máquina de escribir. Pedro acabó de hablar con Julia y Leopoldo se volvió hacia él. Con la mano sobre el teléfono, le escrutaba ansiosamente.
—Siéntate.
Leopoldo dio unos pasos en dirección a la mesa.
—¿Qué te sucede, hombre?
—Julia está embarazada.
Leopoldo dejó de respirar unos segundos y, luego, cerró los ojos. Pedro levantó la cabeza.
—Vamos, siéntate.
—Sí, será mejor que me siente.
—Sí.
—Y ante todo no te desfondes. Ahora ya estamos juntos y no vamos a hacer tonterías. Ahí tienes tabaco.
—Toma del mío.
—Anda, anda, fuma de éste.
—Leopoldo, me he metido en una grandiosa.
—Te insultaré hasta que me duelan las mandíbulas, pero procedamos con orden —apretó las puntas de los dedos contra el cuero del sillón.
—Es espantoso.
—Pero ¿cómo se te ha ocurrido acostarte con Julia?
—¡Yo qué sé! —gritó Pedro.
—Parece inconcebible —manoteó violentamente la ceniza que le había caído en el pantalón y buscó un cenicero entre los papeles de la mesa—. Julia, una muchacha como Julia… Eres un animal descompuesto y salvaje.
—Lo sé, Leopoldo.
—No tienes disculpa. En una ciudad de dos millones de habitantes…
Pedro asintió con una autoacusadora sonrisa. Parecía esperar, la cabeza entre las manos, el final de las gesticulaciones de Leopoldo. Leopoldo se frotó las mejillas vivísimamente e hizo oscilar el cigarrillo en los labios. Cuando se tranquilizó lo suficiente para no mover más que la pierna derecha, que cabalgaba sobre la izquierda, Pedro se inclinó hacia él.
—Tienes que comprender.
—Resulta absurdo que me hayas tenido que buscar todo este tiempo —suavizó el tono de voz—. Habla.
—Yo no lo podía suponer. Yo tomé mis precauciones.
—Mira, Pedro, sé que acabaré por comprenderte, por disculparte y aun por glorificarte, pero es preciso que me des la justificación de todo esto.
—No sé qué decirte. Pregunta tú.
—Será mejor —Leopoldo descruzó las piernas—. ¿Cuándo empezasteis?
—Hace siete años. Ya sabes, que desde hace siete años, Julia y yo…
—No me cuentes ahora la historia de vuestro noviazgo —le interrumpió acremente—: ¿Qué te decidió, cómo pudiste convencerla y cuándo?
—Pues… Julia y yo nos queremos. Éramos unos críos cuando nos conocimos, recuérdalo. Yo nunca premedité una cosa así, naturalmente. No hubo necesidad de convencerla. Fue todo natural.
—Pero eso es una canibalada.
—Como el día que nos besamos por vez primera. Me parece que te lo conté.
Leopoldo protestó:
—¡Ya lo creo! Cuéntame ahora esto con la misma minuciosidad que aquello.
Pedro comenzó a pasear por la habitación.
—Pues, parecido. Por un impulso. Cualquiera ha podido observar que Julia y yo nos gustamos. Estamos unidos el uno al otro por encima de muchas cosas. Ocurrió hace un año.
—Un año.
—Sí, aproximadamente. Ya sabes.
—Ya sé, claro. Sigue.
—Ella estaba en Santander y vino a pasar unos días aquí, ¿comprendes? —Leopoldo cerró los ojos—. Luego, se marchó otra vez. Incluso, dejamos de escribirnos. Ella estaba un poco asustada. Y yo, también. En octubre, regresó del veraneo.
—¿El último octubre?
—Sí, hombre, el último octubre. Estábamos sentados en la cafetería y ella fue allí. Ambos habíamos pensado lo mismo durante ese tiempo y… Julia y yo nos queremos.
Leopoldo saltó, giró sobre sí mismo y se sentó en la mesa, con las largas piernas cruzadas, los pies contra el sillón y los hombros curvados hacia adelante.
—¡Déjate de retóricas!
—Bueno, mira, ignoro qué es lo que quieres que te explique.
—¿No sabes?
—No, no lo sé.
—Llevas un año de amante de Julia, me lo cuentas ahora y dices…
—Pero… Se trata de Julia.
—Y, ¡se trata de mí! En un año, creo que has tenido tiempo y ocasiones de demostrar que eres mi mejor amigo y que soy un caballero.
—Te he oído alardear cuarenta mil veces de no ser un caballero. Además se trata de Julia.
—Continúas con toda tu destructora dialéctica administrativa en los sesos. Una vez, conocí a un tipo que aseguraba que el alcohol no le dañaba. Bebía sin cesar y cada día le era más difícil hacer creer a los otros que el alcohol no le dañaba. Pero, entonces, dejó de beber, recuperó la salud y siguió afirmando que bebía más que nunca. Esto te pasa a ti; que has dejado de pensar y no lo has dicho.
Pedro se sentó en el sillón. Leopoldo se escurría de la mesa y constantemente volvía a sujetarse en ella.
—Pero ¿con qué fin iba a contártelo?
—Para no llegar a esto, por lo menos. Tú te crees muy listo, pero esta clase de listezas insolidarias traen estos barros. Nos has metido en una de las grandes.
—Hombre, Leopoldo, estáis todo el día con Julia, vamos por ahí, somos amigos. Por otra parte, ¿en qué ibas a ayudarme?
—No, no, en nada. El señor sabe hacer las cosas muy bien por sí mismo.
Leopoldo rió.
—Demasiado bien. El señor es cuatro años mayor que yo y no necesita consejos. ¡Acabarás casándote!
—Desde luego. Hace tiempo que he decidido casarme con Julia.
—Está bien, me voy. No lo entenderé nunca.
Leopoldo descansó un hombro en la pared, junto al ventanal. Oyó a Pedro buscar algo en la mesa. Había tenido la debilidad de confesar a Felicidad su dolor de garganta y ahora la infame solución gargarizante le agriaba el paladar. La puerta se abrió y el ordenanza oblicuó la cabeza.
—¿Se puede, don Pedro?
—Adelante.
—Que don Víctor no puede subir la firma y me ha dicho si le hace usted el favor.
Pedro cogió una carpeta de cuero rojo y advirtió a Leopoldo:
—Son cinco minutos. Espera.
El portero dejó pasar a Pedro y cerró. Leopoldo estuvo tecleando y oprimiendo diversos resortes de la máquina de escribir. La voz de Pedro, cuando el portero había entrado, no falló al recobrarse. En los últimos meses había mostrado una asidua predilección por Jacinto y quizá Pedro no fuese su mejor amigo. Le había mentido durante un largo tiempo; a partir de aquella noche del último octubre. Leopoldo se sentó en el sillón. En aquel instante, todos ellos le rodearían de ocultas verdades, absolutamente inaccesibles. Consultó el reloj. Por fortuna, no había citado a Jovita y la proyectada visita a Jacinto podía ser aplazada. Aquello de Pedro era simplemente lo más excitante que había sucedido en muchos meses.
Pedro regresó y arrojó la carpeta encima de la mesa. El ruido plano reavivó a Leopoldo.
—¿Has decidido casarte con Julia por esto de ahora?
—No.
—¿Por qué, entonces?
—Me gusta mucho Julia. Es la mujer que más me gusta. Me entiendes si quieres y si no, no. Tengo asegurada con ella mi virilidad para muchos años. Además, la quiero.
—Bueno —le ofreció el paquete de cigarrillos—, fuma y a ver si aclaramos la situación. Ella volvió de Santander y reanudasteis la tontería del verano.
—No inmediatamente. Julia estaba asustada. Pero sí, casi en seguida. Para ella supuso un choque extraordinario. Una nueva vida, llamémoslo así. Para mí, también. En otro sentido, claro. Más sosegado. Incluso, éramos muy felices; como temo que nunca más lo seremos. Cuando no estaba con ella, tenía la certidumbre de que ella también ansiaba la hora de encontrarnos. Con vosotros, en el cine, en la Sierra, en cualquier bar, Julia y yo nos mirábamos y, a pesar de todos, nos veíamos solos y unidos.
—Una vez descritas las voluptuosas sensaciones que proporciona el erotismo secreto y común, atente a los hechos. ¿Dónde ibais?
—A una casa de cerca de Diego de León.
—La conozco. Te aseguraste.
—Hablé con la dueña. Dinero. Usábamos hasta otra puerta.
—Y decidiste casarte con Julia.
—Y continúo decidido. Más que nunca, como es lógico. Tú también te casarás.
Leopoldo no pudo domeñar el grito:
—¡¿Yo?! ¡Déjame en paz!
—Sí, tú —Pedro sonrió inesperadamente y Leopoldo experimentó un alivio—. Por mucho que hayas decidido permanecer soltero. El abuelo me lo aconsejó una vez: Cásate, que es lo que debe hacer un hombre, aunque sólo sea para que no se dude de él, porque la gente se calla, pero, cuando se encuentra con un soltero, piensa que no ha podido casarse por marica o por impotente o, en el mejor de los casos, por estéril.
—Pues a mí, ser estéril me importaría muy poco. Casi mejor. Y si no, que te lo pregunten a ti.
Pedro dejó de sonreír. Se restableció la desasosegada tensión de un largo silencio. Felicidad y sus curanderismos de pueblo —a los que tan flojamente había resistido— acabarían por hacerle vomitar contra aquellos armarios repletos de papeles.
—¿Nos vamos? —propuso Leopoldo.
—Tengo que esperar un poco. No puedo marcharme todos los días temprano. Se darían cuenta. Espera y te llevo en el coche o nos largamos a comer juntos por ahí.
—Imposible —denegó Leopoldo—. También un día se hartará mi madre de que no aparezca nunca a las horas de las comidas.
—Vivimos sobre falsedades. Una existencia como falsa.
—Y provisional —susurró Leopoldo—. Isabel afirma que fue la guerra. Que desde la guerra todo parece provisional.
Pedro tamborileó los dedos sobre la carpeta de cuero rojo y agudizó la voz:
—Nada, vente a comer con nosotros y charlamos.
—¿Con vosotros? —instantáneamente recordó haberle oído citarse con Julia—. Pero no podremos hablar.
—¿Por qué no? Julia sabe que iba a decírtelo.
—Has hecho mal.
—Fue ella, quien me sugirió la idea.
—¿Ella? —y antes de que Pedro pudiese continuar—: ¿Qué idea?
—Oye, Leopoldo —se levantó del sillón, pero continuó inmóvil—, parece que no te has dado cuenta. Estoy con el agua al cuello y sólo puedo contar contigo. Eso es lo que me hizo ver Julia.
Se había extraviado demasiado en las palabras y ahora Pedro, con su torpe gesto solemne de ponerse en pie al otro lado de la mesa, enderezaba el asunto. Como si Pedro señalase el impreciso, pero urgente, imperativo de someterse a la realidad. Leopoldo se apretó los párpados y respiró hondo.
—Julia siempre está cargada de sentido común.
—Ella y yo hemos estudiado todas las salidas —dijo Pedro.
—Lo imagino.
Con su desesperante sentido común, quizá había claudicado. Habría temido insuficiente la energía de Pedro. Le necesitaban y ello le excitó una rencorosa embriaguez. De inmediato, sintió el aire asfixiante y húmeda la frente.
—Sí, lo imagino muy bien. Estará desesperada la pobre Julia.
—Lo está.
—Me voy, porque no puedo esperar más.
Pedro se precipitó a mirar el reloj. Dudó, mientras Leopoldo aplastaba la punta del cigarrillo en un cenicero y retocaba el nudo de la corbata. Era evidente que temía quedarse con sus expedientes y su insatisfacción.
—Al fin y al cabo, para lo que me pagan…
Leopoldo esperó, con una mano en el picaporte.
—Así es que pensáis casaros.
Pedro se despidió del portero y saludó a alguien en el pasillo.
—¿Bajamos en el ascensor?
En el portal, Pedro dijo:
—Enormemente lo deseamos los dos. Pero por ahora no podrá ser.
—Claro.
Caminaron unos pasos por la acera. Un cielo limpio, lleno de luz, se alargaba sobre las líneas de los tejados. Leopoldo se asombró de los colores vivos de los vestidos de las mujeres. Absurdo encerrarse una mañana semejante en aquel despacho nauseabundo, donde desmesuraban los problemas y vaciaban de significado las acciones. Se volvió hacia Pedro. El mismo Pedro parecía haber adquirido consistencia.
—Allí está Julia —anunció Leopoldo.
Vestía una falda ceñida y una blusa amarilla, sin mangas. Leopoldo le buscó la mirada. Antes de escuchar su voz, procuró retener la impresión de que Julia no era la misma de siempre, sino otra.
—Estás guapa.
—Gracias, Leopoldo. Sí que lo debo de estar, por todo lo que vengo oyendo.
—Pero ¿cómo has venido tan pronto?
—Me aburría en casa. He hablado por teléfono con tu madre. ¿Ibais a alguna parte? —puso una mano en la nuca de Pedro—. Necesitas un corte de pelo, cariño.
—Ya, ya lo sé. No íbamos a ningún sitio. ¿Llamas a Jovita?
—Desde luego. Hasta la tarde —Julia le sonreía inexpresivamente y Pedro observaba un automóvil aparcado en la acera—. Todo se arreglará.
—¿Te llevamos? —reaccionó Pedro.
El paso de peatones estaba abierto y Leopoldo corrió por la calzada; desde el bordillo, vio a Julia y a Pedro en el mismo lugar, alzadas sus manos sobre las cabezas de los transeúntes.
Mientras buscaba un teléfono, bruscamente recordó a Encarna. Le tranquilizó pensar que Pedro no había mencionado el asunto de Encarna, debido quizá —tal como inexplicablemente su memoria no había funcionado hasta entonces— a un olvido definitivo. Pero aunque no fuese así, ya sabría eludir toda relación que pretendiese establecer Pedro con aquella estúpida historia. Él era el fuerte, puesto que sólo a él habían recurrido. Últimamente, la ausencia de acontecimientos le estaba haciendo olvidar su propia importancia.
Se quebró uno de los timbrazos.
—Oye, Jovita, vete anunciando a tus viejos que comes fuera.
—¡Eres genial! Hoy tenía yo ganas de salir por ahí. Te adoro.