V

Vio cosas asombrosas en esos días el pueblo de Buquim. Vio al director del Puesto de Salud, joven graduado, huir en tan desvergonzada fuga que hasta tomó un tren equivocado, haciendo el trayecto hacia Aracaju tomando por Bahia, expulsado de la ciudad por la viruela negra. La carrera del fugitivo, descrita por el farmacéutico con lujo de detalles en la informativa puerta de la botica, provocó risas en medio del llanto por los muertos. ¿Adónde va tan apurado, eh, doctorcito? Voy a Aracaju a traer vacunas. Pero ese tren viene de Aracaju y va para Bahia. Cualquier tren me sirve, cualquier camino, el tiempo urge. Pero las vacunas, doctorcito, las traigo yo, las tengo acá, un stock suficiente para vacunar de cabo a rabo al estado de Sergipe y todavía sobra. Pues que le hagan provecho, quédese también con los electores de Buquim y, si tiene dinero y capacidad para satisfacerla, quédese con la muchacha; es de rechupete.

El pueblo de Buquim vio cosas asombrosas en esos días de viruela de canudo. Vio a las putas de Muricapeba, singular y diminuto batallón, bajo el comando de Tereza Batista desparramándose por la ciudad y los campos aplicando vacunas. Boa Bunda, la del colosal trasero, la flaca Maricota, especial para los apreciadores del género esqueleto, muy de moda; Mão de Fada, apodada así en sus doncelleces por los enamorados, hasta que uno fue más allá de la mano y le hizo el favor; Bolo Fofo, gorda fofa, para los gustadores del género colchón de carne, que hay de todos los gustos; la vieja Gregória, con sus cincuenta años de trabajo, contemporánea del doctor Evaldo, pues los dos llegaron a Buquim en la misma fecha; la chiquilla Cabrita, con catorce años de edad y dos de oficio, una sonrisa arisca. Cuando Tereza las invitó, la vieja dijo que no, ¿quién iba a ser tan loco de meterse en medio de la viruela? Pero Cabrita dijo sí, yo voy. La discusión fue brava. ¿Qué vida iban a perder? ¿La vida de una puta en el sertón, muerta de hambre, qué mierda vale? Ni la viruela quiere vidas tan inútiles, hasta la muerte les abandona. ¿Todavía no se hartó de su miseria, Gregória? Fueron las seis y aprendieron a vacunar con Tereza, Maxi y el farmacéutico; aprendieron rápido, para las que trabajan de rameras todo aprendizaje es fácil. Recogieron boñiga en los corrales, lavaron la ropa apestada, lavaron con permanganato a los enfermos, pincharon pústulas, cavaron fosas, enterraron gente. Las putas, ellas solas.

El pueblo de Buquim vio cosas asombrosas en esos días de la viruela madre. Vio a los apestados andando por las calles y caminos, echados de las fazendas, buscando el lazareto, muriendo en los caminos. Vio escapar a la gente, que abandonaba las casas por el miedo al contagio, sin rumbo, sin destino; el arrabal de Muricapeba quedó casi desierto. Dos fugitivos fueron a pedir refugio al campo de Clodó, quien los recibió con la carabina en la mano, —lárguense, váyanse al infierno—. Insistieron, hubo balazos, uno se murió en seguida, el otro todavía duró un poco; Clodó no sabía que ya estaba apestado, él, la mujer, dos hijos y uno adoptivo; no quedó ninguno, todos fueron a parar a la barriga de la viruela.

El pueblo vio todavía, asombrado, a la citada Tereza Batista levantar en la calle a un apestado, y, con la ayuda de Gregória y de Cabrita, meterlo en un saco de estopa y cargárselo al hombro. Era Zacarias, pero ni la vieja ni la chiquilla reconocieron al frustrado cliente de aquella noche; había sido echado, junto con otros tres enfermos, de la propiedad del coronel Simão Lamego. El coronel no quería contaminación en sus tierras; que se fueran a morir a la puta que los parió y no allí, amenazando a los demás trabajadores y miembros de la ilustre familia. Cuando Zacarias y Tapioca cayeron con la viruela, el coronel estaba de viaje, por eso ahí se quedaron los dos; Tapioca se murió en seguida, no sin antes contagiar a tres. Con la llegada del patrón se terminó el dejar hacer, el capataz recibió terminantes órdenes y los cuatro enfermos, bajo la amenaza de un revólver, se arrastraron afuera de la casa. Tres se internaron monte adentro, buscando un lugar para morir en paz, pero Zacarias le tenía apego a la vida. Desnudo, las llagas en exposición, la cara hecha una sola pústula, viruela de canudo, visión del infierno, por donde pasaba, la gente le huía. Sin fuerzas se cayó en la plaza, frente a la iglesia.

Con el auxilio de las dos putas, pues ningún hombre de la localidad, ni siquiera Maxi das Negras, tuvo ánimo para tocar el cuerpo podrido del trabajador, Tereza cogió al hombre como un paquete y se lo puso a la espalda, cargándolo para el lazareto, donde ya estaban, habiendo ido por sus propios pies, dos mujeres y un muchacho campesino, además de otros cuatro procedentes de Muricapeba. Atravesando el saco, el pus chorreaba por la ropa de Tereza, se escurría por su cuerpo.