En el Flor de Loto y en la residencia de Viviana, Tereza trabó conocimiento con varias muchachas, estableciendo amistad con algunas. Su nombre había empezado a ser pronunciado con respeto, desde su pelea con Nicolau Peixe Cação, policía de la Brigada de Juegos y Costumbres que perseguía a las mujeres de la vida en el vasto e inquietante territorio por donde se extiende, podrida y ardiente, la zona de la prostitución, de Barroquinha a Pelourinho, de Macial a Ladeira da Montanha, de Taboão a Carne-Seca. Muchas veces almorzaba en el Pelourinho, en casa de Anália, una muchacha de Estância, o en casa de la negra Domingas y de Maria Petisco, en la Barroquinha.
Mulatita joven y robusta, de risa fácil y llanto más fácil todavía, de su facilidad para la pasión no hablemos, un enamoramiento por semana, inconstante corazón, Maria Petisco había sido salvada por Tereza Batista de las garras, es decir, del puñal, del español Rafael Vedra.
Un martes, día de poco movimiento en el cabaret, estaba la loquita conversando en una de las mesas del fondo donde las mujeres se sentaban a la espera de invitación para bailar o beber, cuando entró al establecimiento un pasional gallego recién importado de Vigo, todo vestido de negro dramático, la verdadera representación de los celos, que había sido la última pasión de la mora infiel. Todo sucedió en el mejor estilo de un tango argentino, como corresponde a amores rápidos y voraces:
—¡Perra maldita!
Rafael levantó el puñal, la muchacha se levantó dando un grito de terror, Tereza avanzó a tiempo, hecha un torbellino. Desviado por la mano de Tereza, el puñal resbaló por el hombro de Maria Petisco sacándole algo de sangre, la suficiente para lavar la honra ibérica y contener el brazo trágico del despechado.
Acudieron hombres y mujeres, se armó una gran confusión. En esas ocasiones siempre aparece un alcahuete que llama a la policía, generalmente un tipo que no tiene nada que ver con el asunto, y que se mete por innata vocación de delator. Llevaron a Maria hacia una de las habitaciones de arriba donde las mujeres ejercían el oficio a precios oficiales; la gente fue detrás dejando el salón prácticamente vacío. De lo que se aprovechó Tereza para poner en fuga al vengador, deshecho en llanto y arrepentimiento, cagado de miedo ante la perspectiva de caer preso con proceso y cárcel.
—Vete en seguida, loco, vete mientras hay tiempo. ¿Tienes dónde esconderte por unos días?
Tenía unos parientes establecidos en Bahia. Abandonó el puñal y la pasión y se escapó por la escalera desapareciendo en la calle. La policía asomó media hora después, personificada en un agente. No encontró ni rastros de lo sucedido, nadie sabía nada, ni del puñal, ni del criminal, ni de la víctima, la denuncia no había sido nada más que una broma de mal gusto de algún vivo que quiso burlarse de la autoridad. El dueño del cabaret y del piso de arriba abrió una botella de cerveza, helada, que el agente se tomó detrás del mostrador.
La casi víctima, trasladada a Barroquinha por Tereza y Almério, fue curada por un estudiante de farmacia razonablemente bebido a esa tardía hora y por el cual cayó perdidamente enamorada:
—Es un rolete[130] de caña… —susurró la apuñalada haciendo girar los ojos. Oriunda de Santo Amaro de Purificação, zona azucarera, para ella rolete de caña era un hombre guapo.
Dos días después, la despierta muchachita estaba de nuevo en el Flor de Loto, en compañía del aprendiz de boticario, bailando muy agarradita. Lo hacía dentro del horario de trabajo, era una muchacha sin juicio.
Rafael había levantado su puñal asesino ante la evidencia de que había un macho en la cama ardiente de Maria Petisco en horas de amor y no de oficio, en la alta madrugada. Según ciertos rumores, quien se encontraba con la fogosa poniéndole los cuernos al gallego (y a los otros enamorados de Maria) no era un ser viviente sino un ser mágico. Consta que Oxossi y Ogum, los dos compadres, acostumbraban ir a Barroquinha, por lo menos una vez por semana, a visitar a Maria Petisco y a la negra Domingas, monturas de uno y otro, respectivamente. Ni Tereza ni nadie consiguió sacar nada en limpio, porque las dos preferidas mantenían el tema en la más absoluta reserva.
Según la autorizada opinión de Almério, un erudito en esos embelecos, era muy probable que fuese así, pues no sería la primera vez que un orixá aprovechara la cama de una mujer poniéndole los cuernos, no por esotéricos menos incómodos, a un marido o un amante. Había casos probados. El de Eugenia de Xangô, vendedora de mingau[131] en las Sete Portas, casada. Xangô no contento de acostarse con ella los miércoles, terminó por prohibirle toda relación con el marido y no hubo apelación; el cornudo tuvo que conformarse. Con Ditinha ocurrió un triste y divertido enredo: Oxalá se apasionó por ella, no salía de su casa, faltaba hasta a sus obligaciones fundamentales. La vida de Ditinha se convirtió en un infierno; apenas Oxalá se iba, aparecía Nanã Burokô en el colmo de los celos y la mataba a palos. ¡Ah, esas zurras invisibles sólo sabe cuánto duelen el que las recibió!, concluía Almério a quien todos oían con respeto y atención.