K te espero, anuncia sobre la puerta el letrero primitivo, un pedazo de madera con letras dibujadas en tinta negra; no podía tener mejor propaganda el ínfimo lugar, ni siquiera iluminado con luz eléctrica, sólo con un farol humeante. Algunos hombres bebían cachaça, masticaban tabaco en rama en compañía de dos mujeres. Parecen abuela y nieta, la vieja Gregória y la chiquilla Cabrita, verde y huesuda, pero son dos muchachas a la espera de un cliente, de un níquel, cualquier cosa por poco que sea, pues no todas las noches consiguen acompañante.
Zacarias, un muchachón empleado en las tierras vecinas, en la fazenda del coronel Simão Lamego, entra por la puerta, se acoda en el mostrador, el farol le ilumina la cara. Missu, el patrón, levanta las cejas en una pregunta muda.
—Dos dedos de la pura.
Missu sirve la cachaça mientras el labrador examina con interés a la chiquilla, de pie contra la pared; había ido para eso, para acostarse con alguna, hacía más de un mes que no podía por falta de recursos. Se limpia la boca con el borde de la mano antes de tomarse su trago. Los ojos de Missu bajan desde la cara a las manos del cliente. Zacarias levanta el vaso de grueso vidrio, abre la boca, las pústulas se hacen visibles en los labios. Missu conoce la viruela profundamente, había tenido una varicela bastante fuerte de la que escapó con vida, pero las marcas le cubrían la piel de la cara y el cuerpo. Zacarias traga la cachaça, deja el vaso sobre el mostrador, escupe en el piso de tierra barrida, paga, mira a la chiquilla. Missu recoge la moneda y dice:
—Disculpe la pregunta, pero ¿sabe usted ya que tiene viruela?
—¿Viruela? No, qué viruela. Son unas picaduras.
La vieja Gregória se había acercado al hombre, a la expectativa; en el caso de que no le guste la chiquilla, estaba ella, cada día le resultaba más difícil encontrar cliente. Al oír a Missu, observa la cara del muchacho; también ella es entendida en el asunto, había cruzado por más de una epidemia de varicela sin que nunca se le pegara, ¿quién sabe por qué? No hay duda, es viruela negra. Se aparta rápidamente y va hacia la puerta agarrando a Cabrita del brazo, arrastrándola.
—¡Eh! ¿Adónde vais? Quietas, diablo —protesta Zacarias.
Las mujeres desaparecen en la oscuridad. El labrador mira a los hombres que están con la cabeza baja, masticando, les habla a todos:
—Son unas picaduras, una tontería.
—Para mí que es viruela —afirma Missu— y lo mejor es que vaya en seguida al médico. A lo mejor, todavía es tiempo.
Zacarias recorre con la vista el pequeño local, los hombres siguen silenciosos, se mira las manos, se estremece, sale apurado. En la distancia, la vieja Gregória arrastra por la fuerza a Cabrita que se resiste, sin entender el motivo por el cual la vieja no le permite atender al mozo y ganarse el dinero cada día más escaso; no se puede despreciar a un cliente. El hedor del pantano, el barro de la calle, el inmenso cielo estrellado, Zacarias inclinado, camina rápidamente hacia el centro de la ciudad.