Mientras el jefe Hélio Cotias vomita el alma antes de ordenar la liberación de la vieja Acácia, de Assunta, y de las demás celestinas de Barroquinha, en el Pelourinho las puertas de la iglesia del Rosário dos Negros se abren de par en par y las mujeres salen por docenas, docenas de mujeres que se habían amparado en el interior del templo avanzan lentamente.
Aparecen periodistas, fotógrafos, locutores de radio buscando información, estallan los primeros flashes. Las mujeres, poco a poco, ocupan el atrio, están en lo alto de la escalinata. Al frente, San Onofre.
Las prostitutas inician una manifestación de protesta. ¡La Manifestación de los Burdeles Cerrados!, brama el locutor de radio Abaeté. Para no quedar detrás del otro, Pinto Scott, la voz de oro de Radio Gremio de Bahia, lanza la noticia sensacional: Prostitutas en manifestación marchan hacia el Palacio de Gobierno.
Colocado sobre unas andas descubiertas en la sacristía, la imagen de San Onofre viene sobre los hombros de cuatro muchachas, entre ellas la negra Domingas, todavía tumefacta, y Maria Petisco, siempre inquietas. Desde las cuatro esquinas de la vieja plaza ilustre acuden los polis, los detectives, los agentes enarbolando sus porras, sus revólveres, su rabia y su odio. La tropa montada de la Policía Militar toma posiciones dispuesta a disolver bajo la pata de los caballos la manifestación, el desfile, la procesión, lo que sea.
En el comando general de las fuerzas del orden y de la ley, el comisario Labão Oliveira, ojos de serpiente, corazón envenenado, pisa sobre miles de preservativos, tritura bajo la suela de sus zapatos los pedazos de vidrios de centenares de frascos rotos, antes llenos del precioso elixir afrodisíaco Cacete Rijo. Pisoteando, destrozando capital y ganancia, todo lo que había costado muchos cruzeiros, sacados de su bolsillo, que deberían rendir dólares, esas hijas de puta destrozan todo, planes perfectos y sueños de riqueza. Un poco atrás, sofocando sus gemidos, el detective Nicolau Ramada Júnior, tocándose las pelotas, rendido. El detective Dalmo Coca había desaparecido envuelto en mierda, el comisario y Peixe Cação nada sabían sobre el destino de la marihuana, su última esperanza para evitar el fracaso total: igual que el dólar, la marihuana no se desvaloriza.
En lo alto de la escalera, durante un segundo, todos se detuvieron. La voz salía de Vovó —si no fuera prostituta en Bahia sería beata en la iglesia Matriz de Cruz das Almas—, se eleva, iniciando una letanía.
Ave, ave María
Ave, ave María
El coro de las muchachas responde, y la imagen se pone en movimiento, se adelanta por los escalones, el cansado acento de Vovó prosigue su letanía:
Detrás de la imagen van las mujeres, en la primera fila Tereza Batista. Al verla, Peixe Cação se olvida del dolor de sus pelotas y se precipita. Exactamente en el mismo instante, desde el bar Flor de São Miguel sale un grupo bullicioso y agitado de clientes, el promisorio astro de nuestro teatro, Tom Lívio, el alemán Hansen que graba con la gubia y con la sangre la vida de las mujeres de la zona, el poeta Telmo Serra, los eternos bohemios, aquéllos que por la madrugada discuten el destino del mundo y salvan a la humanidad de las catástrofes y del aniquilamiento, los guardianes del sueño de los hombres. En las poderosas manos del grabador un cartel exhibe escuálidas hembras semidesnudas, todas rompiendo las cadenas que tienen en las muñecas y en el vientre un candado. Una inscripción en grandes letras: TODO EL PODER A LAS PUTAS. El comisario grita órdenes a los policías y los soldados, manda que disuelvan, que prendan, que golpeen, que maten si es necesario.
Rompe la carga de la caballería, se disuelve la procesión, los agentes descargan sus porras, los detectives apuntan con sus revólveres. La imagen de San Onofre queda en el suelo, de pie. A su lado, Vovó sigue con su letanía. Tiene por lo menos cien años de edad y mil de puta, basta verle las arrugas, la cara consumida, la boca sin dientes, pero todavía tiene ganas de pelear y de cantarle a los santos:
Ave, ave María
Ave, ave María
El comisario Labão Oliveira corre para hacerla callar, tropieza en un agujero de la calle, se cae, rueda, no se levanta. Pero caído y todo, tira, la vieja enmudece, el canto cesa, el silencio cubre la plaza entera, junto a la imagen del santo, el pequeño y gastado cuerpo de Vovó murió rezando, murió peleando, murió contento.
Los policías acuden al comisario, lo ayudan a levantarse pero no consiguen ponerlo en pie, tiene rotas las dos piernas. El detective Alírio, espantado, se tira al suelo, se golpea la cabeza, él le había avisado, comisario, no sea loco, no toque a Exu.
Los coches marchan hacia el edificio de la Policía Central, llenos de presos, de mujeres y bohemios, prácticamente la zona entera prendida. A cargo de la limpieza final Peixe Cação. Tiene prisa, en la celda lo espera Tereza Batista.
Una vez más van a intentar enseñarle respeto y obediencia. Peixe Cação se refriega las manos, en una noche de tantos descalabros, por lo menos tiene una alegría.