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Cuando llegan a la Praça da Sé, Anália y Kalil se dan cuenta de que sucede algo. En el Terreiro de Jesus mucha gente andaba haciendo comentarios, unos pocos se atrevían a pasar al lado de los vehículos de la policía y penetrar en el área del conflicto. La muchacha y el joven pasan al lado de la facultad de Medicina, bajan el Largo do Pelourinho. Anália toma la imagen de las manos de Kalil:

—Hoy no podrás venir a la casa. El burdel está cerrado.

Dieron algunos pasos juntos, se encontraron en medio de la confusión, cercados por los policías. Un agente avanza hacia Anália, Kalil se le pone delante, la muchacha corre, no sabe adonde ir, está como atontada. Desde lo alto, una voz masculina le susurra al oído:

—A la iglesia en seguida, hermosa hija de Piauitinga.

Llega con la brisa de la noche una voz melodiosa, cantarina y al mismo tiempo dulce e imperativa. Corriendo, Anália se dirige a la iglesia pero los polis ocupan la escalinata e impiden el paso de las mujeres. ¿Cómo cruzar? Cómo, ni ella sabe, pero la subió.

Se sintió tomada en los brazos de un muchacho joven, un conocido de vista, pero ¿de dónde lo conocía y quién era? De pronto, estaban del otro lado, ella y la imagen de San Onofre, por la puerta semiabierta de la iglesia, las dos sanas y salvas. Desde allí espió y vio a Kalil llevado por dos policías hasta un celular. Quiere correr hasta su amante, pero las otras mujeres se lo impiden, la arrastran dentro del templo, reciben a la imagen en triunfo. Llorando, Anália se refugia en los brazos de Tereza Batista.

—No llores, chiquilla, todo va bien —la consuela Tereza—. A él no van a tenerlo preso mucho tiempo. Doña Paulina también está presa, hay mucha gente. Pero nadie abrió el burdel.