El detective Dalmo Garcia deja a los dos fulanos esperándolo en el auto, un viejo Buick propiedad de uno de ellos, tuerto, conocido entre los marginados por Camões Fumaça, corre por las escaleras del burdel, qué calor hace en esas primeras horas de la tarde.
El detective golpea, llama, nadie atiende. Ante la puerta cerrada Dalmo Costa nota de pronto la total ausencia de mujeres en Maciel. Aunque es muy temprano, ya debería haber cierta animación, pechos expuestos en las ventanas, las prematuras que rondan las calles con sus bolsitos, el inicio de un día más de trabajo. Nada de eso, sólo algunos transeúntes ocasionales, ni una sola mujer ha visto. El burdel cerrado. El detective Dalmo (Coca) Garcia no entiende. Vuelve a golpear la puerta, llama a Vavá. No obtiene respuesta.
Baja la escalera, entra en el automóvil. Camões Fumaça quiere saber:
—¿Qué pasa?
Aunque esté acompañado por un policía de la Especializada, no se considera seguro. Para empezar no confía en Dalmo; los agentes secretos son inmorales, aunque tengan el vicio de la droga. ¿Y el dinero prometido? El detective había quedado en encontrarse con ellos al fin de la tarde llevando el dinero, una cantidad respetable. Había aparecido después del almuerzo, sin un duro y simulando alborozo. Los barcos están llegando, ¿y la droga? De prisa y amenazador: rápido, si no queréis pagarlo caro. Camões Fumaça empieza a sentir cierto malestar.
—¿Qué pasa? —repite la pregunta imaginando lo peor.
—No sé… No hay nadie y las mujeres parece que desaparecieron. ¿Dónde pueden estar?
En la calle casi desierta, el ciego Belarmino, personaje habitual desde hace años en aquel rentable puesto para pedir limosna, arregla el periódico, el jarrito, el bocadillo para su almuerzo, ayudado por un chico. Toma el cavaquinho, comienza a cantar, habitualmente nunca deja de haber dos o tres curiosos parados oyéndolo.
A Camões Fumaça cada vez le gusta menos todo aquello; le ordena a su socio, un pigmeo silencioso, sentado al volante del viejo cacharro:
—Vámonos:
El detective Dalmo se sienta y repite atontado:
—¿Dónde diablos se metieron las mujeres?