¡Erradicada, un cuerno! Triunfante, suelta por la ciudad y el campo la viruela negra. No la anémica varicela, la viruela boba, constante compañera del pueblo en los campos, en las callejuelas, al por mayor y menor en las ferias, gratis. Cuando se secan las pústulas, la viruela se vuelve más contagiosa todavía: en las calles, los mercados, las ferias, los caminos, las cascarillas de las llagas se desparraman al viento conduciendo adelante a la comadre varicela, garantizándole su permanente presencia en el paisaje del sertón.
La viruela boba ofrece poco peligro, casi no mata a los adultos, mata a cierta cantidad sólo para cumplir su obligación como enfermedad, pero de tanto andar por la región la gente termina acostumbrándose a ella y estableciendo reglas de convivencia: la familia del apestado no se vacuna, no se alarma, no llama al médico, usa remedios baratos, las hojas de ciertas plantas, sólo se cuida los ojos quitándole importancia al resto; por su parte, la varicela se conforma con marcar las caras, agujerear un poco la piel, aplicar algunos días de fiebre y delirio. Fuera de la fealdad de la cara picada, de la nariz roída, de algún labio deformado, a la viruela boba le gusta comerse la luz de los ojos, le gusta cegar; también sirve para matar a los chicos, ayudando a la disentería en su función sanitaria. La viruela boba es apenas más peligrosa que el sarampión, pero en esa ocasión no era ella, la viruela débil y liviana, la que llegaba desde las márgenes del río São Francisco en el tren de la Leste Brasileña, esa vez fue la viruela negra, y había venido para matar.
Sin pérdida de tiempo, la recién llegada se puso a trabajar. Con intensa acción en el centro de Buquim inició el cumplimiento del programa trazado, a partir de la casa del Alcalde y de la parroquia donde vivían el cura y la familia del sacristán, la legalmente constituida. Tenía prisa la maldita, trajo un plan ambicioso; liquidar la población de la ciudad y del campo, entera, sin dejar alma viviente para contar lo sucedido. Después de algunos días se constataron los primeros resultados: velorios, entierros, ataúdes de difuntos, llantos y luto.
Una picazón en el cuerpo pronto lleno de ampollas, en seguida las llagas abiertas, fiebre alta, delirio, el pus corriendo, cubriendo los ojos, adiós colores del mundo, todo terminado y dispuesto para el ataúd al fin de la semana, tiempo suficiente para llorar y rezar. Después se redujeron los plazos y ya no hubo tiempo suficiente para llorar y rezar.
Rápida y feroz, desde el centro se desparramó por toda la ciudad; el sábado llegó a Muricapeba, arrasando las afueras de la urbe donde viven los más pobres de los pobres, inclusive las pocas rameras de profesión definida, localizadas en la Rua do Cancro Mole. En Buquim, ciudad pequeña y atrasada, de limitados recursos, apenas una media docena de mujeres de la vida se dedica exclusivamente al oficio, viviendo en la zona; las demás añaden los trabajos de cama a los de cocina y lavado de ropa, sin contar la galante costurera y una maestra primaria, rubia y con gafas, ambas venidas de Aracaju y de alto precio ambas, fuera del alcance de la mayoría, reservadas a los notables.
Con el terreno favorable, el pantano de barro, el mal olor, la basura, en Muricapeba la viruela engordó, creció, se fortaleció para la lucha recién iniciada. Perros y chicos revolvían las montañas de basura en busca de comida, restos de las mesas del centro de la ciudad. Los urubus sobrevolaban las casas de barro donde las viejas sin edad se despiojaban en el sofocante calor de la tarde, diversión excitante y única; con el viento la fetidez se elevaba por el aire, pestilente. Un hogar en fiesta para la viruela.
En el arrabal se callaron las modinhas y los sones de los acordeones y la guitarra. Como sucedió en el centro, en las calles elegantes, también en Muricapeba los primeros difuntos fueron enterrados en el cementerio. Después ni se sabe qué pasó.