Unos gritos lejanos, en círculos concéntricos, se sucedían en variables intensidades de sonido. Más tarde, los gritos se colorearon y en ese mismo instante supo que iba a despertar, desaparecieron los recuerdos oníricos y, al momento siguiente, se reanudó la continuidad, rota unas horas atrás, cuando sintió hundirse en el sueño. Se apoyó en un codo y cayó sobre la almohada. De nuevo, la vida. En alguna parte de la mesilla de noche debía de estar el paquete de cigarrillos. Y el mechero. La mano, tanteando sobre el cristal, retrotrajo los límites de la mesilla a unas dimensiones normales. La luz de la llama le resultaba insoportable: cerró los ojos doloridos. Las manos le temblaban y aspiró ansiosamente varias bocanadas. El cuerpo exige su veneno. Otra sería la trama de la vida, si al cuerpo le negásemos los venenos que exige. Las pequeñas causas y los grandes efectos. Así hablaban en el colegio, veintitrés años antes. Escribía en la pizarra y olía a mañana, a madera, al ácido úrico de los WC, a dedos manchados de tinta. En los bancos, reían. También ahora, veintitrés años después, las niñas reían, al otro extremo de la casa.
—Estoy dormida —murmuró con los labios aplastados contra la almohada.
Antes de acabar el cigarrillo, Isabel se sentó en la cama, con las rodillas abrazadas.
Abrió la ventana. Un cielo estrellado, negro, lucía por encima de la línea de los tejados. Envuelta en la bata, fue al cuarto de baño. La voz de Eloísa sermoneaba a las niñas. Procuró no hacer ruido para que la supusiesen acostada aún. Eran las ocho y media, cuando se encontró frente al espejo, a falta de maquillarse los labios únicamente.
Había dormido desde la comida. Una laxitud total le abotargaba los músculos. Trató de encontrar una brecha a aquella indecisión y romper la quietud de sus piernas. Con una mueca inexpresiva, la muchacha —aviejada, Isabel— del espejo se asomaba a ella. Retocó los cabellos de las sienes con un cepillo.
Eloísa explicaba a su madre la nueva decoración de las habitaciones de las niñas. Apoyó las manos en el respaldo de un sillón y trató de seguir el diálogo. El vestido de Eloísa era nuevo. Isabel se despidió de su hermana.
—La abuela no quiere jugar y el abuelito no ha venido.
—Yo me voy.
—Llévame contigo, tía Isabel.
Su madre le besó en las mejillas y le preguntó si vendría a cenar.
—No sé; ¿por qué?
—Tu padre y yo salimos esta noche. No te retrases demasiado, de todas maneras.
—De acuerdo, mamá. Adiós, Eloísa.
En la calle se encontró más tranquila. Al final de la cuesta, en Argüelles, un nuevo optimismo le hizo desistir de beber algo, antes de coger el autobús.
Estaba ya en la puerta de la cafetería, cuando Pedro la llamó. Se habían sentado en unas mesas, bajo un toldo, de la tenaza. Junto a Jovita, derecho en la silla, un muchacho hablaba con Jacinto. Saludando a Julia, percibió cómo Jovita avisaba su presencia al muchacho. Éste se puso en pie. Era bajo, muy joven, con los cabellos lisos peinados hacia atrás. Isabel se sentó entre Jacinto y Julia. El muchacho le sonreía e Isabel recordó.
—Ah, Gregorio. Perdona. Tú eres el amigo de Leopoldo.
—Sí. Ha venido de Gijón —dijo Jovita.
—Ya, ya. Perdona, chico —repitió—. Leopoldo nos ha hablado mucho de ti.
—Y a mí, de vosotros.
—Prefiero no averiguar lo que te ha contado.
Jacinto rió estentóreamente.
—Siempre temes lo peor, Isabel.
—¿Me trae un cuba-libre? —pidió Isabel al camarero—. De Leopoldo siempre puede esperarse lo peor.
Pedro miró a Julia e Isabel sorprendió aquella larga mirada, extrañamente vacía.
—Están inaguantables —le susurró Jacinto en un tono falsamente confidencial.
—¿Sabes lo que me ha hecho? —la voz de Julita se exasperó.
—Cuéntame mejor qué clase de perfume llevas.
—Ella prefiere contarte su drama —Pedro alzó un brazo—. Mademoiselle Julie, la première actrice de la Comédie Française.
—Silencio, señoras y caballeros —dijo Jovita—. Los dos primeros actores, en escena.
Pedro, con las manos sobre los brazos del sillón, ejecutó una grotesca reverencia. Jacinto y Jovita rieron.
—Me ha tenido esperando dos horas.
—Por su culpa.
—Cállate.
—Es igual. No conseguirás transmitirles tus nervios a éstos.
—¡Cállate, Pedro! —gritó Julia.
Isabel dejó de sonreír; la voz, agria y desorbitada, de Julia creó un silencio molesto. Pedro avanzó una mano y la dejó sobre una rodilla de Julia.
—Vamos, Julia —ella levantó los ojos y, por un momento, pareció que lloraría—. Es absurdo.
Jacinto intervino rápidamente. Julia intentó contener su rencor con una sonrisa afable.
—El calor tira de los nervios —dijo Isabel.
—Bueno, bueno, olvidémoslo. ¿Qué tal una cena colectiva? Llamo a Neca y nos vamos por ahí —algunos denegaron con la cabeza—. Pero ¿qué os pasa?
—Como estás todo el día trabajando, sales igual que un toro.
—Jovita, pequeña, no me llames esas cosas. ¿Te vienes a cenar?
—¡Bárbaro! Y tú, Gregorio.
El muchacho volvió su sonrisa hacia Jovita.
—Pues claro que sí.
—Gregorio va a resultar un elemento fantástico. Y tú, Pedro, ¿te unes?
—Mañana tengo que madrugar.
—Pero ¿trabajáis ahora los del Estado?
—Nada, nada, vamos nosotros tres —dijo Jovita—, y Neca. Vosotras estáis aburridísimas.
—Te había dado yo a ti dos horas de espera. El señor —apretó la mano sobre un hombro de Pedro— es casi ministro.
—Pero no gana aún bastante para casarse —dijo Pedro.
Jovita le señalaba algo a Gregorio y Pedro acariciaba una muñeca a Julia. Isabel apoyó el vaso en el dorso de su mano izquierda.
—¿Cómo está Neca?
—Bien.
—¿Y la niña?
—Muy maja. ¿Por qué no te vienes mañana a comer?
—No podré seguramente —Isabel bebió un trago y miró a Jacinto—. Ayer pensaba en ti.
—¿En mí? ¿Qué pensabas de mí?
—No te falta nada.
No comprendió enseguida.
—Claro que me falta una cosa. Tiempo. En la oficina, en casa, con vosotros, con los clientes. Llevo retraso y no sé cuándo lo cogí. ¿Qué te hizo pensar eso?
—No sé. Recordé a Neca, a la niña, tu coche, tu piso. Pensé que no te faltaba nada. Sencillamente.
—¿Qué hiciste ayer?
Gregorio contuvo una carcajada y Jovita, turbándose, miró a Pedro y a Julia. Julia se inclinó sobre la mesa y Jovita le secreteó algo, mientras Pedro gesticulaba a Gregorio.
—Estuve por ahí.
Una ráfaga movió el colgante del toldo. Frente a ellos pasaban unos conocidos y Jacinto saludó.
—Verás —movió la silla hasta tocar la de Isabel—. No me faltaba nada. Tengo a Neca, a mi hija y a vosotros. Y me sobra dinero. No se lo digas a nadie —Isabel sonrió—, pero me sobra. A veces, creo que es con dinero como únicamente sé demostrar que quiero a alguien. Y voy y le compro un collar a Neca o un juguete a la niña o… te pregunto a ti si necesitas un préstamo. Sin interés.
—Te han ido con el cuento de que ahora me emborracho en bares inmundos y tú has deducido que me faltan unos billetes. Eres genial. ¿Cómo haces para fingir que tienes treinta y ocho años?
—Treinta y seis. Serás mema, si estás en un apuro.
Vestía un traje claro, de una tela ligera, y una de las puntas del cuello de la camisa se doblaba contra la solapa. Quizá descansase ahora por primera vez en el día y era posible que hubiese dudado entre ir a casa o a la cafetería.
—Tú sí que eres incomprensible. Es cierto que he estado bebiendo en bares repugnantes. ¿Sabes por qué? Pero promete que no vas a decir al final que debo casarme. ¿Me lo prometes? De todas maneras, ya sé que debo casarme y, para este invierno, verás cómo me espabilo.
—Acaba tu historia de una vez.
—Salgo de casa, paseo, entro aquí, allí, y, en dos ocasiones, Leopoldo ha tenido que cargar conmigo. He descubierto que Madrid es muy grande. Hay algo más que la Gran Vía, Serrano, Recoletos y la calle de Goya. Compréndelo, no puedo estarme quieta, a veces. Soy —bajó la voz— casi una solterona.
—¡Maldita solterona! Gregorio, ¿conoces a alguien que quiera casarse inmediatamente?
—¡Yo! —exclamó Jovita.
—No me vales. Ha de ser un poco más masculino que tú.
—Pedro dice que quiere casarse —Jovita miró a Julia.
—Sí —arguyó Pedro—, pero soy ligeramente más masculino que Jovita.
—No me valéis, os digo. Tú, Gregorio, ¿no conoces a nadie?
—Sí, a uno. No se atreve a salir a la calle sin escolta.
—Eso es estupendo —dijo Julia.
—Pero si Gregorio es estupendo.
—Gracias, Jovita —con un gesto desmañado, añadió mirando a Isabel—. Hablo mucho.
—Ah, porque no está Leopoldo. Por cierto, ¿dónde está Leopoldo?
—No lo sé, Isabel.
Julia escuchaba a Pedro; después, dijo:
—Anda, ve.
Pedro se dirigió hacia la puerta de la cafetería.
—Oye, Pedro —le llamó Jacinto—, ¿vas a telefonear?
—Sí.
—Llama a Neca y dila que se venga por aquí.
—Que yo no voy a cenar, eh —advirtió Jovita.
—¿Cómo, que no?
—De verdad, Jacinto. Debo cenar en casa.
—Eso no es lo pactado —protestó Gregorio.
—Podéis ir vosotros.
—¿Tú, Isabel?
—Bueno, ¿llamo a Neca?
—Estoy algo cansada, Jacinto.
—No, no la llames. Son unos rajaos.
La terraza se iba quedando desocupada. Isabel dejó su vaso vacío sobre la mesa. Las hojas de los árboles permanecían inmóviles.
—Otro día —dijo Jovita.
—Otro día, otro día… Y, ¿cuándo vamos a ir a la Sierra?
—Cuando queráis —dijo Julia.
—El próximo lunes, no; el siguiente es festivo. Yéndonos el sábado, podemos estarnos casi tres días. ¿Qué os parece?
—También se habló de ir a Segovia —dijo Jovita.
Gregorio descansó los antebrazos en las piernas y preguntó a Jacinto:
—Tienes un chalet por Guadarrama, ¿no?
Julia había cambiado de silla y uno de sus hombros rozó a Isabel. Descruzó las piernas y enfrentó a Julia.
—Dos horas me ha tenido.
—Mujer… No habrá sido su culpa.
—Me dijo: Acércate por el Ministerio a eso de las siete. Y fui. A las siete en punto estaba allí. Me pasaron a un despacho, vino él, se largó, volvió a la hora, se marchó otra vez. Yo, con los nervios destrozados, ya te puedes figurar. Dos horas. Y no es eso lo peor. Lo peor es la desfachatez que tiene. Va y me dice, fíjate lo que me dice. Porque yo, claro, estaba con una cara hasta aquí. Y va y me dice: No seas niña, Julia. ¿Cómo niña?, le digo yo. Sí, no seas criatura. Como si él fuese un Vittorio de Sica, y sólo me lleva tres años.
—Pero la cosa carece de importancia. Entre Pedro y tú… ¡vamos, Julia!
—No tiene en cuenta nada.
Con los años, había adquirido aquella firme belleza, que continuaba creciente, aquella boca gruesa, sus ojos redondos, su piel tensa. Isabel, en un instantáneo recuerdo, vio a la adolescente sin atractivo de los tiempos en que comenzó a salir con Pedro. Y ahora acababa de percibir que Julia no era bella, como lo eran Jovita o Meyes, o elegante como Neca, sino en un cierto sentido más rotundo, natural y, sobre todo, diferenciador. Isabel dejó las manos entrelazadas sobre la falda de Julia.
—Si os conocisteis cuando él empezaba la carrera… Y, hoy mismo, ya le hemos oído. Pero, dime, ¿realmente quiere casarse?
—Sí, sí. Conseguiremos el piso hacia abril. Por sus padres, ¿sabes? De la Constructora esa, que ha formado su padre. En la autopista de Barajas. Ya están con los cimientos.
—¡Y me lo dices así! Tardes, Julia, tardes enteras te he estado oyendo, que Pedro no se casaría contigo nunca, que qué podrías hacer para casarte con Pedro. Y ahora…
Julia tenía los ojos muy abiertos. La blusa acusaba el plácido movimiento de su respiración.
—Sí. Se cambia mucho.
Quizás fuese Gregorio, a quien mejor conocía de todos ellos. Absurda e impropia de Julia, aquella frase ridicula, y la sincera nostalgia con que la había pronunciado. Jacinto llamaba al camarero y Jovita ya estaba en pie, jugando con su falda acampanada.
—¿Dónde has comprado esos horribles zapatos de fulana? —le preguntó Julia.
Jovita se indignó, pero Jacinto y Gregorio, abrumándola con sus testarudas bromas, le obligaron a que mostrase los zapatos a Isabel. Pedro regresó del interior de la cafetería.
—Leopoldo no está en casa. Oye, Gregorio, dile que necesito hablarle urgentemente.
—¿Te vienes, Gregorio? Hago de taxi para el barrio de Salamanca.
—No, gracias. Prefiero dar un paseo.
—No se te olvide decírselo, Gregorio.
—Claro que se lo diré. Adiós, Julia. Me alegro de haberos conocido.
—Ahora nos veremos con frecuencia, ¿eh? Pero siéntate. Vamos, Jovita.
—¿Tienes el coche, Isa?
—No, pero no te preocupes, Jacinto. Gracias. Dile a Neca que la llamaré.
—Hasta mañana.
—Adiós, Jovita.
Jacinto tema aparcado el automóvil en la otra acera. Les despidieron, levantando las manos, y vieron a Jovita y a Pedro reír y manotearse en los asientos posteriores. Gregorio aproximó su silla a Isabel.
—Estabas todo el año en Asturias, ¿no?
—Sí. Mi padre se ha traído ahora los negocios a Madrid. Tú vives por Argüelles, ¿verdad?
—En Marqués de Urquijo.
—Mi padre ha comprado un piso en Rosales. Seremos vecinos.
—Ah, ¿sí? Es un barrio agradable. Excepto los años de la guerra, yo siempre he vivido allí.
Estuvieron unos minutos en silencio. Isabel volvió a mirar las inmóviles hojas de los árboles. El camarero acudió a una seña de Gregorio.
—¿Quieres tomar algo más?
—No, gracias.
—Puede retirar el servicio.
—Leopoldo y tú sois grandes amigos.
—Las familias se conocen desde años. Nos veíamos poco. Alguna vez que venía yo a Madrid, algunos días que en los veranos pasaba él en Gijón. Pero sí, somos muy amigos.
—¿Estudias?
—Derecho, como Leopoldo. Pero yo empiezo este año segundo.
—Más que Leopoldo, seguramente.
—No, no creas. En Oviedo, no es tan difícil la carrera.
—Yo hice Farmacia. Pero lo he olvidado ya todo. Aun así, me alegro haber pasado por la Universidad.
El camarero acabó de llenar la bandeja.
—¿Cuánto es? —le preguntó Gregorio.
—Ah, oye, cada uno lo suyo.
—Pero…
—No, de ninguna manera. Es la costumbre, entre todos nosotros —explicó—. Como aquí, en la cafetería, tomamos algo casi todas las tardes, lo hemos acordado así. Si quieres, nos marchamos.
—De acuerdo. Yo no tengo nada que hacer y no me apetece mucho ir a casa.
—A mí tampoco. Mis padres cenan fuera y las paredes se me caerán encima.
—Se te llenará el pelo de yeso, como dice Leopoldo. Espera un minuto, que voy a telefonear a Adela.
Andaba, los hombros adelantados, con la americana desabrochada colgándole a ambos lados, y los pies algo separados. Apenas si ya quedaba alguien en las mesas y, por las aceras, transitaban menos personas. El aire pesaba, espeso. Isabel sintió en la garganta la dulce y leve huella del ron. Su mano derecha tuvo un impulso hacia la mesa vacía. Cuando regresó Gregorio, se puso en pie.
—¿Dónde quieres cenar?
—La verdad es, que no tengo ganas de comer nada.
—Yo tampoco. He bebido un poco más de lo que acostumbro y se me ha cargado la cabeza.
—¿Vamos a dar un paseo?
—Magnífico. Si sientes hambre, dilo.
—Lo diré.
Descendieron por Ayala hasta la Castellana.
—Adela es una mujer extraordinaria —dijo Isabel.
—Ah, claro que sí. Y valiente.
Visto por delante, separaba los pies mucho más de lo que le había parecido. Al doblar la esquina y tomar uno de los andenes centrales del bulevar, Gregorio pasó por detrás de Isabel, para colocarse a su izquierda.
—¿Vas a alguna piscina? —preguntó Gregorio.
—A la de Eduardo. ¿Te ha hablado Leopoldo de Eduardo?
—Espera que recuerde —dudó—. ¿Es el que está en Karachi de secretario de Embajada?
—Sí. Bueno, ahora lo han trasladado. Un gran tipo, Eduardo.
—¿Mayor que Jacinto?
—No, no. De la edad de Pedro. O dos años más. No lo sé bien. Jacinto es el mayor de todos nosotros. Incluso, mayor que yo —Gregorio reflejó la sonrisa—. Eduardo hizo una carrera estupenda y sacó la oposición muy joven. Hace poco tuvimos carta de él. Cada vez nos escribe a uno, aunque la carta es para todos. Yo he sido muy amiga de su hermana, pero ella se ha casado y ya sabes.
—Sí.
—Puedes venir con nosotros a la piscina. Su padre es encantador. Tiene un chalet en El Viso.
—Iré.
Isabel le supuso distraído. Las luces paralelas se juntaban en una confusa luminosidad hacia el Hipódromo. Caminaban despacio. En el aire se respiraba el calor.
—¿Qué piensas hacer, cuando termines la carrera?
—No lo sé. Probablemente, no haré nada.
—Es una lástima. Tú eres inteligente.
Pareció no haber oído el elogio.
—¿Por qué imaginas aparentar más edad?
La imprevista pregunta, formulada con aquella seriedad reconcentrada, resultaba cómica.
—¿Te ha dicho Leopoldo mi edad?
—Me dijo que tenías catorce años más que yo.
—Y tú, ¿cuántos tienes?
—Diecinueve…
—Pues…, no te ha mentido. ¡Catorce años! —extendió los brazos, sin dejar de reír—. ¿Te das cuenta? Tengo amigos, ya, que son catorce años más jóvenes que yo. Es inconcebible. Como soy tan vieja, voy a darte un consejo, ¿quieres?
—Es lo que te corresponde.
—No dejes pasar una sola hora sin pensar que estás viviendo. Ni una sola hora. Si te confías, llegarás a tener catorce años más que alguien sin darte cuenta. Como si te acabasen de despertar o…
—O te hubiesen estafado el tiempo —le interrumpió apresuradamente.
También él había hablado así. En cierta ocasión, la previno contra el tiempo estafado. Desde hacía unos minutos y sin que ella hubiese advertido cómo, Gregorio le había desencadenado el recuerdo de él.
—Si, eso es. Veo que no te hacen falta mis consejos.
—Pero, bueno —insistió—, ¿te parece una tragedia tener treinta y tres años?
—Recién cumplidos, ¿eh? —no cabía enojarse por aquella simple terquedad del muchacho, desprovista de malevolencia, y continuó bromeando—. Desde luego, no es una tragedia muy grande, pero preferiría tener tu edad.
—¿Para qué?
Contorneaba la Plaza y, en la noche, iluminado por la luz fluorescente, Castelar persistía eterno, inmarcesiblemente enlevitado, con los representantes del pueblo a sus pies. Pasó un tranvía casi vacío. Isabel esperó a llegar a la acera.
—Tienes razón. De nada me valdría volver a tener tus años. Sería molesto empezar todo otra vez.
—Bien, perdona.
—Pero ¿por qué?
—Tú tenías que despejarte dando un paseo, y yo me estoy poniendo rollo con mis preguntas estúpidas. ¿Tienes apetito?
—Ni lo más mínimo. Continúa con tus preguntas estúpidas, te lo ruego.
—¿Quieres que nos sentemos a beber algo?
—Sí; más adelante. ¿Qué te ha contado de mí Leopoldo? ¿Es una ingenuidad esperar que seas sincero?
—Que bebes demasiado. Que habías empezado a beber demasiado hace años, cuando él apenas te conocía. Cuando —aclaró la voz— terminaste con un novio, casi a punto de casarte. Y que eras muy guapa, muy inteligente, muy elegante. Pero, esencialmente, eso. Yo le pregunté y contestó que nadie sabe bien por qué deshiciste la boda. Prometió darme la versión verdadera de los hechos…
—Leopoldo siempre tiene la versión verdadera de los hechos —rió Isabel.
—… otro día.
Así oída, con la precipitada sinceridad de Gregorio, la historia no era más que un melodrama. Y, en la realidad, una vez extraída la constante amargura o la desesperanza o la incredulidad, o todo aquello que fuese consecuencia de la historia, ésta continuaba siendo un mal melodrama. Casi aburrido percatarse de que ella era la protagonista. Resultaba tan insólito en aquel instante, que era preciso remover la herida de la memoria y despertar, con el dolor, la conciencia.
—Posiblemente, la versión auténtica es mucho más sencilla que la de Leopoldo. Incompatibilidad invencible, descubierta a última hora. ¿Te parece bien aquí?
Se acomodaron en la terraza de un kiosco, a media ladera de la colina del Museo de Ciencias Naturales. Unos reflectores, instalados en la tierra, iluminaban el césped. Las sombras, las luces de la Avenida, los anuncios luminosos, encendían un complejo de duras aristas en la noche.
—Es un buen sitio éste.
—Me alegro que te guste.
Durante un largo tiempo permanecieron en silencio. Gregorio, hundido en el sillón de mimbres, fumaba. A su lado, Isabel bebía a cortos sorbos un cuba-libre y fijaba la mirada en las luces lejanas, en algún automóvil, en sus propias manos.
—Jacinto parece estupendo.
—Espera a conocer a Neca.
—¿Cómo es?
—Elegantísima. Tiene uno de esos tipos impresionantes, que arreglan cualquier cara. Y no es fea. Aunque tampoco guapa. Con encanto, ¿comprendes? Adora con delirio a su marido, a su hija y el jazz. No recuerdo que nada le haya sido difícil. Y, a pesar de ello, nadie le guarda rencor y es raro que alguien no la envidie. Sobre todo, las mujeres.
—Me gustaría conocerla. Allí, en Gijón, estaba muy solo. Sí, sí, ya sé que todos estamos solos. Pero vosotros os halláis unidos y podéis destruir vuestra soledad física. Aunque no sea más que la soledad física.
—¿Lo crees suficiente?
—El noventa por ciento de las tristezas se arreglan con un billete de mil, y el noventa por ciento de las soledades, yéndose a cualquier parte con alguien.
—Parece extraño, pero Leopoldo te ha influido.
Gregorio se alzó trabajosamente en el sillón, hasta unir la espalda al respaldo.
—A todos nos influye Leopoldo. Y todos le influimos a él.
—Quisiera que Leopoldo fuera muy feliz. Claro está, que estas cosas se las digo únicamente cuando me lleva a casa; y no siempre.
—Es lo que suele ocurrir. A ciertas horas de la noche se dicen esas cosas, de las que uno se avergüenza a la madrugada. Las declaraciones de amor y de amistad deberían de hacerse al levantarse de la cama —Isabel rió—. Todo sería más claro.
—Todo te será más claro con los años. Desgraciadamente.
—Eso espero —acercó la llama del mechero, en el cuenco de la mano, al cigarrillo de Isabel—. Y, desde luego, no representas esos terribles años, que dices tener.
Era halagador, que el mechero hubiese iluminado favorablemente la boca, el mentón y parte de las mejillas. Ella, en cambio, no había observado sus manos. Las miró. Gregorio apoyaba la barbilla en ellas y fruncía la frente. Sus cejas, muy espesas, se unían por encima de la nariz y una vena se hinchaba en su sien izquierda.
—Es verdad que no los represento. Pero, en cualquier momento, puedo dar el bajón. —Inesperadamente preguntó—: ¿Te gusta mi pelo?
Gregorio comenzó a hablar unos segundos antes de volver la mirada.
—Tiene un buen color.
—A casi todos los hombres les gusta.
—Y debe de ser suave —la mano fue calmosamente hacia ella—. Pensé, cuando me hablaba de ti Leopoldo, que tendrías un pelo muy negro y rebelde.
Los dedos acariciaron la nuca. Isabel supo dominar a tiempo un movimiento retráctil. La mano de Gregorio pasó como una brisa imperceptible casi, sin temblar. Le sonrió, mirándole a los ojos, pero él devolvió una mirada exenta de intimidad, distraída.
Regresaron andando hasta la Plaza de Colón, donde se despidieron hasta la mañana siguiente.
—No te molestes Gregorio. El autobús me deja en cinco minutos y tú, en cambio, para volver tendrías que coger un taxi. A las once y media, aquí. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Isabel.
Esperó la llegada del autobús y, luego, se dirigió a paso rápido a casa de Leopoldo.
Adela había salido al cine con unas amigas, según le dijo Felicidad, que estaba cosiendo cuando Gregorio llegó.
—Bueno, y ¿esa doncella?
—Mañana al mediodía vendrá a quedarse.
—¿Qué tal impresión le ha hecho?
—Ya veremos. Voy a ponerle la cena.
Gastó muchas palabras en convencer a Felicidad de que un vaso de leche le era suficiente.
—¿Cómo lo has pasado?
Leopoldo estaba sentado en la cama, con un atlas abierto sobre las piernas dobladas.
—Muy bien. Son muy agradables todos ellos.
Gregorio arrastró una butaca baja, sin brazos, y encendió un cigarrillo.
—He estado durmiendo hasta las doce. Me llamó Pedro y Felicidad le dijo que yo no estaba en casa. ¿Qué es lo que quiere?
—No lo sé. Me encargó te recordase que necesita verte.
—¿Qué te han parecido Jacinto, Julia, Isabel? Vamos, cuenta.
Gregorio clavó un codo en la cama. Tenía sueño, pero le alegraba encontrar despierto y curioso a Leopoldo.