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Tratando de digerir la orden gubernamental, viendo las cosas negras de su lado (si no maniobra con inteligencia, lo despedirán en la primera oportunidad), el Jefe de Policía toma el teléfono y le transmite a la Brigada de Juegos y Costumbres la decisión de liberar a las celestinas de Barroquinha y de permitirlas el regreso a sus casas, suspendiéndose el traslado.

Del otro lado del teléfono, el subordinado desde luego argumenta y da razones, pero el Jefe lo lamenta:

—No siempre se puede servir a los amigos como se desea. El asunto tomó mala cara, no marchó, marchó muy mal, lamentablemente. Suelta a las mujeres, dales garantías, manda a nuestros hombres que abandonen la zona, deja la dotación normal.

Ya impaciente, interrumpe las quejas del jefe de la Brigada.

—Son órdenes del Gobernador, no puedo hacer nada. En cuanto al viejo no te aflijas, queda de nuestra cuenta, yo mismo hablo con él. No te olvides de darme noticias, tengo que mantener informado al Gobernador.

El licenciado Hélio Cotias deja el teléfono. El viejo queda de mi cuenta, ¿y Carmen por cuenta de quién? La esposa y el tío le van a convertir la vida en un infierno. Tiene ganas de largar todo, de mandar el cargo a la mierda, presentar la renuncia, irse a su casa, encerrarse y dormir, está exhausto.

Sin embargo, algo se salva del desastre: Bada, conquista que lo sitúa entre los galanes de la ciudad, los garañones de mujeres casadas y difíciles. Casada sí, ¿pero difícil? Un furor uterino, una conquista barata, ¿cuántos amantes no habrán pasado por sus brazos y no la habrán poseído antes que él? Un regimiento, sin duda. El cargo, la familia, la amante, motivos de tanta envidia; en apariencia, la gloria; en la realidad, melancolía y frustraciones. Las mujeres, unas revoltosas, la negra con la cara lastimada por los golpes, el labio partido, los hematomas por todo el cuerpo, los ojos asesinos del comisario. ¿Todo para qué? Para soltarlas al fin, para suspender el traslado.

Sobre la mesa, la radio deja de transmitir noticias sobre la batalla de los burdeles cerrados para anunciar un gran incendio en la Ciudad Baja que devora los edificios de la Ladeira do Bacalhau. El jefe se tapa la boca con la mano, abandona su despacho, pasa corriendo ante el guardián asombrado. Apenas tiene tiempo de llegar al baño para vomitar una bilis amarga y verde.

Solemne, amable aunque con un aire superior como conviene a un enviado de Su Excelencia el Señor Gobernador, entra al despacho vacío del jefe de la Brigada de Juegos y Costumbres el concejal Reginaldo Pavão.