Al otro lado de la barra, Ventura cerró la caja registradora y se volvió para responder:
—Sí, ya he cenado. ¿Y tú?
Aún no hacía tres horas que Joaquín se marchó y ahora había regresado. Tres horas antes el bar estaba lleno y la mujer aquella se mantenía erguida en la silla del rincón.
—Yo también. No tengo sueño.
Joaquín se sentó en un taburete.
—Ahí la tienes a tu disposición —le dijo Ventura—. Puedes hasta desnudarla, sin que proteste.
—A mí no me gustan así. Nunca me han gustado borrachas —cruzó las manos sobre la barra—. Ponme algo.
—¿Café?
—No, algo fresco. Hace calor.
—¿Una caña?
—Estoy harto de cerveza. ¿Te queda horchata?
—Sí.
Cuando, alrededor de las nueve, llegó al bar de Ventura, la muchacha ya estaba allí, en el rincón junto al ventanal, con el paquete de cigarrillos y el mechero sobre la mesa, como ahora.
—¿Está fría?
—Helada. Tengo que cerrar y no sé qué hacer con ésa.
Excepto que ahora el mechero estaba en el suelo. Joaquín se acercó y lo puso en la mesa, cerca de los cabellos de la chica.
—Métela en un taxi.
—Ya que has vuelto, podrías ayudarme a despejarla.
—Para que me vomite el traje, ¿no?
—Descuida —rió Ventura—. Sólo le debe de quedar en el cuerpo el alma.
—¿Ha arrojado ya?
—Dos veces. Se ha levantado, ha ido ahí dentro, me ha emporcado el lavabo dos veces y se ha vuelto a su mesa.
—A seguir bebiendo.
—Sí, señor; a seguir bebiendo. ¿Sabes cuánto?
—¿Cuánto? —Se sentó de nuevo en el taburete.
—Seis copas de ginebra, tres gin-fizz y un cuba-libre. Desde las ocho de la tarde.
—Es una esponja la niña.
—Hace un rato roncaba.
—¿Roncaba? Y tú, ¿qué crees que será?
—¿Que será qué?
—Ella, hombre.
Ventura alzó los hombros. Joaquín vio bajo la mesa parte de las piernas, separadas, y un pie doblado, con el alto tacón del zapato paralelo al suelo. Ventura salió del mostrador, se aproximó a la mesa y puso una mano sobre la nuca de la mujer.
—Tiene miga la cosa. Se me ha olvidado su cara —Joaquín giró en el taburete.
—Está como un leño.
—¿La habías visto alguna vez por aquí?
—No. Es la primera vez que entra. Estoy seguro.
—Puede que sea una fulana.
La mano de Ventura oprimía el cuello de la mujer.
—No tiene pinta de fulana —opinó Ventura—. Parece una chica bien.
—¿Por qué?
—Si fuese una fulana, te habría hecho caso antes.
—Quizás estuviese enfadada —durante unos segundos, el ruido de un camión, que coronaba la pendiente de la avenida, colmó el bar—. O, a lo mejor, ha tenido un disgusto con su chulo y por eso se emborracha.
—Bueno, que haga lo que quiera. Yo, en cuanto recoja, la echo, aunque sea a patadas.
Joaquín se bajó lentamente del taburete. Una excitación extraña le hormigueaba las piernas. Con los puños apretados a los costados, dándole la espalda, Ventura estaba en el umbral de la puerta. Era ridículo haber vuelto al bar, debiendo abrir la tienda a las nueve de la mañana.
—Vaya un verano que se nos está echando encima —comentó Ventura.
—Sí.
A lo lejos, más allá de la oscuridad, brillaban las luces del Puente de Vallecas. Joaquín llegó a la mesa y puso la mano en la nuca de la mujer, como acababa de verle hacer a Ventura. La piel estaba húmeda, ajada. Percibió una especie de murmullo silbante.
—Oye, ¿no estará muerta?
Ventura dejó caer bruscamente los brazos a lo largo del cuerpo.
—No me fastidies, tú.
La risa se le atornilló a Joaquín en la garganta.
—Mírala —le sostuvo los hombros y apoyó la cabeza contra la pared—. Se me había olvidado cómo era.
La muchacha tenía la boca abierta y el cabello revuelto. El maquillaje descompuesto, caído a trozos el rojo de los labios, desfiguraba su expresión de sueño. Ventura acudió a asegurarla en la nueva postura, que le había obligado a tomar Joaquín.
—Ya no es una niña.
—Unos treinta.
—Más —Ventura se sentó en una silla y apoyó un codo en la mesa—. Las piernas las tiene muy ricas.
—Es posible que no sea una fulana —Joaquín se sentó al otro lado de la mesa, frente a Ventura—. No sé qué pensar. Yo, antes, creía distinguir a las mujeres. Pero se ha llevado uno cada chasco.
—Te comprendo.
La muchacha vaciló y ellos dos, a un mismo tiempo, se enderezaron. Suavemente, como escurriéndose, con los ojos ligeramente abiertos, cayó la cabeza entre los brazos cruzados sobre la mesa. La mujer emitió un gemido entrecortado.
—¿Estará despierta? —preguntó Ventura en un susurro.
—¡Oiga! —llamó Joaquín.
De la calle llegaban ruidos aislados.
—No, no parece —se respondió Ventura.
Joaquín tendió el paquete de «Camel» a Ventura y, después de encender los cigarrillos, dejó el mechero rozando los dedos de ella.
—Y mañana a las nueve tengo que abrir la tienda.
Ventura asintió, solidarizándose en la fatal relación entre aquel hecho y el estar velando el sueño intranquilo, erizado en una modorra de pequeños sobresaltos respiratorios y mínimos movimientos, de la muchacha.
—Bueno —Ventura dejó caer la punta del cigarrillo entre sus pies—, ¿no te acabas la horchata?
—¿Vas a echarla?
—A ver qué remedio. Tengo que cerrar. Y, además, que no me gusta tenerla ahí. Puede entrar alguien.
—Y a ti, ¿qué?
—Bastantes contemplaciones he tenido ya. —La mano derecha de Ventura sacudió el hombro de la durmiente—. Es inútil; cuando una mujer o una mula se paran, es inútil tratar de moverlas.
Ventura se puso en pie y se mordió el labio inferior.
—¿La has mirado el bolso?
—No.
—Pero ¿te ha pagado? .
—Sí. Le dije que me pagase, que íbamos a cerrar. Me pidió el cuba-libre, me pagó, se lo bebió y se quedó como un leño. Ahí la ves.
Los dos miraron la alargada cartera de piel azul al borde de una silla. Joaquín se levantó con una violencia decidida.
—Venga, ya, hombre —cogió la cartera y, después de abrirla, se la ofreció a Ventura—. Mira tú.
—¿Yo? —titubeó—. Maldita borracha.
Joaquín se acercó a examinar el registro de Ventura. La cartera contenía unos billetes arrugados, un llavero, un tubo de carmín, una polvera, dos pañuelos y una agenda. Entre las hojas de la agenda había una cartulina. Ventura la leyó despacio y se la entregó a Joaquín, sonriendo. Tenía el tamaño aproximado de una tarjeta de visita y, escrito a máquina: «En caso necesario, llame a este teléfono, pregunte por el señor Cantarlé y dígale que venga a recogerme al lugar donde me encuentre. No importa la hora. Gracias». En el reverso, a grandes trazos, estaban las seis cifras.
—Por lo visto —dijo Joaquín— la chica tiene costumbre de estas cosas.
Ventura pasó al otro lado del mostrador y sacó el teléfono de debajo de la barra. Joaquín se sentó en el taburete y bebió un sorbo de horchata, mientras Ventura hacía girar el disco.
—A cualquier hora… Valiente gente hay por ahí —cambió el tono de la voz y retiró la mirada de Joaquín—. Oiga, ¿vive ahí el señor Cantarlé?
—¿Es usted el señorito Pedro?
—No, no, señora. Yo llamo desde un bar. ¿Está el señor Cantarlé?
—No, señor.
—Oiga, señora, y ¿usted sabe cuándo llegará?
—Ay, no. ¿Conoce usted al señorito Pedro? Él también le está buscando. Creía que era usted.
—No, no soy ése —Ventura le hizo un gesto de resignación a Joaquín, que seguía expectante su monólogo—. ¿Podría usted coger un recado?
—Sí, señor.
—Mire, es de aquí, de un bar del Paseo de Ronda. Hay una señorita que está mareada. Ha bebido un poco más de la cuenta, ¿comprende?
—Dios mío.
—Y, bueno, en el bolsillo lleva una tarjeta, diciendo que se llame a ese número para que vengan a recogerla.
—El señorito Leopoldo no está. Pero yo se lo diré en cuanto llegue a casa. Descuide usted. Y ella, ¿cómo se encuentra?
—Bien, señora, no se preocupe. Que ha bebido un poco, pero no es nada. Ahora, que yo tengo que cerrar y no puedo estar aquí toda la noche.
—Lo comprendo, sí, señor, lo comprendo. El señorito Leopoldo no tardará seguramente. Dígame usted las señas.
—Paseo del Doctor Esquerdo, número 82. Cerca de Ibiza. No tiene pérdida.
—Paseo del Doctor Esquerdo, 82. Enseguida que pueda localizarle, irá. Y muchas gracias, señor.
—De nada. Adiós.
Ventura apoyó los codos sobre la barra y contempló a la mujer.
—Que no está el tipo ese, ¿no?
—Van a ver si le encuentran. La mujer parecía asustada. Debía de ser una criada o cosa así.
—Pues estamos listos —Ventura le miró—. Tú, sobre todo, que tienes que cerrar. Oye, ¿por qué no apagas las luces y echas medio cierre?
—Mejor será, tienes razón. ¿Quieres beber algo más?
—No. Toma, cóbrate la horchata.
La muchacha continuaba durmiendo. Joaquín le acarició la curva de la cabeza. Siempre le había gustado aquel tono rojizo, casi color paja quemada, en los cabellos de una mujer. Retiró la mano y se colocó bajo el dintel de la puerta. Oía a Ventura moverse de un lado para otro, abrir y cerrar la caja registradora, asegurar los grifos. Los dos rectángulos de luz —uno, a lo ancho, otro, a lo largo— sobre la acera, se apagaron y el reflejo del rojo y verde de las paredes desapareció. Detrás de él, en la oscuridad, estaban Ventura y la mujer. Instintivamente bajó el escalón de la entrada. Sintió moverse una puerta y, de inmediato, la presencia de Ventura. Se volvió sobre sí mismo.
—Toma.
—¿Qué es eso?
—Las vueltas, hombre.
—¡Ah! Trae que te ayude.
Bajaron el cierre y se sentaron en unas sillas plegables, de lona amarilla, que había sacado Ventura. Joaquín descansó la cabeza en la fachada. Frente a él, por encima del descampado, el cielo tenía un pálido azul de anochecer o amanecida. Bajó la vista hasta el seto, que separaba en el centro de la calzada las dos direcciones de la marcha, y oyó a Ventura encender un cigarrillo.
—Vaya una idea la tuya, pensar si estaría muerta.
—Ya. Son tonterías que se le ocurren a uno.
—Y, ¿qué hubiésemos hecho, si llega a estar muerta?
—Yo qué sé —replicó Joaquín—. Debe de ser difícil desprenderse de un cadáver.
—Con dinero, no creas. El dinero lo puede todo.
—Sí, ahí tienes razón.
El aire estaba quieto, cálido. Aún pasaban algunas personas y, de vez en vez, los camiones llenaban la avenida con el ruido de sus motores y las luces de los faros. Un gato se paseó frente a ellos y Joaquín le empujó con la puntera del zapato.
—Va a ser mal verano.
—Sí. ¿Has ido ya a la piscina?
—El otro día. Estaba un poco fría el agua.
Con el mandil abierto y el chuzo colgando, pasó el sereno, a media carrera.
—¿Qué, tomando el fresco? —saludó, llevándose una mano a la gorra.
—Buenas noches, Eusebio.
Joaquín le vio doblar la esquina. Más tarde, miró al cielo y descubrió que no había estrellas. La novia de Ventura era guapa, con una piel muy blanca y tirante, un poco gruesa. Desde hacía unos meses, sus padres estaban como esperando que él llevase una chica parecida a la novia de Ventura. Tendría sueño —lo sabía ya—, cuando, a las nueve, abriese la tienda.
—¿Quién será?
—¿Cuál? —se sorprendió Ventura.
—El tío ese al que has llamado.
—Vete a saber. A lo mejor, el marido.
Joaquín permaneció en silencio; luego, afirmó:
—No está casada. Por lo menos, no lleva anillo.
—¿Te has fijado? Pues, el padre o un hermano. La gente es muy rara.
—Está buena, ¿verdad?
—¿No dices que te repugnan borrachas?
—Hombre, sí, pero… ¿Seguirá durmiendo?
Ventura se arrellanó en el sillón y gruñó algo.
—Creo que voy a llamar otra vez. Nos va a tener la dichosa niña toda la noche de guardia. Vete a casa. Por mí, no estés.
—No tengo sueño.
De la oscuridad del descampado, al fondo del cual brillaban las luces del Puente Vallecas, llegó una ráfaga de viento. Olieron a carbón y los dos miraron hacia el puente del ferrocarril. Ventura bostezó. Con las manos cruzadas sobre el estómago, Joaquín experimentaba una laxitud especial, como después de un gran trabajo o un gran disgusto. Recordaba, con intermitencia, que la muchacha continuaba al otro lado del muro. De un momento a otro, miraría la hora en su reloj de pulsera. No obstante, allí se estaba bien y era preferible no moverse. Ventura acababa de encender otro cigarrillo.
Ventura se levantó. El taxi —que venía detrás de un camión— frenó frente a ellos. Dentro del automóvil se encendió una pequeña bombilla. Cuando la portezuela se abrió, Joaquín se puso de pie. Ventura estaba alzando el cierre y el cuerpo, que llegaba en línea recta, se desvió hacia Joaquín. Entonces, le vio el rostro. Era un muchacho de unos veinte años.
—¿Llamaron ustedes?
—Sí —dijo Joaquín—. Hay una señorita que no se encuentra bien —las luces del bar se encendieron—. Pase.
El muchacho fue hasta la barra y estrechó la mano de Ventura.
—Leopoldo Cantarlé.
Ventura, desconcertado, se presentó a su vez.
—Le llamamos a usted, porque llevaba sus señas en el bolsillo.
—Ya. ¿Dónde está?
Sonriendo, Ventura ladeó la cabeza en dirección al rincón del ventanal. La muchacha permanecía en una postura muy parecida a la que tenía cuando ellos dos salieron a la calle. Rapidísimamente, Leopoldo enfrentó el lugar señalado y comenzó a reír.
—Nunca aprenderá a emborracharse, la condenada. Llegará a vieja cualquier día de éstos y aún no sabrá emborracharse. Bien, veamos cómo transportarla.
Joaquín dio un paso atrás, para dejarle más libre el camino hacia la mesa, y se colocó junto a Ventura, detrás del muchacho.
—Ha bebido mucho —dijo Ventura.
—¿Ha vomitado?
—Sí, dos veces.
—¿Qué ha bebido?
—Al final, pidió un cuba-libre. Antes, sólo ginebra.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
Ventura se pasó la mano por la nuca.
—Desde las ocho. O, quizá, siete y media.
Más alto que ellos y mucho más delgado, parecía —ellos dos a su espalda— que fuese a emitir un diagnóstico u ordenar una medicación, después de considerar los datos que terminaban de darle. Joaquín avanzó hasta la mesa. Percibió que el muchacho le miraba fugazmente, pero mantuvo la mirada en ella, como si se tratase de un objeto extraño, no alarmante, que le excitara una serena curiosidad. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y dijo:
—Está dormida desde hace dos horas.
Leopoldo puso las manos en las mejillas de la mujer, embutiéndolas entre sus brazos cruzados, y llamó:
—Isabel.
Joaquín creyó oír a alguien en la puerta y miró a Ventura.
—Isabel; muchacha —las manos obligaron al rostro a separarse de los brazos, pinzando las mejillas con los dedos—. Hay que ir a casa.
Isabel abrió los ojos violentamente. En los pómulos quedaban las marcas de los pellizcos. De improviso, sonrió.
—Parece que se despierta —dijo Ventura.
—Escúchame, Isabel. Ya está bien por esta noche.
Asintió con unos movimientos de los párpados, sin dejar de sonreír, y trató inútilmente de levantarse de la silla. Reía a cortos sorbos, sin tregua. En las comisuras de la boca y de los ojos le temblaban unas arrugas. Leopoldo reía con ella, al tiempo que rodeó sus hombros.
—Vamos, ¡arriba! Espero que te hayas divertido.
—No mucho —la voz, algo metálica, tenía un tono quejumbroso—. Estoy muy bien, ¿sabes?
—Seguro.
—Como nunca me he sentido.
—Te creo, Isa. Pero en cualquier momento puede volver la náusea.
—Oh, Leopoldo, cállate —se tambaleó contra él.
—Por lo tanto, será conveniente que me obedezcas.
—¿Va a amanecer ya?
Leopoldo la condujo hasta la barra y, dejándola sentada en un taburete, se volvió a Ventura.
—¿Le ha pagado?
—Sí, señor. ¿Quiere usted que busque un taxi?
—No es necesario —abrió la cartera de Isabel y sacó un billete—. Apóyate fuerte, Isa.
Dejó el billete sobre la barra.
—Oiga… —dijo Ventura.
—Pásame el brazo por la cintura.
Al bajar el escalón, Isabel tropezó e hizo vacilar a Leopoldo. Joaquín acudió a sostenerles y tomó el brazo izquierdo de la muchacha.
—He dejado el coche por alguna de estas endemoniadas esquinas.
—Sé donde está, Isa. Procura no tambalearte demasiado y, sobre todo, no intentes correr o volar o cualquier otra acción etérea.
—Te obedezco, Leopoldo. Firme y recta por la senda del mundo. ¿Le peso mucho?
Joaquín se turbó y, al replicarle, su voz tenía una premiosa entonación aduladora:
—No se preocupe por mí y apóyese fuerte.
—Gracias. Dejé el coche por aquí.
Con la cabeza vuelta, vio a Ventura a la puerta del bar. Cerca de Ibiza se detuvieron y Leopoldo, mientras él sostenía el cuerpo de ella, buscó en el bolsillo de Isabel las llaves del automóvil.
—Ahora, Isa, procurarás darte un baño de viento. Y, sin dormirte. El sueño conduce a la náusea.
—Calla.
Era un «Seat» gris, con el interior tapizado en verde. Leopoldo encaró a Joaquín.
—¿Usted sabe conducir?
—Pues sí. Uno de éstos, sí.
—Andando.
—Pero es que no tengo aquí el permiso.
—Al menos lo tiene en alguna parte, ¿no?
—En mi casa.
—Ya vale más que yo. A mí me lo retienen en el Juzgado —ayudó a Isabel a colocarse en el asiento delantero y, dando la vuelta al coche, entró por la otra portezuela—. Venga, hombre, ¿qué espera? Me lo devolverán después del juicio. Maté a una vieja.
Joaquín puso el motor en marcha.
—¿Dónde vamos?
—Isabel, mantente en la ventanilla —Isabel continuó mascullando una canción—. Voy a dedicarte un par de horas, pero no más. Vivo pendiente de vosotros. ¡De todos vosotros! Pedro está llamándome desde las seis de la tarde, revolviendo medio mundo, y aún no hemos logrado hablar. Y, por otra parte, tengo que recoger a Gregorio antes de ir a la cama. Puede que algún día me sea permitido dedicarme a mis propios asuntos.
—¿Dónde quieren ir?
—¿Tienes gasolina?
El aliento de ella les llegó repentino y fugaz con su olor a alcohol.
—Depósito rebosante. Se colma, se derrama, un mar, petroleros negros en el depósito de mi coche. ¡Por mí, que dinamiten el Canal de Suez!
—En la ventanilla, Isa. Vaya por donde quiera.
El automóvil se puso en marcha. Paulatinamente, Isabel se despertaba y Leopoldo y ella mantenían una regocijada conversación, en un tono engolado de reticencias, de sobreentendidos, donde cada palabra podía desencadenar las carcajadas o una ristra de injurias. Joaquín, exasperado por el continuo parloteo, conducía por la avenida a una velocidad creciente. El coche, según el cuentakilómetros, sólo había rodado mil novecientos treinta y dos. Al llegar a la autopista, aminoró para preguntar qué dirección deseaban. Leopoldo luchaba, sujetaba o abrazaba a la muchacha, que reía inconteniblemente. Dobló a la izquierda. Una recta sucesión de luces verdes fue apareciendo hasta el cruce con la Castellana, donde hubo de frenar. En el brusco silencio oyó sus respiraciones y sus risas espaciadas. La señal cambió y comenzaron a subir la cuesta. Otra vez se apagaban los discos rojos, antes de alcanzarlos, como si los faros los transformasen o una invisible barrera cediese a su proximidad. La muchacha se abalanzó sobre Leopoldo. Percibió el agrio y picudo olor de su cuerpo, un raro aroma de aliento, alcohol y perfume.
—Pare.
El neumático rozó el bordillo de la acera.
—Vamos, Isa.
—Pero…
—¿Pretendes vomitar en los asientos?
Leopoldo la obligó a descender.
—¿Él se queda?
—¿Quiere tomar algo?
—Prefiero esperar aquí —dijo Joaquín.
Les vio cruzar la calle y entrar en un bar. A lo lejos, las luces fluorescentes convergían en una mezcla de destellos. En la patente leyó los apellidos y el domicilio de Isabel. Una vez más, la sangre le hormigueó las piernas. La pareja regresó pronto.
No habrían recorrido quinientos metros, cuando Leopoldo le mandó detener el automóvil. Joaquín les acompañó a una pequeña cafetería muy iluminada. Isabel bebió una taza de té, a fuerza de persuasión.
—¿Por qué no puedo tomar yo coñac y vosotros, sí? Eh, ¿por qué? Leopoldo, así no conseguirás que me ponga bien en toda la noche. Es un mal método. ¿Verdad, que es un mal método? ¿Cómo te llamas? —le puso una mano en el hombro.
Joaquín sonrió a Leopoldo. Brillaron unos reflejos en la superficie del coñac.
—Isa, un trago más y harás de nosotros lo que quieras.
Acabó de beber el té, sin quitar la mano del hombro de Joaquín.
—¿Cómo te llamas?
—Joaquín.
—Podríamos ir a bailar. ¿Qué os parece?
Leopoldo abrió el bolsillo de Isabel y preguntó a la mujer del mostrador:
—¿Cuánto le debo?
Mientras Leopoldo pagaba, Isabel enlazó a Joaquín y le llevó hasta la puerta. Cruzó la calle entre los dos y, al llegar al automóvil, entró por una portezuela para salir por la otra. Leopoldo la persiguió por la acera y, al fin, la introdujo en el coche:
—Vamos a la Universitaria.
Ella se dirigía ahora a él, como si el otro no estuviese presente, insistiendo en su deseo de ir a bailar.
—Estará todo cerrado —opinó Joaquín.
—De ninguna manera. Es que no quieres ir. Es eso. Te avergüenzas de entrar conmigo en una sala de fiestas. Si llego a imaginar lo aburrido que eres, no vienes.
—Es tarde. Mañana tengo que madrugar.
—¿Madrugar? —Isabel apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Qué tienes que hacer, Joaquín? Resulta delicioso madrugar. El verano pasado vi amanecer en Sangenjo. ¿Te he contado que vi amanecer en Sangenjo, Leopoldo? —La mejilla continuaba contra su brazo—. Dime qué es lo que tienes que hacer mañana, Joaquín. Te guardaré el secreto.
—Abrir la tienda a las nueve.
Isabel se dejó caer sobre el asiento, riendo, y, a su lado, el chico sonrió tenuemente. Circunvaló una plaza con un obelisco en el centro. Unas luces violetas iluminaban la carretera. Se desvió hacia la derecha. Los edificios encajonaban con sus sombras el paseo. Isabel no cesaba de hablar.
—Aquí mismo.
Descendieron los tres. Joaquín miró al horizonte, donde la claridad de la noche se ennegrecía. Con una herramienta del coche Leopoldo abrió una boca de riego, regulando la salida del agua.
—Anda, Isa.
—Pero yo no quiero lavarme.
—Óyeme, tienes que quitarte todo ese maquillaje y peinarte. No puedo perder más tiempo contigo. Además, no vas a entrar en tu casa así.
—Estarán todos dormidos.
—¡Vamos, no seas terca!
La muchacha se arrodilló en el bordillo de la acera. Leopoldo se alejó.
Con el pañuelo, que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta, le ayudó a secarse. La muchacha alisó sus cabellos con las manos y abrió los ojos. Joaquín apretó sus brazos sobre las caderas de Isabel. El rostro recién lavado le daba una expresión nueva y su aroma se hizo más penetrante.
—Isabel.
La mirada de ella estuvo sujeta a la suya durante unos segundos. Luego, intentó desasirse de su brazo, al tiempo que Leopoldo les separaba violentamente.
—¿Qué haces? ¿No comprendes que está borracha?
Ella subió al automóvil y se sentó al volante. Leopoldo permanecía junto a la portezuela, como esperando; cuando se colocó al lado de Isabel, el automóvil se puso en marcha. Joaquín corrió unos metros, en silencio.
Bebió un trago del agua, que manaba aún de la boca de riego. Era difícil saber lo que había sucedido, ahora que le parecía despertar. Estuvo sentado unos minutos en un banco de piedra. En el otro extremo de la ciudad, Ventura habría cerrado el bar. Los muchachos se rieron, cuando dijo que a las nueve tenía que abrir la tienda. Joaquín comenzó a caminar. Hacia el cruce de las carreteras vio las luces rojas de un automóvil, que ya no podía ser el de ella.