Hacia las cinco de la tarde, mientras Bada se da una rápida ducha para librarse del sudor pegajoso en esa tarde calurosa, el jefe Cotias, el gentleman de la policía, amante feliz y exangüe, pone la radio y descansa en la cadencia de la música.
Un merecido descanso después de una hora de violento ejercicio: la frágil Bada es sensacional, un fuego, una hembra completa. Antes le había dicho estatuilla de Tanagra, enigmática Gioconda; ahora, al tenerla desnuda en sus brazos, le dice al oído, Josefina, mi Josefina.
—¿Por qué Josefina? ¡Qué nombre más feo, Virgen santa!
—¿No soy tu Napoleón? ¿No estaba casado Napoleón con Josefina?
—Prefiero ser María Antonieta.
—Históricamente equivocado, querida, pues María…
—¿Qué me importa? —le cerró la boca con un beso, un chupón de los que hacen época.
Ni Josefina, ni María Antonieta; si el licenciado Cotias tuviese ánimo le diría ahora: Mesalina. Qué tarde, Bada era una furia, un desatino, el jefe había tenido que esforzarse al máximo para estar a la altura de la situación. Carmen, su esposa, née Sardinha, carácter áspero, cuando lo sabía interesado por alguna mujer, le decía con desdén:
—Fíjate cómo te portas, no me hagas quedar mal.
Eso lo perturbaba, volvía todo más difícil; además, ése era, con seguridad, el propósito de Carmen. Con Bada, felizmente, había cumplido. Mujer insaciable, disoluta. Quería saber las particularidades de la zona, no sólo qué había pasado en la víspera, la triunfal acción de Hélio, quería saber las intimidades de las prostitutas; ah, qué ganas tengo de visitar un burdel. En los minutos finales, se mordía los labios y, agarrada al jefe, le pedía sollozante:
—¡Llámame puta, pégame, policía mío!
El apartamento queda sobre lo alto de Gamboa; por la ventana de atrás el jefe, exhausto, cubierto de sudor, fumando un cigarrillo y escuchando la melodía de una canción italiana, divisa los barcos fondeados en el puerto.
Antes de ir al encuentro de Bada, el licenciado Cotias, cumpliendo con su deber, pasa por la Brigada, donde el comisario le informa que todo está en perfecto orden: los marineros desembarcarían al atardecer, la policía de la zona ya estaba organizada, la policía militar reforzaría a la civil para evitar cualquier problema. En cuanto a las celestinas de Barroquinha, seguían en su rechazo al traslado. Lo que iba a decidirlas sería una buena paliza a cada una. Por la madrugada, cuando el movimiento amainara. Por ahora, las mantienen en ayunas. Un poco de paciencia, doctor, y las ruinas del Bacalhau estarán alquiladas a buen precio. El comisario se ríe en la cara del jefe, lo mira con sus ojos sin piedad. Un criminal, piensa el gentleman de la policía, ¿qué quiere insinuarle con eso del alquiler de los edificios? ¿La firma le habría untado al comisario?
Bada baja la persiana, cesa el ruido de la lluvia. Cubierta de gotas, una sobre el pezón izquierdo, los ojos puestos en su amante, se le acerca. Por la radio, la música es súbitamente interrumpida por la voz del locutor que se hace oír tras los compases marciales que anuncian las noticias: «Atención, atención».
En la cama, indiferente a la llamada urgente de atención, Bada se tira sobre Hélio. Envuelto en el beso ávido, el licenciado oye al locutor: «La situación de las prostitutas preocupa a las autoridades. El desembarco de los marineros está confirmado para las veinte horas. Se realizará en la dársena de Plaza Cayru. Hasta el momento los burdeles están cerrados. El comisario Labão Oliveira, que se encuentra en Maciel tomando las medidas que las circunstancias exigen, afirmó que la normalidad será restablecida antes del desembarco de los marineros. No los dejaremos mirando los barcos», y añadió: «¿dónde irían a parar nuestros fueros de civilización si ese absurdo sucediera? Se tomarán enérgicas medidas, la policía tiene el control de la situación. Escuchan ustedes Radio Gremio de Bahia».
El licenciado Hélio Cotias abre los ojos, intenta liberarse de Bada. ¿Qué significa esa noticia, por qué la situación de las prostitutas preocupa a las autoridades? La música vuelve, una nostálgica canción napolitana. Requerido por su amante, el jefe suplica, un momento querida, mueve el botón para buscar más información. Por fin la encuentra: «… no hubo alteración, sólo que las fuerzas policiales se acrecentaron con la llegada de la caballería. La huelga de las prostitutas prosigue, nuestros cronistas se dirigen hacia allá y en cualquier momento estaremos transmitiendo directamente desde Maciel, donde las fuerzas policiales se están concentrando. Mantengan sintonizada radio Abaeté, en cualquier momento volveremos con más noticias».
Irritada, Bada arroja lejos la radio. El jefe, lleno de pánico, quiere irse, el deber lo llama. Ella lo agarra, intenta interesarlo, en vano, Hélio ya no puede, le faltan fuerzas, voluntad, basta observarlo. Necesita ir a la Brigada, ponerse al tanto de lo que sucede, saber qué significa todo eso, asumir su puesto de mando, es el jefe de la Brigada de Juegos y Costumbres.
—Tengo que irme ahora mismo, querida, déjame, por favor.
No conoce a Bada, no se da cuenta de la fuerza de sus deseos:
—¡Impotente!
Cae sobre él, la deja hacer, puta desgraciada, furor uterino. Desde el suelo, la radio brama: «Estamos transmitiendo directamente desde Pelourinho. La policía decidió abrir a la fuerza las puertas de los burdeles».