Siguiendo las buenas normas de las empresas modernas, los tres socios habían deslindado responsabilidades y tareas. Al comisario Labão, socio mayor, jefe temido, le cupo la organización general y el acopio de los recursos necesarios.
Se entendió con los vendedores y los capitanes de la arena, con ellos combinó la distribución y la venta de los preservativos y del elixir afrodisíaco. En la feria de São Joaquím había adquirido a bajo precio una infinidad de pequeños cestos de paja. Cada muchachito, cada vendedor, recibió uno para colocar la mercancía. ¿Cuántos vendedores? ¡Vaya usted a saber! Una verdadera multitud desparramándose por toda la zona para exhibir, ofrecer y cambiar por dólares, preservativos y frasquitos de Cacete Rijo. El asunto había sido estudiado en todos los detalles, hasta frases en inglés se habían aprendido los vendedores. Habían sido adoptadas medidas de seguridad para evitar robos y desvíos del material. Pero la mejor garantía de honestidad de los vendedores era el miedo que sentían por el comisario Labão Oliveira, cuyo simple nombre, en apariencia tan inocente, hace doblar las piernas de cualquier chiquillo. Con el comisario nadie juega.
Organizador del negocio, financiero emérito. Había obtenido el dinero de usureros conocidos, como le explicó a sus socios, calculando los altos intereses que debía pagarle a sus prestamistas. En realidad, había puesto de su bolsillo lo necesario, ganando así más dinero a costa de sus dos compinches, unos estúpidos.
Aquella famosa mañana no salió de su despacho. Envió guardias de su confianza a buscar a los responsables de los capitanes de la arena. Había llegado por fin el gran día.