En la plaza Castro Alves, sentado en su automóvil, Edgard, viejo chófer de taxi, da cabezadas. El movimiento es exiguo a aquella hora, todo el mundo está en su casa, comiendo, charlando, oyendo la radio, preparándose para descansar o salir. Con el retiro de las mujeres de Barroquinha, el cierre de las pensiones en la víspera, la afluencia de clientes disminuyó en los alrededores. Todavía es muy temprano para que el cabaret Tabarís abra sus puertas y recomience la animación.
Edgard se encuentra sólo en la parada, los otros taxistas se fueron a comer y todavía no regresaron. En medio de la modorra, abre los ojos para no perderse un posible cliente, pero comprueba la total ausencia de cualquier interesado. Antes de volver a adormilarse, observa la plaza. En la parada de autobús Jacira Fruta Pao vende mingan de puba, maíz y tapioca. Casi nadie, hora muerta.
Extiende la vista y abre la boca sorprendido. ¿Dónde está la estatua del poeta Castro Alves? No está en su alto pedestal, declamando con la mano extendida hacia el inmenso mar, reclamando justicia para el pueblo. ¿A dónde y por qué se la llevaron? Quizá para limpiarla, pero siempre la limpiaron allí mismo, sin necesidad de llevársela. Algo ha sucedido ¿Qué habrá sido? Mañana, con seguridad, el periódico explicará el motivo.
Edgar vuelve a adormilarse. Pero antes, se da cuenta de que, sin la estatua del poeta, la plaza queda diferente, más pequeña, disminuida.