Tarde llegó el farmacéutico con el mensaje de la Dirección de Salud de Sergipe. El doctorcito no esperó el entierro del doctor Evaldo; él y Camilo Tesoura se cruzaron en la estación. Pensó con sensatez y se fue lejos, pasajero de un tren de carga de las cinco de la mañana después de la noche del juicio final cuando Zacarias exhibió en el Puesto su cara llena de manchas. Pensándolo bien, pensando cada hecho, todo fue culpa de la desgraciada mujer, qué diablos tenía que salir a vacunar al pueblo, a cuidar a los apestados, mujer más absurda que esa Tereza no había visto. Por más hermosa que fuera y por más ajustada que tenga la hendidura, era incapaz de reflexionar, de entender, de apreciar las bondades de la vida. Joven y con el futuro garantizado, él, el doctor Oto Espinheira, se encuentra ante la amenaza de ver convertido su atrayente rostro de bebé, tan disputado por las hembras, en una terrorífica máscara, si es que no va a perder la vida.
Vocación y familia de políticos, había ido a esas tierras para conseguir un mandato que le permitiera cambiar esa región de viruela y pobreza por las tierras del sur, ricas, higiénicas, con fiestas, jardines, teatros, luces, modernísimas boites, reuniones de categoría internacional; ¿no va a haber allí mujeres más lindas y sabrosas que Tereza Batista? ¿Mujeres? No, ésa no es mujer, es un espíritu, es la reina de las viruelas. Además, encerrado en su casa, lavándose las manos con alcohol cada dos o tres minutos, lleno de miedo, lavándose el pecho con tragos de cachaça, fumando sin descanso, con unas continuas ganas de orinar, examinándose en el espejo en busca de manchas, ¡ah! en ese escaso tiempo de terror el doctorcito perdió su barniz de educación, su ambición política, el respeto humano y el tesón, ya no lo tientan los electores, los votos de Buquim, ni los encantos de Tereza, ni el esplendor de su cuerpo, ni su plácida presencia.
Cuando tomando el plan como propio, durante la conversación siguiente a la deserción de Juraci, Tereza salió a la calle a vacunar, el doctorcito se quedó lelo; había contado la insolencia de la enfermera para conseguir de Tereza una insinuación para la fuga, una invitación a la partida, un consejo, un comentario, una palabra. En lugar de darle el pretexto que buscaba, la imbécil se metía a hermana de caridad. Le obligaba a ir al Puesto en lugar de la estación.
En el Puesto había recibido la visita del presidente de la Cámara Municipal, en ejercicio de la Prefectura, que requería informaciones sobre las medidas tomadas por el director, y también para conversar. Comerciante y fazendeiro, jefe político, amigo de la familia del doctorcito, Oto había venido recomendado a él. Le habló francamente: un político, un doctor joven, debe actuar políticamente incluso en medio de los cataclismos, y la viruela es el peor. Amenaza de muerte para la población del municipio, pavorosa plaga; sin embargo con su lado positivo para el candidato a una rápida carrera política, sobre todo tratándose de un médico y encima del director del Puesto de Salud. Debía asumir el comando de la batalla, ponerse al frente de los funcionarios o de quien fuera, sutil referencia al hecho de que se hubiera visto a la manceba del doctor por la calle, vacunando, para descalabrar a la viruela negra y liberar al municipio de ese monstruo sin piedad. Mejor oportunidad no podía pedir, querido, para ganarse la gratitud y los votos de la población de Buquim. El pueblo es buen pagador y adora a los médicos capaces y entusiastas, basta ver el prestigio del doctor Evaldo Mascarenhas que no fue alcalde ni diputado estatal porque era indiferente a los cargos y las posiciones políticas. Pero si el doctor Oto Espinheira tomaba al toro por las astas, con el prestigio que le venía de familia y la viruela expulsada de la ciudad, podría tener en Buquim una base política indestructible, ramificada por los municipios vecinos, donde también llegarían, con seguridad, la viruela y la fama del doctor; para algo debe servir la epidemia, amigo mío.
Agradézcale a Dios, la oportunidad que le está dando, doctor, y aprovéchela, échese a la lucha, visite a los apestados y cuídelos, atienda a los ricos y a los pobres, haga de su casa un lazareto. Si lo agarra la viruela, no se preocupe, estando vacunado difícilmente morirá; unos días de fiebre, la cara adornada con picaduras, para el electorado no hay mejor garantía, un médico con la cara marcada por la viruela es ya candidato electo. Existe algún peligro, claro, ya sucedió que la viruela se llevara al médico con vacuna y todo, pero quien no planta no recoge, doctorcito, y al final, la vida sólo vale para quien se la juega a cada instante. Tras haber aconsejado así a su discípulo, se despidió. En la calle, la manceba del doctor estaba vacunando a la puerta de una casa. Hermosa basta lo increíble, sobre todo para un hombre virtuoso como él, temeroso de Dios y casado, como si no bastase la viruela.