Intimidad ninguna, mucho menos amor. Las relaciones de Tereza Batista con el doctor Oto Espinheira no eran más que una convivencia superficial que rompió los acontecimientos. Mejor así, pensó Tereza, sola frente a la viruela desatada y fatal, mejor eso que sufrir el castigo de compartir una cama sin gusto, ni de prostituta ni de amante. Incapaz de la lujuria pura y simple, para entregarse necesitaba sentir un afecto profundo, necesitaba el amor; sólo así se enciende en ella el deseo en llamaradas y fiebre no habiendo entonces mujer como Tereza.
Debía sentirse muy perdida y confusa en Aracaju cuando imaginó que encontraría placer y alegría en las relaciones con el doctorcito de cara de muñeco, guapo y cínico, sin sentir por él un afecto que le hiciera latir el corazón; su corazón no había vuelto a palpitar desde la partida de la barcaza Ventania que llevaba en el timón al maestro Januário Gereba, hacia el puerto de Bahia. Parecía libre como el viento, pero el marinero tenía esposas en las muñecas, grilletes en los pies.
Tereza había marchado con el médico para escapar a las amenazas del ricacho, para evitar sus persecuciones, para que no volvieran a pegarle, pensando irreflexivamente en la posibilidad de una temporada serena, sin obligaciones ni compromisos mayores. Mejor hubiera hecho volviendo a Maceió o a Recife para ejercer de prostituta; durante su gira no le habían faltado propuestas de dueñas de pensiones, de dueñas de residencias, de variadas celestinas. Había rechazado las ofertas porque creía que podría mantenerse como bailarina, pero en los cabarets la paga era mísera, casi simbólica; el canto y el baile no eran más que coberturas para ejercer una prostitución más cara, menos declarada. Una locura querer vivir del trabajo de artista; el título sólo valía para cobrar más caro. En Aracaju, Flori le había pagado un salario fuera de lo común con la esperanza de conquistarla, en la locura de su pasión; ahora hacía lo mismo con Rachel Klaus, perdía dinero. Esta vez por lo menos recibía su paga. En la gira, los dueños de los cabarets le ofrecían remuneraciones de miseria y, si ella decía que era muy poco, le aconsejaban que lo completase con los pagos de los generosos clientes de la casa: el título de artista, su nombre en la cartelera, los artículos en los periódicos, la valorizaban como mujer, y las que sabían administrarse bien sacaban considerables ganancias. Tereza había tenido que ejercer así en la gira, con un cansancio que le dolía en todo el cuerpo, una nostalgia que la roía por dentro.
¿Cómo había creído posible convivir alegremente con el doctorcito, sentir goce en acostarse con él, poder abrirse de repente en el deseo sin amor? Lo encontró atrayente, se imaginó, quién sabe, que podría ahogar en su compañía los recuerdos del maestro de saveiro, que podría arrancarse del pecho el puñal que llevaba clavado. Amor sin esperanza, debía librarse de él. Fácil es pensarlo, imposible realizarlo; lo tenía metido en la piel y en el corazón, estaba envuelta en él, la volvía impenetrable a cualquier sentimiento o deseo. Cabeza loca, idiota.
Cuando en Buquim se acostó con el doctorcito, cuando él la tomó entre sus brazos, sintió que un frío la envolvía, aquella capa de hielo que la cubría en su cama de prostituta, que la mantenía entera, distante del acto, en venta solamente su belleza y su experiencia, nada más. Idiota, esperaba divertirse, sentir el placer subiéndole desde la punta de los pies hasta los pechos y el vientre, arrastrando su cuerpo y su corazón para que olvidaran el gusto de la sal, el olor de las aguas, el pecho de quilla. Cabeza loca, tres veces idiota.
Cuerpo frío y distante, casi hostil de tan cerrado, otra vez doncella, por eso mismo más apreciada. El doctorcito enloquecido —nunca vi una mujer tan cerrada, ni una virgen se le compara, ¡qué cosa más loca!—, desvariando. Para Tereza la molesta prueba de siempre, cómo puedo haber imaginado, idiota. ¡Ay, Januário Gereba, que para siempre me cerraste el corazón y el sexo!