¿Quién puede honrar a los muertos con decencia, dígame, amigo, cuando se tiene miedo de morir también, cuando se observan las manos a cada instante y la cara en el espejo para ver si llegó la fatal comunicación de las primeras ampollas?
Un velorio exige calma, dedicación, orden y un difunto presentable. Hay que organizar una guardia animada y cuidadosa, a la altura del respeto por el muerto; no es trabajo que pueda hacerse de prisa, frente al fantasma de la viruela y con el difunto podrido.
Al comienzo de una epidemia todavía es posible invitar a los amigos, hacer comida, abrir botellas de cachaça. Pero con el correr del contagio y de los entierros nadie tiene ya ganas, falta tiempo y animación, nadie tiene ganas de conversar, no se oyen palabras de elogio para el muerto; entregados al desánimo, los parientes no tienen fuerza para aquellas veladas tan recordadas, con llantos y risas sueltos, charlas, hasta en las casas pobres, porque en esas horas decisivas todos hacen un esfuerzo, se reúnen con lo que pueden para honrar al que murió y demostrarle su estima. Con la epidemia, y encima de viruela, ¡es imposible!
¿Cómo va a haber gente para velorios a granel, de a dos y tres por noche en la misma calle? No se puede retener por horas el cadáver porque se pudre y hay que librarse enseguida del cuerpo infectado; ésas son las ocasiones en que el contagio es peor. Después viene el entierro cuando nadie tiene ni tiempo ni voluntad para ir hasta el cementerio, y los finados se contentan con pozos hechos en el barro de los caminos, donde quede más cerca.
Cuando se está envuelto en peste y miedo, ya se hace mucho quemando boñiga, lavando pus, rompiendo las ampollas una a una, rezándole a Dios. ¿Cómo van a cuidar todavía de los velorios, dígame, camarada?