Las puertas de las residencias y de las pensiones son abiertas por la fuerza, a puntapiés, a empujones, por los policías. Invaden las casas, agreden a las mujeres, las obligan a salir a la calle. Entran en escena los bastones, algunos prefieren los nudillos de hierro, llueven golpes. Gritos y palabrotas, las mujeres que corren hacia la calle, otras que se resisten, todo es arrasado. Es el comienzo de la Operación Retorno Alegre al Trabajo. Para las tropas de la legalidad, toda una diversión.
En algunos casos, la tarea de los agentes se complica, se vuelve desagradable. En la pensión de Ceres Grelo Grande las instalaciones sanitarias no funcionaban desde hacía más de veinticuatro horas, obligando a las pensionistas al incómodo uso de las escupideras, que se revelaron excelentes armas de guerra. Enarbolando escupideras llenas, las mujeres se enfrentan a los hombres y los ponen en fuga. El detective Dalmo, comandante del batallón, recibió en las narices y en el traje gris claro el contenido de un recipiente, en el cual se había aliviado la novata Zabé, víctima de una feroz disentería. El elegante quedó cubierto de orina, mierda y odio. Ordenó que las atacaran a golpes y dio el ejemplo.
Con el revólver en la mano, el comisario Labão Oliveira dirigió personalmente el asalto al burdel de Vavá. Subió la escalera seguido de algunos policías de confianza, tiró la puerta abajo, traspuso los batientes de la entrada. No había alma viviente en los dos pisos del enorme edificio. Cubículos desiertos, silencio absoluto. ¿Dónde se metió el hijo de puta? ¡Ah!, si el comisario lo encontrara, sabía cómo obligarlo a dar la contraorden, a decretar la apertura del burdel. Contaba con hacerlo, con obtener una rápida victoria, porque quien manda en la zona es Vavá, su palabra es ley. ¿Dónde se escondió el hijo de puta del tullido?
A una señal de Labão la puerta del cuarto de Vavá es derrumbada, los polis invaden el aposento, ni sombra del inválido. Enfurecidos, arrancan las sábanas de la cama, rompen los objetos que usa y estima Vavá, fuerzan la cerradura del escritorio, desparraman los papeles, intentan abrir la caja fuerte embutida en la pared, pero no lo consiguen.
Recordando los dorados tiempos de la represión de los candomblés, cuando como simple agente secreto contratado inició su brillante carrera, el comisario Labão, el valiente, a quien nada, ni en la tierra ni el cielo, atemoriza, se dirige al altar y empieza a destruirlo. Ningún poli se atreve a secundarlo, ¿quién tiene ese coraje? Alírio, un asesino frío, se asusta y le grita:
—¡Comisario, no haga eso, no sea loco, no toque a Exu!
—¡Mierdas! ¡Banda de cagones! ¡Yo me cago en Exu! Vuelan el tridente, la lanza, los hierros sagrados de Exu, deshace el montículo de tierra, su asiento, se desparraman por el cuarto la comida y la bebida. Los polis observan sin participar, el comisario deja el sagrario hecho añicos. Lo escupe con rabia:
—¿Y qué hacéis ahí parados? ¡Id a sacar a las putas a la calle, cobardes! ¿O les tenéis miedo a las mujeres?
Mira el reloj. Dentro de poco los marineros desembarcarán, el tiempo urge.