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Una sorpresa esperaba a Tereza al regresar ese atardecer de su debut como enfermera: encontró a Oto repleto de cachaça, con la boca floja y el hablar confuso. Después de la perspectiva del electorado y de la visita de un apestado al Puesto, el doctorcito se había escondido en su casa y se había vaciado una botella; como no tenía resistencia al alcohol y era de fácil borrachera, al ver entrar a Tereza tan animada, dispuesta a contar las peripecias de la vacunación, se apartó de ella gritando:

—¡No me toques, por favor! ¡Anda a lavarte primero con alcohol, todo el cuerpo!

Mientras ella se bañaba siguió bebiendo, no quiso comer y, encogido en su silla, rezongaba. Se mantuvo apartado de Tereza hasta que cayó vencido por la borrachera. Ella tuvo que acostarlo, vestido como estaba. Al día siguiente Tereza se marchó antes de que el doctorcito se despertara y ya no se hablaron casi. Nunca más la tocó él en los días en que todavía permaneció, luchando con la cachaça y el deseo y la vergüenza de escapar. Oto dormía solo, en un sofá, en la sala, a la espera de que Tereza se fuera, dejándolo solo, libre de su presencia acusadora. Acusadora, porque salía cada mañana muy temprano para ayudar al doctor Evaldo y a Maximiano, y volvía tarde por la noche, molida de cansancio, mientras él cada día pasaba menos tiempo en el Puesto de Salud, donde crecía el número de enfermos en busca de permanganato, de cafiaspirina, de alcohol alcanforado. Para el doctor el único remedio era la cachaça.

Cuando un día Tereza lo despertó sacudiéndolo para decirle que se había acabado el stock de vacunas y había que salir a atender a los enfermos, pues el doctor Evaldo ya no daba más, el doctorcito preparó un plan: iría a Aracaju con el pretexto de buscar vacunas; allí se enfermaría de gripe, cólicos, anemia, fiebre o cualquier otra molestia leve, y pediría un sustituto para la dirección del Puesto. Se había venido abajo, con la barba crecida, los ojos inyectados, la voz pastosa, perdida toda su delicadeza. Cuando Tereza le dijo, con cierta dureza, que dejara la botella, que saliera a la calle a cumplir con su deber de médico y, siguiendo el ejemplo del doctor Evaldo, visitara a los enfermos en sus casas y en el lazareto, le contestó a gritos:

—¡Lárgate de aquí, vete al infierno, puta asquerosa!

—De aquí no me voy. Tengo mucho que hacer.

Cansada como estaba, le dio la espalda y se fue a dormir, libre al menos del deseo del doctorcito, a quien los encantos de Tereza ya no tientan, borracho y cagado por el miedo a la viruela.

Cuando el doctor Evaldo flaqueó, por culpa del corazón, no del coraje, reclamando en el momento de morir más vacunas, el joven médico no esperó el entierro del colega, salió en busca de socorro —voy a traer vacunas, voy y vuelvo en seguida, voy corriendo, voy—. Sin malêtas, a escondidas, apenas apareció el tren se largó a la estación con rumbo a Bahia. El tren para Aracaju iba a pasar dentro de cuatro horas, no estaba loco para quedarse esperándolo, para quedarse un minuto más en aquella tierra fatal con una mujer enloquecida y desgraciada; ojalá que la viruela se la comiera entera.