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Medicina si se aprende es en la práctica, afirmaba el profesor Heleno Marques, de la Cátedra de Higiene de la Facultad de Medicina de Bahia, al introducir el tema de las epidemias que arrasan al sertón. En la alta noche, en el Puesto de Salud de Buquim, con un sudor frío en la frente y el corazón encogido, el doctor Oto Espinheira, médico de reciente graduación, se esfuerza por aprender en la práctica lo que no había aprendido en la teoría; en la práctica era todavía más difícil, repugnante y daba miedo. Evidentemente se trataba de una varicela en su forma más virulenta, varicela mayor, negra al decir de la gente; para saberlo no se necesitaba haber cursado seis años de facultad, bastaba con mirar la cara del hombre, sus ojos asombrados y su voz asustada:

—Dígame, doctor, ¿es viruela negra?

¿Un caso aislado es el comienzo de una epidemia? El doctorcito enciende otro cigarrillo, ¿cuántos van desde que Tereza le transmitió la noticia? Las colillas se amontonan en el suelo. ¿Por qué diablos había aceptado venir a Buquim, buscando una promoción, una base electoral? Bien que le había dicho Bruno, un hombre con experiencia, no hay promesa alguna que me saque de Aracaju, el interior está lleno de enfermedades y de aburrimiento, hasta de muerte, créame Oto. Había combatido el aburrimiento trayendo a Tereza, pero ¿cómo combatir la viruela? Tira el cigarrillo, lo aplasta con el pie. Vuelve a lavarse las manos con alcohol.

Pasos arrastrados por la calle, una mano trémula sobre el picaporte, entra en la sala del Puesto el doctor Evaldo Mascarenhas, torpón, lleva una maleta gastada por los años, busca con su pobre vista al joven director, al fin lo localiza:

—Como vi la luz encendida, mi querido colega, entré para avisarle que Rogério, Rogério Caldas, nuestro alcalde, está en las últimas, tiene viruela, un caso muy grave, abrigo pocas esperanzas. Lo peor es que no es el único, también Licia, ¿sabe quién es? La mujer del sacristán, la esposa, porque la amante se llama Tuca. También está al borde de la muerte con la viruela, Dios quiera que no sea una epidemia. Pero veo que el colega está informado porque sino no estaría con el Puesto abierto a esta hora; seguramente va a tomar las medidas que el caso exige, empezando, naturalmente, por vacunar a toda la población.

¿Toda la población, cuántos miles de personas? ¿Tres, cuatro, cinco mil contando la ciudad y los campos de alrededor? ¿Qué stock de vacunas hay en el Puesto? ¿Dónde las guardan? Lo que es él, el doctor Oto Espinheira, director del Puesto de Salud, nunca había puesto sus ojos en ningún tubo, nunca jamás tampoco había preguntado por el stock. Pero, incluso con una gran cantidad de vacunas, ¿quién las aplicaría? Enciende otro cigarrillo, se pasa la mano por la frente, un sudor frío. Porquería de vida, pudiendo estar en Aracaju, caliente y tranquilo con una muchacha, con la misma Tereza de hendidura tan estrecha o cualquier otra de buenas cualidades, encontrarse ahí, en la tierra de la viruela, muerto de miedo. La viruela cuando no mata desfigura. Se imagina con la cara comida de cicatrices, su morena cara de muñeco, su atractivo principal para las mujeres, perdido, desfigurado, irreconocible ¡Dios mío! O muerto, comido por el pus.

El doctor Evaldo Mascarenhas anda por la sala con sus pasos arrastrados, se acerca a Zacarias, trata de reconocerlo, ¿será el enfermero del Puesto, Maximiano? Es un desconocido con la cara cubierta de manchas; agudiza la vista, no, no son manchas, son llagas, es la viruela:

—Éste también la agarró. Vea, es una epidemia, estimado colega: se puede ver el comienzo pero nadie sabe quién podrá ver el fin. Yo vi tres desde el principio hasta el fin, pero de ésta no me escapo, con la viruela no hay quien pueda.

El doctor Oto Espinheira arroja el cigarrillo al suelo, intenta decir algo, no encuentra las palabras. Zacarias quiere saber:

—¿Qué hago entonces, doctor? No quiero morirme, ¿por qué tengo que morirme?

Llamada por el doctor Oto llega finalmente la enfermera Juraci al Puesto; se divertía con el novio cuando Maxi despertó a toda la gente de la casa donde alquila un cuarto con comida; con voz airada y desafiante dice:

—¿Cómo me manda llamar a estas horas, doctor, qué pasa? —Ese doctorcito, de día no aparece y manda despertar a la gente de noche—. ¿Qué es esa urgencia?

El director no responde, nuevamente irrumpe el ronco acento de Zacarias:

—Por el amor de Dios, ayúdeme, doctor, no deje que me muera —se dirige al doctor Evaldo, conocido en toda la región.

La enfermera Juraci tiene el estómago delicado, ¡ay! la cara de ese hombre, ¡qué llagas! No vuelve a preguntar por qué la sacaron de la cama a esa hora. El doctor Evaldo repite monótono:

—Es una epidemia, estimado colega, una epidemia de viruela.

Medicando enfermos, o confortando moribundos, ayudando en los entierros, salvando incluso a unos pocos de la muerte, había conseguido escapar de tres epidemias. ¿Escapará de la cuarta? Al doctor Evaldo poco le importa morir, piensa Oto Espinheira; es un vejete, senil, ya no sirve para nada; pero él, Oto, apenas empieza a vivir. Casi ciego, medio sordo, caduco, según el farmacéutico, sin embargo el doctor Evaldo ama la vida y lucha por ella con los limitados recursos de los médicos rurales. De todos los presentes solamente él y Zacarias piensan en cómo enfrentarse a la enfermedad. La enfermera Juraci tiene ganas de vomitar, Maxi das Negras trata de recordar cuándo se vacunó la última vez, ya deben de haber pasado diez años por lo menos, esa vacuna ya no hace efecto; el doctor Oto enciende y apaga cigarrillos.

Alguien se asoma por la puerta y pregunta:

—¿El doctor Evaldo está aquí?

—¿Quién me busca?

—Soy yo, Vital, el nieto de doña Aurinha, doctor. Mi abuela se murió, estuve buscándolo de un lado para otro, hasta que llegué aquí. Es para el certificado.

—¿Del corazón?

—Puede ser, doctor. Apareció con brotes, después una gran fiebre; no tuvimos tiempo de llamarle, estiró la pata.

—¿Brotes? —el doctor Evaldo pide detalles, ya desconfía.

—En la cara y en las manos, doctor, por todo el cuerpo también; se rascaba y murió cuando le subió la fiebre, el termómetro de un vecino marcó más de cuarenta grados.

El viejo médico se dirige al joven director del Puesto de Salud:

—Lo mejor es, colega, que venga conmigo. Si fuera un caso de viruela, quedarán registrados el brote epidémico y la primera víctima.

Otro cigarrillo, la frente bañada en sudor, la boca sin palabras, el doctor Oto accede con un gesto de cabeza ¿qué puede hacer salvo ir? También la enfermera Juraci se dispone a acompañarlo, no hay fuerza capaz de mantenerla en la sala infectada con aquel hombre espantoso, con la viruela expuesta en la cara. Si ella, Juraci, muriera en la epidemia, la culpa la tendría el director de Salud Pública del Estado, que lo sepan todos; persiguiéndola por mezquinos motivos políticos la había mandado a Buquim, al destierro, porque ella es de la oposición y doncella, dos cosas que él no toleraba.

Antes de salir, ante la total abstención del colega, el doctor Evaldo recomienda a Maxi preparar para Zacarias una solución de permanganato, para que se la pase por todo el cuerpo, y comprimidos de aspirina para la fiebre. Cuando vuelva a su casa, aplíquese el permanganato, envuélvase en hojas de bananero, evite la claridad, acuéstese y espere.

¿Esperar qué, doctor? Un milagro del cielo o la muerte, ¿qué otra cosa puede esperar?