Con el chal a la cabeza, chal de rosas negras y coloradas, regalo del doctor Emiliano Guedes en un remoto tiempo de paz, de casa limpia y vida serena y mansa, allá va Tereza Batista por los callejones de Muricapeba. Vive en una casucha, con Mão de Fada, cerca de las otras, en la zona más pobre e infeliz del mundo, en el puterío más sórdido. Pero en la ocasión ninguna ejercía el oficio, no por vanidad ni porque estuvieran bien abastecidas, ni tampoco porque hubieran cerrado los burdeles por promesas; simplemente los hombres tenían recelo de tocarlas. Estaban convertidas en verdaderos pozos de viruela tan repletos que podían atravesar la epidemia incólumes al contagio, a pesar de que se enfrentaban a él permanentemente; en las casas de los enfermos, en el horror del lazareto, en el contacto con las llagas pustulentas, en la recogida de los muertos, en los entierros.
¿Cuántas sepulturas abrieron esas mujeres ocasionalmente ayudadas por algún solidario campesino? En la terrible lucha, la viruela mataba con tal rapidez y eficacia que no hubo tiempo ni manera de llevar tanto difunto hasta el cementerio. Para los más desposeídos, las putas cavaron pequeñas cuevas y ellas mismas enterraban los cuerpos. A veces los urubus aparecían antes y no dejaban más que los huesos para el funeral.
Dos se contagiaron, pero ninguna con la viruela negra, porque Tereza las había vacunado antes de iniciar las operaciones. Con erupción muy fuerte pero no mortal, Bolo Fofo tuvo que recogerse en la casa del doctorcito, ahora repleta de enfermos, lazareto de lujo en la sarcástica clasificación del boticario. Tereza iba por la mañana y por la tarde a cuidar a Maxi y a la gordinflona, reducida a piel y huesos; la carne se le había hecho pus. También Boa Bunda apareció febril, con brotes en todo el cuerpo, una erupción débil, ni siquiera se metió en cama, prosiguió de pie atendiendo a la gente de Muricapeba, donde la cosecha de muertos había batido el récord de la ciudad. Boa Bunda era una potencia de fuerza y energía, sin igual en el manejo de la pala para abrir hoyos.
Ninguna se murió, quedaron todas para contar la historia, pero tuvieron que irse de Buquim a ganarse la vida en otras comarcas porque allí ya no tenían clientes. Se habían vuelto inmundas para los hombres del lugar, además de seguir siendo putas. Y andan por ahí, por el mundo.
También Tereza Batista se fue de Buquim cuando terminó la epidemia, pero no porque le faltaran proposiciones; muy al contrario. Viéndola pasar por el centro de la ciudad, con el chal a la cabeza, siempre ocupada con los remedios y mejunjes, permanganato, sacos de estopa, un pico, enfermos y difuntos, él virtuoso Presidente de la Cámara Municipal, en el cargo de Alcalde hasta las próximas elecciones, dueño de una fazenda, un negocio y electores, con dinero en préstamos e hipotecas, hasta entonces jefe impoluto de una familia compuesta de esposa y cinco hijos, fue tocado por tanta gracia y hermosura desperdiciadas en tan torpe servicio y se dispuso a seguir el ejemplo de tanta buena gente y establecerse con una manceba, ya que, por lo demás, un Alcalde necesita tener representación: automóvil, talonario y concubina.
También fue candidato el coronel Simão Lamego, cliente habitual de los concubinatos, y se insinuó el turco Squeff establecido con bazar, un chivo en celo, y el farmacéutico, maestro en vidas ajenas, médico en las horas perdidas y sombrías.
¿Querida? Nunca más, antes puta de puerta abierta en la pudrición de Muricapeba, donde la epidemia no termina nunca sino que la viruela se transforma de negra en blanca, de madre en hija, y permanece como varicela benigna, enfermedad tonta del sertón, que deja ciegos a unos cuantos, fabrica ángeles, pues es óptima para matar niños, mientras que a los adultos sólo los ataca una que otra vez, por hábito, para no perder la costumbre y cumplir con su obligación.