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En medio del llanto sordo de una mujer de cabeza encanecida, Aurinha Pinto, colocada sobre una mesa en la sala vaciada de otros muebles, duerme su último sueño; embarcó en el primer viaje de la fiebre sin esperar el resto y ni siquiera así puede descansar su maltratada osamenta.

Silenciosos, el doctor Evaldo, el doctorcito del Puesto de Salud y la enfermera Juraci, contemplan el cadáver de la anciana.

—Murió de viruela, es la epidemia… —declara en un susurro el doctor Evaldo y de nada le valen la edad y la experiencia; se estremece y cierra los ojos para no ver.

Ni muriendo en seguida obtuvo reposo para su fatigado cuerpo Aurinha Pinto; el mal prosigue en ella, y se extingue lentamente, los brotes crecen en ampollas, las ampollas en llagas, la piel se rompe, se abre soltando un aceite negro y fétido, viruela inmunda e infame, no puede dejar a la muerta en paz.

La enfermera Juraci, de estómago delicado, vomita en la sala.