—Se fue a pasar el week-end a la capital… —se reía burlón el farmacéutico Camilo Tesoura al comentar la partida del doctorcito, siguiendo su costumbre de deshacer la vida ajena en plena epidemia—. Ahora, el director del Puesto de Salud es Maxi das Negras y las enfermeras son las putas.
Hasta el farmacéutico terminó dándose las de Villadiego cuando Maximiano se le apareció con la cara picada por la viruela.
A pesar de su revacunación al iniciarse la epidemia, acabó por recibir su cuota. Entonces Tereza Batista asumió la jefatura exclusiva de la pelea; instaló a Maxi en la casa y la cama del doctorcito, que estaba deshabitada desde que Tereza se había ido a vivir con las muchachas a Muricapeba.
Bajo las órdenes de Tereza, fueron ellas quienes vacunaron a la mayor parte de los habitantes de la ciudad y parte de la población campesina. Como todas eran conocidas, porque allí vivían y allí ejercían, con relativa facilidad pudieron convencer a los remisos y a los obtusos. En el campo, Tereza Batista tuvo que enfrentarse con el coronel Simão Lamego, en cuya propiedad estaba prohibida la entrada de los vacunadores: detrás de la vacuna viene la viruela, decía el fazendeiro.
Sin hacer caso de la prohibición, Tereza entró en la propiedad sin pedir permiso, seguida por Maricota y Boa Bunda. Después de una acalorada discusión, terminó por vacunar al mismo coronel. No era hombre de golpear a una mujer, y la muchacha, hermosa como el diablo, no daba el brazo a torcer, resuelta a no marcharse sin antes vacunar al personal. El coronel ya había oído hablar de ella, se había enterado del caso del apestado que cargó a la espalda y llevó al lazareto y, al verla dispuesta a todo, enfrentándolo con la mayor tranquilidad como si no estuviese delante del coronel Lamego, comprendió que no era más que mezquina vanidad tanto temor comparado con el coraje de la cabocla. Moza, me ganó la partida, usted es el diablo.
Vacunar no fue nada, una dificultad aquí, otra allá, amenazas de golpes, insolencias, algunos incidentes; peleas de verdad o de irse a las manos, sólo tres o cuatro; no pasó de allí. Lo duro era cuidar a los enfermos en sus casas y en el lazareto; el farmacéutico hacía de médico, ellas realizaban todo el resto: aplicaban permanganato, y alcohol alcanforado, pinchaban las pústulas con espinas de naranjo, limpiaban el pus, cambiaban las hojas de bananero colocadas por debajo y encima de los cuerpos, en las camas, porque con sábanas no hubieran dado abasto; rompían las pieles tratando de que las ampollas se unieran unas a otras formando los canales típicos de la viruela de canudo. De todos los alrededores, fazendas y establos traían boñiga de buey y la ponían a secar al sol. Después la distribuían por las casas de los apestados para que la quemaran en las habitaciones, pues el humo limpiaba las miasmas de la viruela y las pestilencias del aire. En esa hora suprema la boñiga de buey era perfume y medicina.