La primera en escapar fue la funcionaría Juraci, enfermera de segunda clase de la Dirección Estatal de Salud Pública. Empezó atendiendo la sala de espera de un consultorio médico, sin curso, sin diploma, sin práctica, pero como hija de un puntero electoral del gobierno anterior, fue nombrada; cuando el gobierno anterior se transformó en oposición, el nuevo, en represalia, la trasladó a ese lugar perdido del mundo que es Buquim. No tenía estómago para soportar hedores y pudriciones; en plazo de días la ciudad se había podrido.
En la segunda noche se contaron siete apestados comprobados, doce al amanecer, y al quinto día subió a veintisiete el número de los caídos. De ahí en adelante fueron creciendo la estadística y el pus. Las casas se conocían por las ventanas tapadas con papel colorado para impedir la claridad en las habitaciones, porque, con la luz del día, la viruela deja ciegas a sus víctimas antes de matarlas. Por las rendijas salía el humo de la boñiga de buey, que se encendía para limpiar las exhalaciones de la peste.
Las beatas rezan día y noche en la iglesia Matriz donde velaron a la esposa legítima del sacristán, finalmente libre para vivir en paz con su amante, si es que la viruela no se los llevaba también a ellos dos. Las beatas le pedían a Dios el fin de la plaga, enviada en castigo de los pecados de los hombres, todos lujuriosos y depravados, todos condenados, empezando por el doctor del Puesto de Salud, con una amante permanente. Desde su excelente punto de observación vieron a Juraci cargando sus maletas y con sombrilla, protestando mientras iba a tomar el tren; échenme si quieren pero no me quedo ni un minuto más, arriesgando la vida; si el doctor quiere vacunar que vaya él y que lleve a esa vagabunda de ayudante.
Al día siguiente de la triste noche de la constatación de los primeros casos, la enfermera y Maxi habían ido al Grupo Escolar llevando la caja de vacunas. Las maestras pusieron a los niños en fila; faltaban tres alumnos y las noticias eran malas. Al principio las madres pensaron en sarampión y en erupciones; ahora ya no había dudas sobre la calidad de las ampollas color de vino. La noticia circula por la ciudad con los detalles y los enfermos aumentados. Con lo que sobró de las vacunas, los dos funcionarios fueron a la calle principal a vacunar a las familias ricas.
No esperó la enfermera Juraci el momento de ir hacia los pobres y los callejones, asustada, según contó, pues en la casa del sirio Squeff comerciante de fuste, se encontró con un apestado en plena erupción. Tres casas más adelante, lo mismo. Échenme, no me importa, no voy a morirme aquí, comida por la viruela. Tome la caja de las vacunas, doctorcito, désela a la vagabunda, ella que tiene el pus de la vida que vaya a buscar el pus de la muerte, y no yo, una doncella virtuosa y con novio.
Reducido a la mitad el personal del Puesto con la deserción de la enfermera, el doctor Oto miró al cielo: ¿y ahora qué? Nuevo telegrama a Aracaju pidiendo auxiliares capacitados y dispuestos, que viajen en el primer tren. En casa, lavándose las manos con alcohol, encendiendo y apagando cigarrillos, lleno de miedo, se entrega al desánimo, no había nacido para eso. Se sincera con Tereza; hasta que la repartición de Aracaju resolviera mandar auxiliares, ¿quién podrá ayudar a la vacunación? Necesitaba de cuatro a cinco equipos apenas llegaran las vacunas pedidas. Por ahora iban tirando con Maximiano y la enfermera, pero sin Juraci ¿qué hacer? El director del Puesto de Salud no puede salir por las calles vacunando como un empleado, ya es mucho pedirle que se quede en el Puesto por la mañana y por la tarde, dando explicaciones, consejos, examinando a los sospechosos, constatando nuevos casos; ¡ah! esas pústulas, Tereza, ¡qué cosa tan horrible!
Tereza lo escucha en silencio, grave y atenta. Sabe que el doctor tiene miedo, que está muerto de miedo, esperando sólo una insinuación para seguir el ejemplo de la enfermera. Si ella dijera, vámonos de aquí, ¿por qué morir tan jóvenes, mi amor?, el doctorcito tendría un pretexto para escapar: yo te arrastré conmigo, te voy a sacar de aquí, tenemos que defender nuestro amor. Ni amor, ni amistad, ni placer en la cama.
Andando de un lado para otro, el doctor Oto Espinheira cada vez más nervioso y angustiado:
—¿Sabes qué me dijo, la hija de puta, cuando le recriminé el abandono de la vacunación? Que recurriera a ti, imagínate…
La voz firme y casi alegre de Tereza.
—Yo voy…
—¿Qué? ¿Tú qué?
—Voy a ir a vacunar. Basta con que me enseñes.
—Estás loca. No voy a dejarte.
—No te pregunto si me dejas o no. ¿Acaso no es necesario?
Desde la iglesia Matriz las beatas la vieron pasar, en compañía de Maxi das Negras, con el material de vacunación. Levantaron las cabezas para ver mejor sin abandonar la letanía. Las oraciones sólo llegan al techo de la iglesia, no alcanzan los cielos ni los oídos de Dios, no tienen las viejas devotas de Buquim tanta fuerza como para clamar en la desesperación. ¿Adónde irá la amiga del doctorcito con la maletita del Puesto?
Cuando enterraron a la esposa, la legítima, del sacristán, tocaron las campanas. Más fuerte, señor Vicario, mande que suenen con violencia, toque a rebato con las dos campanas a la vez, para anunciarles a las autoridades y a Dios la plaga de viruela negra que está devastando la ciudad de Buquim. Con toda su fuerza, señor Vicario, toque, toque las campanas.