Teniendo como oficio el de artista de cabaret, amante, prostituta, accidentalmente maestra de primeras letras de niños y adultos, profesional de peleas y líos para los policías de tres Estados de la Federación, en pocos días Tereza Batista hizo el curso completo de enfermera con el doctor Evaldo Mascarenhas y con Maxi das Negras, pues era una criatura de inteligencia rápida; ya lo decía doña Mercedes Lima, su maestra de primeras letras.
No sólo aprendió a lavar a los apestados, a pasar el permanganato y el alcohol alcanforado por las ampollas y aplicar vacunas; también supo convencer a los más recalcitrantes, temerosos de agarrar el mal en el acto de inoculación. Realmente, podía suceder, y más de una vez sucedió, que al aplicarse la vacuna a personas predispuestas, se provocara una reacción violenta, fiebre y manchas, ampollas, brote benigno de la enfermedad, una tímida varicela. Maxi, impaciente, quería resolver las cosas brutalmente, vacunar a la fuerza, creando conflictos, dificultando la ejecución de la tarea. Paciente y risueña, Tereza explicaba, exhibía las cicatrices de sus propias vacunas en el brazo moreno, se inoculaba nuevamente para demostrar la ausencia de riesgo. Todo iba muy bien, los pobres iban a colocarse frente al puesto a la espera de los vacunadores, cuando el stock se terminó. Nuevo telegrama a Aracaju pidiendo una remesa con urgencia.
Preocupado con el contagio cada día más extenso, el doctor Evaldo había obtenido en el comercio oferta de algunos colchones para el lazareto donde se aislarían los enfermos que no podían tratarse en sus casas, los de mayor peligro en la propagación del virus. Pero antes de colocar los colchones había que limpiar la rudimentaria construcción escondida en el monte, lejos de la ciudad, como si les diera vergüenza a los habitantes.
Junto con Maxi das Negras, cada uno cargando con desinfectante y agua en latas de kerosene, Tereza Batista entró por el camino prohibido; el matorral había crecido y Maxi debía dejar las latas para abrir la picada con la ayuda de una daga grande. Hacía más de un año que el lazareto estaba vacío.
Los últimos que lo habitaron fueron dos leprosos, una pareja quizás marido y mujer. Juntos aparecían los sábados en la feria y pedían limosna, puñados de harina y de alubias raíces de aipim y de inhame, batatas, algunas monedas que les tiraban al suelo, cada vez más comidos por la enfermedad, agujeros en lugar de boca y nariz, muñones en lugar de brazos, los pies anudados. Debían de haber muerto juntos o con alguna pequeña diferencia de tiempo, pues dejaron de aparecer por la feria el mismo sábado. Como nadie se interesó ni se atrevió a ir hasta el lazareto a recoger los cuerpos y enterrarlos, los urubus se dieron un banquete con los restos, un magro banquete, dejando sobre el piso de cemento los huesos, limpios de lepra.
Maxi das Negras miraba con asombro y con respeto a la cabocla bonita, amante del médico, sin necesidad de hacer lo que hacía, sin obligaciones de ninguna clase, las faldas arremangadas, los pies descalzos, lavando el piso de cemento del lazareto, juntando los huesos de los leprosos, cavándoles sepultura. Mientras la funcionaria Nometoques se había ido, había abandonado el Puesto de Salud, indiferente a las obligaciones y sus consecuencias —que me echen, no me importa, yo no voy a morir aquí—, la muchacha, sin salario, sin tener por qué, iba de casa en casa, incansable, sin horario y sin miedo, lavando enfermos, pasando permanganato por las ampollas, pinchándolas con espinas de naranjo cuando crecían en pústulas color de vino, trayendo de los corrales boñiga de buey para quemarla en el interior de las casas. El mismo Maximiano, habituado a la miseria del sertón, perito en males y desgracias del pueblo, curtido y encallecido, sin parientes ni adherentes, dueño de su vida y de su muerte, contratado para ese empleo, mal pagado aunque pagado cada fin de mes, en más de una ocasión en esos días había pensado largarlo todo y, lo mismo que la enfermera Juraci, dar su grito de independencia; ¿piernas para qué os quiero?
No conociendo de Tereza nada más que su hermosura y su condición de amante del director del Puesto, mayor se le volvía el respeto y el asombro. Cuando salió por primera vez con ella a vacunar, sin entender el motivo por el que la amiga del doctorcito sustituía a la enfermera fugitiva, en el clima de epidemia que subvierte el orden social y confunde las clases, Maxi das Negras elaboró proyectos y osadías: al lado de Tereza en un trabajo tan repugnante, en medio del peligro del miedo, teniendo que sostenerle el ánimo, habiendo ocasión y con la ayuda de Dios, con la cabocla podría ponerle una buena ornamentación al director del puesto, ese inútil doctorcito, unos benditos cuernos sanitarios ¡delicioso pensamiento!
Después desistió sin siquiera intentarlo; ánimo y coraje le tenía que dar la mujercita a él. Si Maxi no se escapó siguiendo los pasos de la enfermera, se debió a Tereza. Tuvo vergüenza de abandonar el servicio, él, un hombre fuerte y pagado para ejecutarlo, cuando, sin remuneración, una frágil criatura mantenía la cabeza erguida, firme, sin una queja, dando órdenes, tanto en las casas, como a él, Maxi das Negras, al empavorecido doctorcito, y al viejo doctor Evaldo, comandando al pueblo entero. ¿Dónde se vio una cosa igual?
Cuando por fin llegaron las vacunas, traídas por el farmacéutico Camilo Tesoura que, estando en Aracaju, tuvo noticias de la epidemia y de motu propio se presentó en la Dirección de Salud donde le entregaron la encomienda y le prometieron refuerzo de personal en breve: dígale al doctor Oto que estamos buscando gente en la ciudad que sea competente, pero no es fácil encontrar gente dispuesta a arriesgar su vida por salarios de miseria; entonces Maxi das Negras dijo:
—Qué pena que no haya más gente como usted, señora. Si hubiera tres o cuatro le ganábamos a la maldita.
Tereza Batista levantó la cabeza, las señales de fatiga le marcaban surcos en los ojos y los labios, le sonrió al mulato rudo y grosero pero bien dispuesto, y, con un fulgor de cobre, con un relámpago, desapareció de sus ojos el cansancio:
—Yo sé dónde ir a buscar esa gente.