En la Brigada de Juegos y Costumbres, el comisario Labão había delineado ante el jefe el plan de acción:
—Déjamelo a mí. Haré trabajar a esas hijas de puta sea como sea. O abren los burdeles dentro de una hora o no me llamo Labão Oliveira. Me cambio de nombre.
Ese nombre que hacía temblar a las mujeres y a las celestinas, proxenetas, chulos, contraventores, todos los pobres marginados, o incluso a los inocentes ciudadanos, cualquiera que estuviese obligado a tomar contacto con el sostenedor de la moral y las buenas costumbres. Se hablaba de las muertes practicadas en frío por el policía, de los cadáveres enterrados a escondidas, horrores que circulaban en secreto. Pero no llegaban a las páginas de los periódicos, ¿dónde estaban las pruebas?
Aquella tarde hasta los polis más encallecidos, viejos compañeros de trabajo, se asustaron al ver al comisario fuera de sí, la mirada siniestra. Siniestra, no hay otro adjetivo. Con la sensibilidad a flor de piel, considerado un cagón por los policías, el licenciado Hélio Cotias se siente mal y se ríe al aprobar los proyectos de esa competente autoridad. El estómago apretado, aquel nudo que le subía, que quería salírsele por la boca. Le cuesta un esfuerzo contenerlo, dominarse, sobre todo después de la fatiga de esa tarde en la cama, con esa loca. Con la intención de amenizar el pesado clima, el gentleman de la policía propone llamar a la operación Retorno Alegre al Trabajo. No fue nada feliz, pues el citado poeta Jehová de Carvalho, en una crónica posterior, al comentar los hechos, consideró la operación «fúnebre, monstruosa broma, digna de Hitler y de los nazis en sus campos de concentración y muerte».