Sentada sobre el ancho muro frente a la ermita de Monte Serrat, al atardecer, mientras empezaba a iluminarse la ciudad de Bahia plantada sobre la montaña y el golfo de serenas aguas, las velas de los saveiros como fantasmas, Tereza está envuelta en melancolía. A su lado, Almério confiado. Lugar adecuado para una declaración de amor, allí había pedido y obtenido la mano de Natália, escena que espera repetir en esta ocasión.
—Permíteme que te diga, Tereza, lo que me sale del alma. Me encuentro a merced de un torbellino de sentimientos. El hombre no es dueño de su voluntad, el amor no pide licencia para introducirse en un pecho entristecido.
Qué palabras bonitas, piensa Tereza, y qué justas. Ella bien lo sabe: el amor no pide permiso, aparece, violento y domina y después no hay nada que hacer. Suspira. Para Almério das Neves, solicitante, aquel suspiro sólo puede tener un significado. Animado, prosigue:
—Estoy amando, Tereza, estoy siendo devorado por el fuego del amor.
El tono de la voz y la tentativa de tomarle la mano, alertaron a Tereza. Desvió sus ojos del paisaje y el recuerdo de Janu y miró a Almério, lo vio en trance, los ojos fijos en ella con una especie de adoración:
—Estoy perdidamente enamorado, Tereza, de ti. Ponte la mano sobre el corazón y contéstame con sinceridad, ¿quieres hacerme el honor de casarte conmigo?
Tereza está boquiabierta y él prosigue diciendo cómo la había observado desde el día que la conoció, cómo fue conquistado por su belleza, eres la flor más hermosa del jardín de la existencia, por sus maneras y su trato. Perdido de amor, ya no puede encerrar en el pecho esos sentimientos. ¿Quieres hacerme feliz permitiéndome llevarte ante el altar y el registro civil?
—Pero, Almério, yo no soy más que una mujer de la vida…
Que ella frecuente la casa de Taviana no significa nada, allá había encontrado a la inolvidable Natália y ninguna esposa le había proporcionado a su marido mayor felicidad. El pasado, sea cual fuere, no tiene peso, la vida empieza hoy, allí, en ese momento. Para ella, para él y para Zeques, principalmente para Zeques. Si la única objeción es ésa, no hay ningún problema, todo está resuelto. Extiende su mano a Tereza y ella no la rechaza, la tiene entre las suyas mientras le explica:
—No es la única, hay otra. Pero, primero quiero decirte que estoy muy emocionada con tu petición, que es como un regalo, un regalo de cariño que no sé cómo agradecerte. Eres un hombre bueno y yo te aprecio mucho. Pero para casarme, no. Tienes que disculparme, pero no puedo.
—¿Y por qué, si no es secreto?
—Porque estoy enamorada de otro, y si un día él vuelve y todavía me quiere, esté donde esté y haga lo que haga, yo dejo todo y me voy con él. Y entonces, dime, ¿cómo podría casarme? Si yo no tuviese consideración contigo, sería una falsa. Aunque sea una mujer de la vida, tengo decencia.
El panadero se quedó mudo y triste, los ojos perdidos en la distancia. También callada y melancólica estaba Tereza mirando los saveiros que cortaban las aguas del golfo rumbo al Recôncavo. ¿Qué nombre le habría puesto el nuevo propietario al Flor das Aguas? El crepúsculo cae sobre la ciudad y el mar, quemando sangre en el horizonte. Finalmente, el estupefacto Almério consigue sacar palabras de su garganta para romper el silencio:
—Nunca me di cuenta de que había alguien en tu vida. ¿Yo lo conozco?
—Pienso que no. Es un patrón de saveiro, por lo menos lo fue. Ahora debe de estar embarcado en un barco grande, no sé dónde, ni siquiera sé si va a volver.
Todavía tiene entre sus manos la mano de Almério y suavemente la aprieta en un gesto de amiga.
—Te lo voy a contar todo.
Se lo contó desde el principio al fin. El encuentro en el cabaret París Alegre, la noche de la pelea en Aracaju, la desesperada búsqueda en Bahia, los desencuentros y, por fin, el relato del maestro Caetano Gunzá de vuelta de un viaje a Canavieiras, en la barcaza Ventania. Cuando terminó, el sol había desaparecido, se encendieron las lámparas y en el mar los saveiros quedaron en sombras.
—Había enviudado y me fue a buscar, no me encontró. Cuando llegué ya se había ido. Me quedé para esperar su vuelta. Por eso estoy aquí, en Bahia.
Con delicadeza suelta la mano de Almério:
—Vas a encontrar una mujer para que sea tu esposa y madre del chiquito, honesta como te lo mereces. Yo no puedo aceptar, discúlpame por favor, no lo tomes a mal.
El bueno de Almério, conmovido hasta las lágrimas, se llevó el pañuelo a los ojos húmedos mientras los de Tereza permanecían secos, dos carbones apagados. Sin embargo, no se consideró completamente rechazado, no dio todo perdido:
—No tengo nada que disculparte, el destino es así, desencontrado. Pero yo también puedo esperar. Quién sabe si un día…
Tereza no le contestó ni sí ni no, ¿para qué herirlo, para qué entristecerlo? Si Janu no regresaba un día, al timón de su saveiro o a bordo de un buque de bandera extraña, Tereza llevaría toda su vida luto de viuda. En la cama de la residencia o de una pensión cualquiera, ejerciendo el feo oficio, a lo mejor. Pero nunca en lecho de amante o de esposa, eso jamás. Pero ¿para qué decírselo a quien la honraba y la distinguía?