Por el pasillo, cuando se dirigía al cuarto de baño, Gregorio se cruzó con Adela.
—Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted?
—Bien, bien. Y, ¿tú?
—Estupendamente.
—¿No extrañas la cama?
—Ni lo más mínimo.
—No os oí anoche. ¿Llegasteis muy tarde?
En el comedor, Felicidad arrastraba algo, posiblemente una silla.
—No muy tarde. Estuvimos en el cine.
—Ahora te pondrá el desayuno Felicidad.
Gregorio saludó a Felicidad, que estaba sacando al pasillo las sillas del comedor, y entró en el cuarto de baño. El zumbido de la máquina de afeitar le reinstaló definitivamente en su consciencia despierta. Resultaba difícil saber si la pregunta de Adela tenía una motivación moral. Tan difícil como averiguar hasta dónde llegaría, en un posible interrogatorio, la capacidad de silencio de Felicidad. El agua estaba fría y tonificaba ejecutar unas flexiones bajo la ducha. Mientras se secaba, entornó la ventana y contempló un trozo de cielo azul. Unas voces sonaban en el patio. Harían bien en ir al cine cualquier noche. Hacía semanas que no veía una película.
Se apoyó en el quicio de la puerta y, antes de preguntárselo, esperó a que Felicidad acabase de limpiar el polvo de las patas de la mesa y se irguiese:
—¿Dónde molesto menos a estas horas para desayunar?
—Válgame Dios; donde usted quiera, señorito. ¿Le parece bien en la sala?
Se sentó a una mesa pequeña, junto al balcón, y Felicidad se apresuró a traerle el periódico y la bandeja con el desayuno.
—¿Continúa usted sola?
—Esta tarde viene la nueva doncella. Veremos.
—La casa es grande. Necesita usted ayuda.
—Yo no estoy vieja —vertió café en la taza y le añadió leche—. Pero la señora es la que manda. Coma usted tostadas.
—Gracias, Felicidad.
Acabó de hojear el diario y terminó su tercera tostada. Las acacias de la calle estaban repletas. En la casa frontera había ropas a orear en las barandillas de los balcones. Gregorio encendió un cigarrillo lentamente, con una deliberada y minuciosa voluptuosidad. Casi le sobresaltó la presencia de Felicidad.
—Debía haber comido más tostadas.
—Es lo que debía haber hecho, estando tan buenas como están. Pero no tengo costumbre de desayunos así. Me van a poner a reventar en esta casa.
—Pues ahora le dejo que lea con tranquilidad el periódico y, dentro de media hora, ya tiene usted todo arreglado y habitación para elegir.
—Aquí me encuentro a gusto.
Felicidad había cogido ya la bandeja y Gregorio volvía a mirar por el balcón, cuando dijo:
—Ha dormido usted poco.
Inmediatamente Gregorio sonrió.
—Yo duermo poco.
La mujer le devolvió la sonrisa y dio unos pasos hacia la puerta.
—Hace usted mal. A su edad conviene dormir mucho.
A determinadas edades conviene dormir, en otras es conveniente no cenar demasiado, en época de exámenes es preciso no leer novelas. La vida, por cualquier parte, le ofrecía a uno aquellas saludables máximas de la sabiduría popular. La de la noche anterior —Lupita— había resultado también un arsenal viviente y parlante de sabiduría popular. Aplicada a analogías y diferencias entre el hombre y la mujer, consideraciones en torno al amor y categórica sentencia sobre la calaña moral del otro sexo —el de Gregorio. Gregorio recordó a Lupe, con su cofia amarilla y su uniforme a cuadros; necesariamente tenía que excitar la atención de todo el que se acercase a la barra. Sin duda alguna, la muchacha estaba comenzando a malearse. Tendría que vigilar sus impulsos, si no quería fracasar con ella. Oyó sonar el teléfono. Felicidad vino a interrumpirle los proyectos mentales.
—Es el señorito Pedro.
—¿Cómo?
—El señorito Pedro, que ha vuelto a llamar. Ya no sé qué decirle. Quiere hablar con usted.
—¿Conmigo? Pero si yo no le conozco.
—El señorito Pedro es simpatiquísimo. De los mejores amigos del señorito.
—Bueno —una vez en el teléfono, aspiró fuertemente del cigarrillo antes de hablar—. Dime.
Una voz muy matizada se apresuró a replicarle.
—Hola, ¿qué hay? Soy Pedro. Leopoldo te habrá hablado de mí.
—Sí, desde luego. Yo soy Gregorio. Me alegro conocerte, aunque sea por teléfono.
—Y yo a ti, hombre. Por lo visto, Leopoldo está durmiendo.
—¿Quieres que le despierte?
—No. Se acostaría tarde.
—Sí, nos acostamos algo tarde. Estuvimos por ahí, ¿sabes?
—Sí, claro. Le telefoneé.
—Aquí le dijeron que tú le andabas buscando, pero no pudo buscarte a ti, porque también le dijeron que una amiga vuestra… En fin, no sé si hago bien, pero creo que sois de la intimidad. Pues, que una amiga vuestra se encontraba en un apuro. Leopoldo tuvo que ir a recogerla.
—¿Isabel?
—Sí.
—¡Hombre, no sabía la de anoche! No te preocupes; yo también la he llevado a su casa tajada perdida. Bueno, mira, hazme el favor de decir a Leopoldo que me llame. Estaré en el Ministerio hasta las doce y media y en casa a partir de las dos.
—Hasta las doce y media en el Ministerio y desde las dos en tu casa. Yo se lo diré.
—Es que necesito hablar con él.
—Descuida que no se me olvida.
—Y a ver si esta noche vas por la cafetería.
—Desde luego. Tengo ganas de conoceros. Leopoldo me ha hablado mucho de vosotros.
—Pues nada, a quitarle a Leopoldo el título de benjamín de la panda. Porque tú eres más joven, ¿verdad?
—Sí, dos años más joven.
—Muchas gracias, Gregorio, y hasta luego.
Gregorio tragó saliva rápidamente.
—Hasta luego, Pedro. Un abrazo.
Felicidad le informaba de algo a Adela. Las sillas del comedor continuaban descolocadas. Al abrir unos centímetros la puerta del dormitorio, oyó el débil y continuo ronquido de Leopoldo. La habitación expelía un olor a aire estancado. Gregorio se retocó la corbata y consultó el reloj.
—¿Puedo hacerle algo en la calle, Adela? Voy a salir a dar un paseo.
—Muchas gracias, hijo. Anda y diviértete. Pero ¿aún no se ha levantado Leopoldo?
Subió a un autobús y se apeó en la Gran Vía. Las aceras estaban casi vacías. La cafetería se hallaba situada en una de las calles adyacentes. Como había temido, Lupita no estaba detrás de la barra. Le sirvió la ginebra una muchacha fea y taciturna. Gregorio fumó un cigarrillo y, con la última bocanada, bebió la copa de un trago. Paseó una media hora, deteniéndose en algunos escaparates, y tomó otro autobús.
En el piso —ya desde la escalera lo intuyó— todo seguía igual. Felicidad le informó acremente que Leopoldo continuaba durmiendo.
—Llámale, Felicidad. No son horas de estar en la cama —decretó Adela.
Gregorio prefirió asistir desde el despacho a las primeras diligencias del despertar de Leopoldo. Cuando le vio pasar en pijama, arrastrando los pies en las pantuflas y mascullándole respuestas a Adela, se fue detrás de él y, mientras se afeitaba, se sentó en el borde de la bañera.
—¿Tú no duermes?
—No necesito dormir mucho. Comprendo que te he reventado, levantándome a las nueve. Por el contraste.
—¿A las nueve? Y, ¿qué has podido hacer a las nueve?
—Desayunar —Leopoldo examinaba minuciosamente sus encías, con la nariz pegada al espejo—. Luego, me he ido a la cafetería de anoche.
—Y, ¿has visto a esa…? ¿Cómo se llama?
Gregorio alzó el tono para hacerse oír sobre el zumbido de la máquina de afeitar.
—Lupita. No, no la he visto. Debe de tener el turno de noche.
A Leopoldo la boca le sabía amarga. En el cuello le tiraba un músculo y le dolían las sienes de sueño.
—No estaba mal.
—Vaya… Te llamó Pedro.
—Eso me ha dicho Felicidad.
—Que le telefoneases hasta las doce y media al Ministerio, y a su casa a partir de las dos.
—¿Qué hora es?
—La una.
—Déjame.
Gregorio se sentó en una silla blanca, mientras Leopoldo se duchaba. Le tendió la toalla y, envuelto en ella, Leopoldo fue a vestirse. Felicidad le había servido ya el desayuno en el comedor. Gregorio se entretuvo con unas figurillas de marfil, que había en la vitrina.
—¿Quieres tomar algo?
—No, gracias. No como nada a media mañana. Hace un buen día.
—Calor, ¿no?
Leopoldo desayunaba apresuradamente, con los ojos fijos en la mesa. Con la boca aún llena, preguntó:
—¿Quieres ir a algún sitio determinado?
—Donde tú quieras.
—Larguémonos de aquí.
Adela hablaba por teléfono y Leopoldo le dio un beso en la mejilla; Gregorio se despidió con un gesto. Al cerrar la puerta, quedaron cortadas las recomendaciones de Felicidad respecto a la hora de la comida. En la calle el aire era caluroso.
—Tengo que ir a la Plaza de España.
—¿Te espero en alguna parte?
Leopoldo oteó la calzada desde la esquina.
—Si no te importa… Será mejor coger un taxi.
—Voy contigo y te aguardo en el bar del «Plaza».
—Se me olvidará llamar a Jovita. Estoy seguro que se me olvidará. Siempre se me olvida todo. Así no puedo seguir.
—Yo te lo recordaré.
Leopoldo recomendó al taxista que acelerase en lo posible. Sentado a su lado, Gregorio miraba por la ventanilla, distraído en la sucesión de las calles. Cuando giró la cabeza, Leopoldo descubrió que sonreía.
—Creo que me gustará vivir en Madrid.
—Dichoso tú, que aún no tienes agotada esta ciudad.
—Sí, realmente me gustará. A ti, ¿te aburre?
—Cuando no me desespera —la voz había perdido súbitamente, la cansada tonalidad del sueño—. Todos estamos muy vistos y no sabemos salir de un número fijo de sitios. Es angustioso. Terminaré yéndome a vivir al campo.
—¿Al campo? Pero el campo es una birria.
Por unos instantes, pareció meditar sobre aquello. En una tajante determinación, dictaminó:
—El campo es nuestra única salvación.
En la Plaza de España, Leopoldo pagó el taxi.
—Es inexplicable que prefieras un trozo de paisaje en crudo —levantó un brazo— a esto.
—Es un asunto enojoso, pero tardaré poco.
—Tarda cuanto quieras.
Gregorio corrió para aprovechar el paso de peatones abierto.
El ascensor era rápido y, un instante después de haber pulsado el timbre de la oficina de Jacinto, le abrió la secretaria. Jacinto estaba ocupado con alguien y Leopoldo se sentó, mientras la muchacha movía papeles en un archivador. Se sentía observada e imprimió una forzada diligencia a su trabajo. Hacía años que Jacinto estaba instalado en aquel apartamento, pero, cambiando de decoración y muebles con la frecuencia que Jacinto cambiaba, la oficina ofrecía casi siempre un aspecto nuevo. Leopoldo no recordaba si la chica era la misma de la última vez que él había ido allí. Quizá fuera otra, como las mesas y las sillas. Jacinto pertenecía a los que saben triunfar.
—Espero que acabe pronto don Jacinto —le animó la muchacha.
—Es lo mismo. Me gusta verla trabajar.
Ella le miró desconcertada e inmediatamente emitió una risita raspante.
—¡Oh!, ver trabajar es bonito.
—¿La ayudo?
—Gracias, no hace falta. ¿Es usted amigo de don Jacinto?
—Sí. ¿Me ha visto alguna vez por aquí?
La muchacha se sentó y cruzó las piernas.
—No, por aquí, no. Llevo sólo un mes con don Jacinto. Les he visto a ustedes en un bar de Serrano.
Ella iría allí con su novio o con algún amigo. En todo lugar de la ciudad en que uno trate de refugiarse, una secretaria cualquiera puede estar con su novio. Decididamente, convendría pasar unos días en el campo.
Jacinto acompañó hasta la puerta a un hombre de mediana edad y, después, rodeándole con un brazo los hombros, introdujo a Leopoldo en su despacho.
—¿Cómo está Neca?
—Muy bien. Vete un día a comer, antes de que se marche fuera.
—Iré. Verás, necesito dinero. Un poco de dinero. Unas miserables dos mil pesetas.
—¿Sólo dos mil?
—Sólo.
—¿Cómo se llama ella?
—Te equivocas, por desgracia. Todo consiste en un estúpido conglomerado de circunstancias adversas. Tengo la confianza suficiente contigo, para no ocultarte nada. Circunstancias adversas y caritativas.
Jacinto, que estaba abriendo uno de los cajones de la mesa, se asombró, divertido:
—¿Caritativas?
—En primer lugar, Isabel. Tú ya sabes lo que cuesta, también económicamente, llevarla a casa. Anoche sufría una contumacia especial.
—Pero, hombre, ¿qué me dices? Cuenta.
—Algo inenarrable. Una fortuna en bares, taxis y salas de fiesta. Tuve que pegarme con un tipo por ella. Prefiero olvidar.
Por uno de los dos ventanales, sobre la cabeza de Jacinto, veía el verde de los árboles de la Plaza de España.
—Te doy tres mil.
—Te aseguro…
—Por favor, Leopoldo, no seas chiquillo. Sigue contándome.
—El tipo salió de las sombras. Alguien siniestro. Estábamos en la Universitaria y yo me había descuidado un poco. Atacó a Isabel. Tuve que realizar un esfuerzo inaudito; ya sabes que no me gusta pegarme. Un día de estos me marcharé al campo.
—¿Cómo?
—Sí —se puso en pie y se guardó los billetes—. Me iré a la finca de Toledo. No puedo más.
Jacinto se levantó también y, rodeando la mesa, se colocó al lado de Leopoldo.
—Deberías descansar. Te agotas en Madrid. Por lo que cuentas y por lo que callas. ¿Ha venido de Gijón ese amigo tuyo?
—Anteayer. Ya le conocerás. Anoche nos acostamos tarde y el muchacho no tiene costumbre de dormir menos de nueve horas.
La mirada de Jacinto le escrutaba, piadosamente risueña. Era un buen amigo, Jacinto. Con sus trajes impecables y su oficina brillante y su importancia, pocos seres le conmovían como él. A Leopoldo, saberse admirado, le suscitó una viva egolatría voluptuosa. Con una mueca resignada, añadió:
—Me espera una temporada de niñera, hasta que el muchacho aprenda a desenvolverse. Pero…, vamos, él vale. Te dejo. Ya te devolveré las tres mil.
—No me hacen ninguna falta.
—Tú eres de los que han sabido triunfar.
—¿A qué viene eso?
—Ah…
La secretaria recogía unos papeles y llevaba el bolsillo colgado del antebrazo derecho. Leopoldo demoró su partida. Cuando ella salió, mientras Jacinto le hablaba de algo que él no escuchaba desde hacía unos instantes, dijo escuetamente:
—Quisiera vender la casa de la abuela.
—Pero estás idiota. No puedes concebir una idiotez mayor que vender esa casa. ¿Qué ha ocurrido?
Se sentó en el borde de la mesa, dejando balancear una pierna.
—Nada.
—¿Para qué necesitas el dinero?
—Para nada. Pero hay que acabar con ello.
—¿Con qué?
—Con eso. Con todo. Algún día me tendré que ir de este país, ¿no? No quiero convertirme en un provinciano, como Gregorio, ni ahogarme en esta pocilga de ambiente. No quiero. ¿Es buena época para vender?
—Pésima.
—¿Por qué?
—Porque es pésima. El dinero no vale nada.
—Le sacaría el doble de rendimiento a lo mío, si mi madre no fuese tan puritanamente intransigente, tan montaraz.
Jacinto comenzaba a desquiciarse. Se sentó junto a la mesa de la máquina de escribir y se estregó rápidamente las manos.
—Deja a tu madre que continúe administrando como hasta ahora.
—Pasarán diez años hasta que el Ministerio nos conceda el coche, por ejemplo.
—Y conseguirás un coche diez veces más barato. Con las rentas tienes más que de sobra. No pienses en vender.
—Necesito ir a Italia —gruñó Leopoldo.
—¿A Italia?
—A Italia. No me pidas que te explique los motivos, entre otras cosas, porque no los comprenderías.
—Yo te presto el dinero.
—No puedo estar toda mi vida cogiéndote dinero y devolviéndote dinero. Ahora, que soy mayor de edad, puedo vender esa casa, sin que mi madre intervenga. Y, además, tengo que ir a Italia. ¿Cuánto puede valer?
—Yo qué sé.
—Tú estás metido en cosas de éstas.
—¡En cosas de éstas…! —se levantó y fue hasta la puerta—. Yo me dedico a importaciones y exportaciones y no sé nada de fincas.
—Todos los que os dedicáis a importaciones y exportaciones —marcó las palabras con una breve risa—, sabéis de todo. ¿Un millón? Hay muchos americanos por allí. Ya sabes que es el barrio de los americanos.
—Más.
—¿Cuánto más?
—Bueno, anda, vámonos y tomamos algo juntos.
—No puedo. Tengo que ver a Jovita.
Le dio una palmada en el hombro a Jacinto. Este abrió la puerta. Bruscamente volvió a serenarse y sonrió a Leopoldo. No era más que un inteligente muchacho, intranquilo por exceso de vitalidad.
Leopoldo vio sonreír a Jacinto. Era bueno llevarse aquel dinero, despedirse de Jacinto, que Jacinto quedase pensando en él y hablase a Neca, durante la comida, de que él, Leopoldo, había estado a verle aquella mañana.
—Saludos a Neca.
—¿Vas esta noche por la cafetería?
En el otro despacho sonó el teléfono. Jacinto giró la cabeza.
—Con Gregorio. Anda, ya salgo yo.
—Espera, si quieres. Bueno, hasta luego.
Cerró la puerta y se apresuró a descolgar el auricular. Era Pedro, preguntando si sabía algo de Leopoldo. Jacinto volvió a salir al pasillo, lleno a aquellas horas, y llegó hasta el recodo. El ascensor subía y Jacinto regresó a su despacho.
—No le he encontrado. Pero, ya te digo, hace un momento estaba aquí.
—¿Sabes dónde iba?
—Le he oído algo de llamar a Jovita.
—Ah, ya. Parece cosa de brujas, ¿sabes? No logro comunicar con él.
—Esta noche os veis en el bar. ¿Y Julia?
—Bien. Estuvo de tiendas con tu mujer, me está diciendo.
—Dale recuerdos. Hasta la noche, ¿no?
—Gracias, Jacinto. Hasta luego.
Los papeles y las carpetas desordenaban la mesa. Estuvo inmóvil unos instantes, con el eco de la voz de Pedro imponiéndole una suerte de acuciante extrañeza. La luz era muy fuerte en los cristales y Jacinto bajó las persianas.