Hacia las once de la mañana, el jefe Hélio Cotias salta de su automóvil frente a la Brigada de Juegos y Costumbres. Ordena que le traigan a las mujeres presas.
A los hombres los habían soltado a la madrugada, entre empujones y protestas, dos de ellos estaban en calzoncillos. Habían recibido algunos golpes para que nunca más intentaran obstaculizar la acción de la policía. Unos golpecitos de nada.
Zurra de padre y señor mío fue la que recibió la negra Domingas; se había metido a valiente, se había enfrentado con ellos. La dejaron molida; la cara lustrosa y apetecible le quedó como una pasta seca y opaca. En cuanto a Maria Petisco, al arañar la cara de Dalmo Coca, al morderlo había despertado el apetito del elegante detective y hacia la medianoche, bajo los efectos del polvo, el guardián de la moral invadió la celda dispuesto a montar a la muchacha, allí mismo, ante la vista de las demás. En una noche tan alborotada, entre palizas y bofetones, tuvo gracia la escena del drogado, medio flojo de piernas, queriendo agarrar a Maria Petisco y derribarla. Los polis se reían animando al campeón. Después se cansaron y se lo llevaron.
El jefe Cotias se va imponiendo en el cargo y en la opinión de sus subordinados, según es fácil constatar. Aun así, la visión de la negra Domingas le causa cierta impresión. La piel oscura de la muchacha exhibe marcas rojas, equimosis enormes. Un ojo cerrado, la boca rota, apenas se sostiene en pie. Con desprecio, el comisario Labão comprueba el irritado mirar del jefe. Ése es un trabajo de hombres y no de maricas.
—Tipa ruin, lianta. Agredió a todo el mundo en la celda, quisimos darle una lección, sino no podíamos dormir; esa gente sólo entiende los palos —aclara el comisario—. No se les puede tener pena.
Necesita acostumbrarse, no sentir pena, esa gente no la merece, piensa el jefe. Siente el estómago débil. Ordena que las pongan en libertad. En el lugar sólo quedan las dueñas de pensiones. El bachiller recorre la fila de mujeres, seis infelices, les habla al mismo tiempo en tono paternal y feroz:
—No quisisteis mudaros por las buenas, tendréis que mudaros por las malas. ¿Qué se gana con desobedecer? La que esté dispuesta a salir de aquí directamente para mudarse que dé un paso al frente y sale en libertad ahora mismo.
Esperaba un asentimiento general y agradecimientos. Sólo Mirabel hace un movimiento, pero la vieja Acácia habla antes:
—No nos mudamos. Aunque tengamos que morirnos en la cárcel nadie se va a pudrir en aquella basura.
El jefe pierde la mesura, golpea la mesa, amenaza a la vieja con un dedo, bien macho como lo definió su mujer, Carmen Cotias, née Sardinha:
—Entonces os vais a pudrir aquí. Comisario, llévalas de vuelta a la celda.
El comisario que está de buen humor propone:
—Una docena de patadas a cada una a la hora del almuerzo y de la cena, en lugar de comida. Es un buen régimen, van a querer mudarse en seguida, el doctor va a ver.
Sin pedir permiso, refregándose las manos, en el colmo de la alegría, Peixe Cação aparece ante la puerta del despacho:
—Los barcos de la escuadra americana ya están a la vista, en Itapoã. ¡Van a llover dólares!