¿Para qué ir hasta la Compañía de Navegación a escuchar de boca del señor Gonzalo la confirmación de la noticia, las condolencias formales, la mirada midiéndole el luto y la hermosura? ¿No había sido él mismo quien dio la lista de nombres a la imprenta? Para clavar más hondo en el corazón la hoja del puñal, para perder la última esperanza. Allí, en la fría antesala de la empresa marítima, Tereza oye, de boca del español, la lectura del telegrama anunciando la muerte de todos los tripulantes del Balboa, inclusive de los bahianos. ¿Para qué había ido? Para clavarse el puñal más hondo si eso fuera posible. Acabó Tereza Batista.
La cabeza cubierta por el chal floreado, último regalo del doctor, usado en horas de alegría y de pelea, ahora velo de viuda, trapo de mortaja, los ojos de una negritud opaca, vacíos, la boca exangüe, se marcha caminando al azar. Llega a la Ciudad Alta y apenas pisa la Praga da Sé se topa con Peixe Cacao. Al verla, el poli levanta la voz:
—¡Puta de mierda! ¡Perra sucia!
Quería verla reaccionar de nuevo para llevársela presa y terminar con su venganza. Pero Tereza sólo lo mira y prosigue su camino. Con eso le bastó; el policía se queda paralizado, era la mirada de una muerta, de un cadáver viviente.