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En casa de doña Fina, Maria Petisco y Anália ayudan a Tereza Batista a vestirse y arreglarse. ¿Dónde se vio una novia más melancólica? ¿Se prepara para la fiesta de casamiento o para el velorio de su propia muerte?

Anália se enoja con la amiga, le dice que no sabe valorar su suerte. ¡Ay, quién me diera a mí un casamiento igual! Estoy harta de esta vida de ramera, de cama en cama, de mano en mano, vendiendo el cuerpo, gastando amor en caprichos de corta duración. ¿No vio a Kalil? Tan buen muchacho, pero la dejó para casarse con una prima, el sinvergüenza. Anália no le echa la culpa, para casarse también ella rompería cualquier capricho. ¡Ah! quién me diera tener un hogar y un hijo, un marido sólo para mí y yo sólo para él. Ay, Tereza, si estuviese en tu lugar, me reiría por todos los costados, con todos los dientes, por todos los rincones, a tontas y a locas. Maria Petisco le da la razón en parte. Para ella, ser fiel a un hombre no es fácil, sobre todo con los seres mágicos que se le meten en la cama sin preguntar cuál es el dueño del colchón, de la almohada y de la ensoñada criatura.

Vestida y peinada la novia, Maria Petisco le coloca al cuello un collar de Yansã, deslumbrante y encantado, un símbolo de la victoria en la guerra contra los muertos, regalo de Valdeloir Rego, joyero de los orixás, consagrado por mãe Senhora en un altar. Anália la lleva hasta el espejo para que se mire, está hermosa pero triste.

Mientras las amigas también se arreglan, Tereza se mira al espejo. Vibrantes cuentas de triunfo, rojo collar de sangre, puesto en un cuerpo no merecedor, pues fue derrotada y se acabó. Está vieja, cansada de guerra, muerta por dentro.

Recuerda hechos y personas, cosas lejanas, gente desaparecida. El doctor, el capitán, Lulu Santos, el hijo que le arrancaron del vientre, asesinado antes de nacer. Los meses de cárcel, los años de burdel, la vida en Estância, los lugares por donde anduvo, lo bueno y lo malo, la correa de cuero y la rosa. ¿Cuántos años había cumplido hacía pocos meses en la cárcel, presa y zurrada por la policía de Bahia? ¿Veintiséis? No puede ser. ¿Quién sabe si ciento veintiséis, mil veintiséis, o todavía más? A la hora de la muerte la edad no se cuenta.

Un barullo en la puerta, ruidos, discusiones, la voz de doña Fina contradiciendo a alguien, la respuesta, la risa. Tereza se estremece, el corazón le palpita incontenible, ¿de quién es esa voz inolvidable, ese acento de marinero?

—¿Se va a casar? Puede ser, pero sólo conmigo.

Se levanta trémula, no cree a sus propios oídos, sale lentamente por el corredor, mira con miedo. En la puerta de la calle, dispuesto a entrar de cualquier manera, gigante, pájaro, vivo, entero, está él. Entonces Tereza Batista estalla en sollozos, en un llanto convulsionado. Llorando se arroja en los brazos de Januário Gereba.