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La ley se promulga para que se la obedezca, la ley, el reglamento, el horario. El horario del Puesto de Salud estaba indicado en la puerta, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía, desde las dos hasta las cinco de la tarde. Teóricamente, pues, tanto Maximiano como Juraci no aceptan interrupciones durante el tiempo que dedican, el primero, al estudio y preparación de la lista del juego del bicho, y la segunda a la redacción de diarias y conmovedoras cartas para el novio. Tiempo sagrado. En cuanto al doctor, no cumple un horario rígido, aparece cuando le da la real gana, tanto por la mañana como por la tarde, pero siempre de prisa, porque si hubiera algo urgente le bastaría a la enfermera o al vigilante cruzar la calle (la casa del médico está frente al Puesto) y llamarlo, sacándolo casi siempre de la cama donde, si no estaba acostado con Tereza, dormía a pierna suelta, olvidado incluso de sus ambiciones políticas, de sus proyectos de organizar el núcleo electoral del municipio.

Harto de golpear con las manos y de gritar, ¡eh! ¡de la casa!, Zacarías aporrea la puerta con sus dos manos cerradas. Hallándose ausente de la ciudad el farmacéutico Tesoura, en viaje hacia Aracaju, y el doctor Evaldo visitando enfermos, sólo le quedaba el Puesto de Salud, con el joven mediquito; Zacarias lleno de miedo, amenaza con derribar la puerta. Un hombre aparece por la esquina, apresura la marcha y se para delante del trabajador:

—¿Qué es lo que quiere?

—¿Usted trabaja aquí?

—Sí, señor, trabajo aquí ¿y qué?

—¿Está el doctor?

—¿Para qué quiere al doctor?

—Quiero que me haga una receta.

—¿A estas horas? ¿Está loco? ¿No sabe leer? Mire el horario, de las…

—¿Usted cree que las enfermedades tienen horario?

Con la voz enronquecida, Zacarias levanta las manos a la altura de los ojos de Maxi:

—Mire. Creí que eran picaduras, pero parece que es viruela, viruela negra.

Instintivamente Maxi retrocede, él también sabe algo sobre la viruela y la reconoce de inmediato. O violenta varicela o viruela negra. Son las diez de la noche, la ciudad duerme, el doctorcito debe estar sacudiéndose con la sabrosa muchacha que se trajo de Aracaju, cabocla para cerrar las puertas, de una así anda necesitado él. ¿Vale la pena despertar al doctor, arriesgarse una bronca? ¿Sacarlo del calor de la cama, a lo mejor de encima de la mujer? A nadie le gusta que lo interrumpan cuando se está corriendo, Maxi duda. Pero si fuera viruela negra, ¿qué le parece? Vuelve a observar la cara del trabajador, las llagas son marrones, oscuras, típicas de la maldita, de la peste mortal. Funcionario de la Dirección de Salud Pública desde hacía dieciocho años y habiendo trabajado por todo el interior, Maximiano sabía algo.

—Vamos a casa del doctor, compadre, es ahí enfrente.

Quien responde a las palmas es la mujer, se llama Tereza Batista, el enfermero había oído que se llamaba así.

—Soy yo, soy Maximiano, señora. Dígale al doctor que en el Puesto hay uno atacado de viruela, de viruela negra.