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La tarde de la rechazada petición de boda, Tereza le contó a Almério das Neves, casi palabra por palabra, el relato del maestro Caetano Gunzá. Estaba repleto de sucesos desagradables, pero contenía pruebas de amor y una esperanza:

—Un día de éstos, sin dar aviso, el compadre desembarcará en el muelle.

Así había dicho el maestro Gunzá en la popa de su barcaza, fumando la pipa de barro. De esa esperanza vive Tereza Batista. Almério das Neves, romántico y heroico, la oyó con los ojos húmedos y la garganta apretada, ¡qué relato más conmovedor, parecía una novela de la radio! El panadero quería casarse con Tereza Batista, estaba muy enamorado, no daba su caso por perdido, quién sabe si un día; pero si dependiese de él, ese mismo día, ese mismo instante, viniendo por el golfo, saliendo del crepúsculo, Januário Gereba de regreso tomaría la mano de la perdida amante, la consolaría y en la ermita de Monte Serrat se unirían en unas bodas místicas (bodas místicas era una expresión que había oído en una radionovela y le había encantado) y Almério sería el primero en felicitarlos. Igual que cierto personaje de una novela que salía en un folletín de su adolescencia, que era generoso y desprendido, un corazón de oro. Almério está dispuesto al sacrificio por la felicidad de su bienamada. Esos gestos consuelan en horas amargas, reconfortan.

Pedazos de frases arrastradas por el viento sur, noche de temporal, tristezas rumbo al océano revuelto. ¿Por dónde andará Januário Gereba, el marinero embarcado en un carguero panameño? En la voz del maestro Caetano Gunzá, los ecos sordos de la contenida emoción. Quiere bien al compadre, amigo de infancia, hermano de estera en la obligación del bori[126], en el candomblé, simpatiza también con la muchacha, bonita y dispuesta.

Cuando, por fin, los mástiles de la Ventania fueron avistados cruzando la barra, Camafeu de Oxossi mandó a su sobrino llevarle un mensaje a Tereza. Ella recibió la notita y salió corriendo para la Ciudad Baja; la barcaza había fondeado. En Agua dos Meninos tomó una canoa, el maestro Gunzá la esperaba a bordo del velero, había sabido por terceras personas que la muchacha estaba loca por noticias de Januário. Se alegró de verla viva y sana, le habían dado falsas noticias al compadre, ella no se había muerto en una epidemia de viruela. Menos mal.

Durante más de un mes, diariamente, Tereza fue hasta el Mercado Modelo y la Rampa para saber si la Ventania había regresado. Trataba de divisar la silueta de la barcaza, la tenía en los ojos, anclada en el puente de Aracaju, cargando azúcar. Hacía un mes y medio que la Ventania se había hecho a la vela rumbo al sur del Estado, a Canavieiras o Caravelas, las bodegas llenas de sacos de cecina y barricas de bacalao. Fecha de regreso imprecisa, los veleros dependen de la carga, del viento, de las corrientes y del mar, dependen de Yemanjá que les debe conceder buen tiempo.

Aquella espera marcó los comienzos de la vida de Tereza en la ciudad de Bahia, y las primeras relaciones que estableció fueron hechas en la búsqueda del patrón Januário Gereba y del saveiro Flor das Aguas. Todos muy amables, imposible encontrar gente más adecuada, pero las noticias eran contradictorias. Como había venido a la capital para saber noticias de Januário, salió a preguntar. Aquí y allá obtuvo pedazos de historias, pero sólo el maestro Caetano le contó la historia completa.

Después de la epidemia de viruela en Buquim, Tereza empezó a bajar del sertón, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, lentamente. Había conocido Esplanada, Cipó, Alagoinhas, Feira de Sant’Ana. Viaje extenso y atribulado. Sin recursos, obligada a ejercer en las peores condiciones. Durante esos meses —¿cuántos? no lo sabía—, completó el exacto conocimiento de la vida de una ramera, tocó el punto más bajo, pero, dispuesta a llegar al mar de Gereba, siguió hasta el fin, con obstinación.

Sólo en Feira de Sant’Ana encontró un cabaret donde pudo ofrecerse como bailarina a cambio de casi nada, y aun así, para cobrar la miserable paga tuvo que armar un lío tremendo. Si no hubiese aparecido en medio de la confusión un imponente viejo de barbas y bastón, un señor aparentemente muy importante que salió a defenderla, habría terminado presa en lugar de recibir el magro dinero, justo para el pasaje en el autobús y los primeros gastos en la capital. Menos mal que el anciano caballero hizo que le dieran un poco más. Simpatizó con la valentía de la muchacha y, como estaba ganando en la ruleta del dueño de El Tango, en la cual hasta entonces nadie ganaba, no sólo obligó al tipo a que le pagara lo convenido, aumentó esa pequeña cantidad con una buena parte de lo ganado en el juego. De pura bondad, pues ni siquiera le pidió que durmiera con él, le permitió partir cuando él seguía ganando en el juego para mayor escándalo de Paco Porteño. Las barajas marcadas habían perdido la partida, nada ganaban tampoco c on la rapidez del manipuleo, que era orgullo y auténtico capital del gringo. Por primera vez, Tereza se encontraba con aquel viejo en su camino pero él la trató como si la conociese desde hacía largo tiempo.

En Bahia había iniciado la búsqueda. Al comienzo tímidamente; imaginaba que Gereba todavía estaba casado. No quería perturbarlo en su vida familiar, provocarle problemas. Sólo quería localizarlo, para seguirle los pasos, sin ser notada. ¿Sólo eso? ¿No le gustaría también divisar al Flor das Aguas aunque fuera de lejos? ¿De lejos? ¿Quién puede saber con exactitud lo que Tereza esperaba y pretendía si ni ella lo sabía? Lo buscaba, era todo lo que tenía.

En la Rampa y en el Mercado prácticamente todos la conocían y la estimaban, pero nadie tenía noticias de él. Mejor dicho, todos le daban noticias, ninguno se negaba a hablar del saveirista pero todas las noticias eran diferentes. Una sola cosa cierta: la esposa de Januário había muerto tiempo atrás.

En el candomblé de Bogun, donde él tenía su puesto de ogan desde hacía años, la mãe-de-santo Ronhoz le confirmó que Gereba había perdido a su mujer, había muerto tuberculosa la pobrecita. Los ojos fijos en Tereza, la iyalorixá no vaciló en reconocerla:

—Tú eres la muchacha que conoció en Aracaju.

Después del entierro, Januário había estado en el templo en trabajos de axexê[127] purificando su cuerpo antes de realizar un viaje de gran importancia, según había dicho. A las orillas de Aracaju, donde me esperan, agregó. Quién lo esperaba eras tú, ¿no es cierto? Nunca más apareció. Consta que volvió de su viaje y que inició otro.

¿Un viaje? ¿Dos? ¿Vivo o muerto? ¿Desaparecido? ¿Dónde? Tereza sólo había conseguido saber la verdad cuando, por fin, la Ventania regresó del sur del Estado cargada de cacao.

La conversación tuvo lugar en la popa de la barcaza anclada frente a las luces de la ciudad, batida por el viento sur, que levantaba las mansas aguas del golfo. Noche de peligro en el mar, noche mala para los saveiros. Janaína desatada en tempestad, buscando a su novio para las bodas en el fondo del océano, explicaba el maestro Gunzá tocando las aguas con la punta de sus dedos, llevándolos a su frente y repitiendo el saludo de la sirena. ¡Odóia! El patrón del velero había recibido a Tereza amistosamente pero sin alegría.

—Supe que estabas en Bahia y que me buscabas, Tereza. Anclé así porque mañana debemos atracar al lado del carguero para descargar directamente.

Se sentaron, el viento sacudía la cabellera negra de Tereza, el seco aroma del cacao subía desde la bodega. Con miedo de la respuesta, Tereza preguntó:

—¿Qué pasa con Janu? ¿Por dónde anda? Estoy en Bahia desde hace dos meses y todavía no pude saber nada fijo sobre él. Cada uno me dice algo diferente. Lo único verdadero que pude saber es que se murió su esposa.

—Pobre mi comadre, ya daba pena verla, era nada más que piel y huesos. El compadre no la dejó hasta que no cerró sus ojos. En los últimos días apareció el padre de ella para hacer las paces y llevar a la hija al hospital. Era demasiado tarde. La comadre ya no servía para mujer pero el compadre lo sintió mucho.

Tereza lo escuchaba en silencio, más allá de la voz del maestro Gunzá, quebrada por el viento y la tristeza, escucha a Januário diciéndole: la que yo amé y quise, la que robé a su familia, era alegre, bonita, hoy está enferma, fea y triste, pero el culpable soy yo, no puedo dejarla en la calle. Es hombre recto Janu.

—Después hizo dos o tres viajes para sacar un poco de dinero, me dejó el saveiro y salió a buscarte ¿Te acuerdas, compadre, de Tereza Batista, aquella muchacha de Aracaju? Voy a ir a buscarla para que viva conmigo, para casarnos. Así me dijo.

El maestro Gunzá enciende la pipa y el viento se la apaga. La barcaza sube y baja, las olas crecen, el viento sur desatado parece llamar a la muerte con un silbido agudo. Silenciosa, Tereza imagina a Janu buscándola, libre de sus cadenas, pájaro suelto, dispuesto a llevarla a su casa, a su saveiro. ¡Ay, qué desencuentro!

—Se pasó más de tres meses buscándote. Volvió sin una moneda, vino como acompañante de un camionero. Muy triste, sin saber qué hacer. Me contó todo el viaje, fue por Sergipe, atravesó Alagoas, Pernambuco, Paraíba, estuvo en Natal y sólo se detuvo en Ceará, conoció muchos lugares y mucha gente, pero no encontró lo que buscaba. Perdió tu rastro en Recife, pero sólo perdió la esperanza en Fortaleza. De nuevo en Aracaju, anduvo por las afueras de Sergipe y allí le contaron que te habías muerto atacada de viruela, le dieron el día y la hora y le describieron tu retrato, todo parecía verdadero. Sólo no supieron decirle dónde estabas enterrada. Eran tantos los muertos que no había tiempo para funerales, ponían cinco o seis en un mismo hoyo. Eso fue lo que le contaron a mi compadre.

Sí, Tereza, había salido al encuentro de la muerte y se había enfrentado con ella, desesperada por no estar con él y por haber querido olvidarlo en la cama del doctorcito Oto Espinheira, director del Puesto de Salud, rey de los cobardes. La muerte la había rechazado, ni la viruela la quiso. En la noche tormentosa, la cara de piedra de Tereza, la brasa de la pipa del maestro Caetano Gunzá y la tempestad naufragadora de saveiros, Janaína busca un novio. En el silbido del viento, su canto de sirena.

—Mi compadre había cambiado, ya no parecía el mismo, ni tenía ganas de ocuparse del saveiro. Se quedaba sentado aquí, en la popa de la Ventania, callado, abriendo la boca sólo para decirme ¿por qué tuvo que morir, compadre? Todo se puede arreglar menos la muerte, y yo que pensaba que iba a vivir con ella. Así hablaba, si no se quedaba callado.

De pronto, el viento cesó y en la calma, los saveiros quedaron a la deriva, perdido el rumbo. En el mar alto, Janaína con su novio, en nupcias fatales. La voz del maestro Gunzá resuena en la barcaza:

—Entonces apareció el barco panameño, un carguero grande. Entró en el puerto para desembarcar a seis tripulantes atacados de rabia. Un perro a bordo se había enfermado y antes de que pudieran matarlo mordió a seis. Para poder seguir viaje, el capitán reclutó gente. Januário fue el primero en enrolarse. Antes de partir me dijo que le vendiese el Flor das Aguas y que me quedara con el dinero, ya que él no tenía a nadie en el mundo y no quería que su saveiro se pudriese anclado. Lo vendí pero deposité el dinero en el banco para que dé rendimiento, así cuando él vuelva podrá comprar otra embarcación. Eso es lo que pasó.

Tereza sólo pudo decir:

—Yo me quedo aquí hasta que vuelva. Si todavía me quiere, aquí me encontrará. ¿Te acuerdas del nombre del barco, maestro?

Balboa era, ¿cómo me iba a olvidar? Salió de noche, nunca más supimos del compadre —un suspiro, la brasa de la pipa, la voz cálida, la confianza—. Un día, cuando menos lo esperemos, el compadre desembarcará en el muelle.