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Fuera del macumbeiro Agnelo, con terreiro de santo en Muricapeba y de la curandera, Arduína, ambos de vasta clientela y larga fama, cuidaban la salud de la población en el municipio de Buquim dos médicos, el doctor Evaldo Mascarenhas y el doctor Oto Espinheira, Juraci, enfermera no diplomada, desterrada de Aracaju, ansiosa por volver, Maximiano Silva, el Maxi das Negras, mezcla de enfermero, vigilante y mozo de mandados del Puesto de Salud, y el farmacéutico Camilo Tesoura, tijera afilada, también él de señalada competencia clínica, que examinaba campesinos, recetaba remedios y manejaba la vida ajena desde el mostrador de la Farmacia Piedade.

Pasados ya los setenta y siete años, con su limitada capacidad de diagnóstico y de elección de remedios, el doctor Evaldo Mascarenhas se arrastraba en las visitas a los enfermos, medio sordo, casi ciego, completamente caduco al decir del farmacéutico. Cuando la viruela arribó en el tren de la Leste Brasileña, el viejo clínico no se sorprendió; vivía en Buquim desde hacía cincuenta años y había oído en más de una oportunidad, de boca de las autoridades gubernamentales, la noticia de la erradicación de la viruela que siempre había vuelto del brazo con la muerte.

Muy jovencito, graduado hacía un año y medio, el doctor Oto Espinheira todavía no se había ganado la confianza de los habitantes de Buquim debido a su edad (no había llegado a los treinta años pero aparentaba veinte, por la barba escasa, el rostro de niño, las mejillas de muñeco) y al hecho de ser soltero y mantener una querida, requisitos considerados como cualidades cuando se trataba de abogados y defectos cuando se trataba de médicos. Es fácil descubrir las sabias razones. Pero el doctor no se preocupaba por la falta de clientes, era de familia pudiente y prestigiosa y había sido nombrado médico de Salud Pública del Estado apenas salido de la facultad, debiendo permanecer seis meses en Buquim ni un día más, el tiempo justo para tener derecho a una promoción; la clínica no lo seducía, lo calentaban designios más altos que los de un médico rural; meterse en política, salir diputado federal y, cabalgando en su mandato, irse al sur donde se vive una vida regalada, mientras que en Sergipe se vegeta, según la opinión de los vividores experimentados, tanto doctores como simples holgazanes.

Al tomar conocimiento de los primeros casos fatales de viruela en la ciudad, el mediquito fue presa del pánico; había creído en los discursos de las autoridades, y del tratamiento de la viruela apenas recordaba algunas lecciones de ciertos profesores de la facultad, pero muy vagamente. En compensación, tenía un santo horror a las molestias en general y a la viruela en particular, enfermedad pavorosa, que si no mata desfigura. Se imaginó con la cara carcomida, ése su rostro moreno, redondo y galante de muñeco, factor esencial de sus éxitos con las mujeres. Nunca más conseguiría a ninguna que valiera la pena.

En sus años de estudiante, en Bahia, había adquirido la costumbre de las muchachas. Así, cuando Tereza Batista, de vuelta de una accidentada gira artística a Alagoas y Pernambuco, reapareció en Aracaju (donde se encontraba Oto con el pretexto de discutir algunos problemas locales sanitarios con las autoridades pero, en realidad, escapándose de Buquim) sola y disponible, el doctor la conoció y frecuentó. Eneida, importada de Bahia, divertida compañera de pasados festejos, no soportó más de veinte días en la calma sertaneja.

Tereza andaba de mal en peor, enojada, sin encontrar en nada consuelo ni satisfacción. Ni el cambio de aire, ni la visión de nuevas tierras, de ciudades desconocidas, de las iglesias de Penedo, las playas de Maceió, la feria de Caruaru, los puentes de Recife, ni los aplausos a la Reina de la Samba, los corazones rendidos, los suspiros apasionados, las propuestas y declaraciones, resultaban remedios para sus males. Tampoco lo fueron algunas complicaciones en que se vio envuelta por su manía de no soportar las injusticias, metiéndose donde no la llamaban en el deseo de arreglar los entuertos ajenos, cuando no conseguía ni siquiera arreglar los propios. Un dolor agudo en el pecho, ay.

Esta mujercita enamoradiza nació para cura o para autoridad, para afligir el juicio del prójimo, había dicho en Alagoas el bochinchero Marito Farinha, cuando viéndose inesperadamente sin su pistola, se dio por vencido y entregó el dinero a la mugrienta Albertina para los gastos del parto. En la lengua de rompe y rasga, la apodaron Tereza Providencia Divina algunos raquíticos drogadictos de cuya saña e impotencia libró Tereza a una imprudente bachillera cierta noche playera en Recife. La curiosidad de la adolescente se había convertido en miedo y había clamado por el auxilio de la providencia divina en gritos oídos por mucha gente, pero ¿qué coraje hay que tener para enfrentarse a una banda de viciosos? Lo mejor es no meterse, esos tipos son peligrosos, aconsejaron a Tereza los prudentes compañeros de esa noche, pero ella hizo caso omiso a las advertencias —estando ella cerca, pudiendo ella intervenir, ninguna mujer y menos una chiquilla iba a ser arrastrada ni violada—, y tuvo razón, pues los mugrientos se redujeron a las insolencias y a las burlas: miren a la divina providencia, guardia civil con faldas. Dopados y cobardes, largaron sus insultos y desaparecieron. Una náusea. Pero nada era consuelo para su tristeza perenne, ni paseos, ni fiestas, ni embelesos, nada mataba la nostalgia que le apretaba el pecho. En la tierra y en el mar la sombra de Januário Gereba disuelta en la aurora. Desalentada, sin gracia y sin entusiasmo, había vuelto Tereza Batista.

Flori Pachola, dueño del París Alegre y buen amigo, también andaba de capa caída en lo que se refiere a negocios; poco movimiento, falta general de dinero, no tenía condiciones para contratar al mismo tiempo a dos estrellas para la pista iluminada del cabaret. Dos, sí, porque, yéndole mal en los negocios, le iba bien en amores al empresario; su corazón estaba alborozado por la presencia en el establecimiento de una nueva artista, Rachel Klaus, rubia de gran cabellera, en cuyo pecho salpicado de pecas, Flori pudo, por fin, superar su desesperada pasión por Tereza. Durante largos meses lo royeron los celos, con los ojos suplicantes puestos en la muchacha de cobre, pidiéndole y rogándole, y ella, aunque siempre gentil y risueña, negándose; una cosa inaguantable. De la tristeza, de la amargura, del tormento resultantes de la intransigencia y la posterior partida de Tereza, fue salvado a tiempo por la llegada a la ciudad de Rachel Klaus, cantante de blues, gaucha[106] friolenta, candidata a exhibirse en el París Alegre y a calentarse en los brazos del melancólico propietario. Resurgían de las cenizas de Tereza el cabaret y el patrón. ¿Y los demás amigos? El poeta Saraiva andaba por el sertón en busca de mejor clima para morirse; el pintor Jenner Augusto había partido para Bahia, rumbo a la gloria; el famoso dentista Jamil Najar estaba de novio y se iba a casar con una rica heredera a quien había efectuado cinco notables obturaciones. En cuanto a Lulu Santos, el más querido de todos, había caído muerto en los tribunales, insólita y repentinamente, mientras defendía a un bandolero alagoano.

En Aracaju, sin amigos y sin trabajo, se vio Tereza nuevamente requerida por aquel ricacho anteriormente referido, el hombre más rico de Sergipe, en opinión de los peritos en fortunas ajenas, industrial, senador y mujeriego. Insistente, acostumbrado a conseguir fácilmente cuanto deseaba, se había vuelto desagradable, amenazaba con hacerle la vida imposible si no cedía a sus requerimientos tan generosos. Veneranda tampoco le daba reposo, sólo una loca de atar rechazaría la protección de alguien tan importante.

Loca de atar, cabeza a pájaros y un tantito impresionada con la figura del joven médico, bonito y bien hablado, dispuesta a no rendirse al padre de la patria (amante de un viejo nunca más, no quería correr el mismo riesgo), Tereza decidió aceptar la invitación del doctorcito para acompañarlo a Buquim, sin compromiso de permanencia, ni de unión duradera, simplemente como aventura sin consecuencias.

Si bien no espera volver a ver a Januário Gereba, el maestro de saveiro a quien otrora había encontrado en el puerto de Aracaju y sobre cuyo pecho había renacido su muerto corazón, amor sin esperanzas, puñal clavado en el pecho, Tereza Batista le guarda una especie de fidelidad singular, no comprometiéndose en uniones o enamoramientos que amenacen constituirse en definitivos. Loca de atar, ciertamente, Veneranda, pero libre para embarcarme si se diera el caso.