Informado sobre la gravedad de la situación, el Señor Gobernador procede a retirarse del salón donde toman un whisky previo al banquete en homenaje al Almirante y a los altos oficiales norteamericanos, para cambiar una palabra con el concejal Reginaldo Pavão. Un activo correligionario, sin duda, pero también un pillo sin control ni medida, el fogoso cazavotos mantenido a prudente distancia por el Jefe del Estado, político inteligente y astuto, que habiendo nacido en la pobreza en las barrancas de São Francisco, escaló su carrera con golpes de audacia y sabios manejos. Reginaldo es óptimo para que se lo utilice en ciertas circunstancias, pero siempre cuidadosamente; además de analfabeto es audaz. Pero el funcionario susurra horrores al oído del gobernante, entonces Su Excelencia debe pedir permiso para retirarse en su mejor inglés. En el salón próximo, escucha el relato.
Patético, con la voz ahogada en lágrimas, Reginaldo Pavão habla de la tragedia griega. ¿Por qué griega? ¿El concejal ha leído a Aristófanes?, tuvo intención de preguntarle el Excelentísimo, pero el momento no era propicio para bromas. Se contenta con ordenarle que espere mientras toma las medidas necesarias, espere aquí, estimado Pavão, y tendrá buenas noticias para transmitir a nuestras…
—¿Cómo dijiste exactamente? ¿Esa expresión tan oportuna? ¡Ah! sí, nuestras hermanas prostibularias.
—Prostitutas, pero electoras, Excelencia.
Desde su despacho, el Gobernador se comunica con el Jefe de Policía:
—¿Qué historia es ésa de trasladar a la fuerza a las mujeres? Huelga de rameras, ¿dónde se vio una cosa igual? Sólo en Bahia puede suceder eso y en mi gobierno. ¿Y los marineros, amigo mío?, ¿qué hacemos con ellos?
Escucha explicaciones embrolladas, poco claras, el Jefe de Policía se pierde en vagos argumentos. Engañar a un hombre político con la experiencia y las mañas del Gobernador no es fácil. ¿Se trata de un simple asunto de rutina? ¿Por qué entonces la policía se mantiene inflexible y violenta, dando lugar a una ola inquietante de desórdenes? Bruscamente corta la confusa charla del Jefe de Policía. Por el momento lo importante es terminar con el pánico y poner fin a los desórdenes entre las meretrices, evitar una decepción a los marineros (como dijo con cierta gracia inesperada el energúmeno Pavão); es esencial. Le transmite órdenes taxativas.
Mañana, con tiempo y calma, se aclarará todo el asunto, se verá en limpio, algo oscuro parece esconderse debajo de ese apresurado traslado de la zona. Quién sabe si las rameras le proporcionarán un buen pretexto, ansiosamente esperado, para sustituir al Jefe de Policía, obligándolo a presentar la dimisión. A Su Excelencia le gusta andar por estrechos y tortuosos caminos; si así no fuese, ¿cómo tolerar la actividad política, los hombres mediocres, la bobería de los entendidos? Le gusta agarrarlos con las manos en la masa.
Vuelve al salón donde el concejal calcula las ventajas que podrá sacar de la situación. Sonríe; Reginaldo es un pequeño ratón, sus pensamientos más recónditos se le reflejan en la cara. Emisario ideal para mandarle a las prostitutas el mensaje de paz, piensa el Gobernador.
—Estimado Pavão, ordena que se libere a las mujeres presas y que se suspenda la orden de traslado. Vete y comunica la buena noticia. Si quieres pasar por la Brigada, hazlo y transmíteles mis órdenes —pequeña maniobra para desprestigiar al Jefe de Policía—. Acompaña a las pobres mujeres hasta sus casas en Barroquinha y ponte esos votos en el bolsillo, son un regalo que te hago como amigo.
—¡Mis electores son sus electores, Excelencia! ¡Incondicionales!