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Quizá con doble intención, Taviana propició el encuentro de Tereza Batista con Almério das Neves, un amable ciudadano, bien hablado, establecido con una panadería en Brotas. No era rico, pero se encontraba en una próspera situación. Mantenía con la celestina una vieja amistad. Hacía unos quince años había conocido en la residencia a Natália, apodada Nata de Leite por la blancura de su piel, tímida, nueva en el oficio, una de las nacidas, según Taviana, para madre de familia.

Almério había comenzado en esa época su vida de comerciante y trabajaba día y noche para hacer prosperar su modesta panadería, en las cercanías de la actual. Después de algunos encuentros con Natália, enseguida supo la patética historia de la muchacha, su expulsión de la casa por el padre enojado al enterarse de que se había acostado con el novio. Pasó un tiempo en el cuarto del bohemio estudiante, que un día desapareció sin dejarle su nueva dirección ni decirle siquiera adiós. Almério se sintió presa de pasión por esa joven y atrayente víctima del destino y de los sinvergüenzas. La sacó del prostíbulo y se casó con ella. Esposa más recta no hubiera conseguido ni siquiera en un convento de monjas. Honrada e incansable en el trabajo. No le dio hijos, es verdad, fue su único fallo, porque en todo lo demás fue perfecta. Cuando, pasados los años, les fueron mejor las cosas y Natália pudo dejar la caja de la panadería donde se pasaba el día entero, resolvieron adoptar una criatura, huérfana de padre y madre. La madre había muerto en el parto y el padre, seis meses después, de una neumonía; era el ayudante del panadero. Almério y Natália se encargaron del niño y fueron al registro civil para anotarlo como suyo y darle su apellido. Si todos esos años habían sido felices y calmos, esos dos últimos, viendo crecer al niño, fueron embriagadores. Una felicidad familiar brutalmente quebrada por el automóvil de un joven hijo de puta de rica familia, disparado como un loco para no llegar a ninguna parte, en la urgencia de no hacer nada. Atropello a Natália frente a la panadería, dejando a Almério en la desesperación y al niño, de nuevo, sin madre. Buscando consuelo, el viudo volvió a la casa de Taviana, su vieja amiga, y allí conoció a Tereza.

Tereza iba a la residencia con hora previamente marcada, atendiendo una clientela designada por la eficiente celestina. Terminada su sesión, despachado el banquero o el magistrado, a veces se demoraba en la sala en compañía de Taviana, charlando. En una de esas ocasiones fue presentada al «amigo Almério das Neves, persona muy de mi estima desde los tiempos en que era un muchacho y yo ya era vieja». ¿Qué edad tendría Taviana, o no tendría edad?

Mulato claro y gordo, reposado y puritano, bien hablado pero un tanto rebuscado en el vocabulario, todo en Almério sugería tranquilidad y seguridad. Para ser amable con Taviana, Tereza accedió a darle una cita para dentro de tres días, reservándole una tarde.

—Consuélalo un poco, Tereza, mi amigo perdió a su esposa hace poco tiempo, todavía no se quitó el luto.

—Llevaré luto en el alma por toda la eternidad.

Mesurado y agradable, después de la segunda etapa de la función (los clientes habituales de Tereza llegaban a duras penas a la primera y única), Almério se puso a conversar, contando particularidades de su vida, refiriéndose sobre todo a Natália, al hijito y a la panadería, la nueva, mucho más grande que la anterior, capaz de competir con los monopolios españoles dueños del mercado. Un día, dijo con orgullo, también el suyo sería un emporio:

—¿Cómo es el nombre?

—Panificación Nosso Senhor do Bonfim.

Nombre puesto para que le diera suerte y homenaje Oxalá, en cuya intención Almério siempre se viste de blanco, haga el tiempo que haga. Tereza se enteró de esas cosas con el correr de los días, pues el comerciante se fue haciendo cliente habitual. La charla prosiguió en la residencia y en las mesas del Flor de Loto. Como Tereza no podía reservarle más que una tarde a la semana, Almério empezó a frecuentar el cabaret en el primer piso de la calle del Tijolo, donde Tereza era la «sensual encarnación de la samba brasileña». Según el contrato (oral) hecho con Alinor Pinheiro, propietario del establecimiento, Tereza debía comparecer a las diez de la noche y no retirarse antes de las dos de la mañana. Se exhibía hacia la medianoche en mínimos trajes, en pretendidas estilizaciones del traje de bahiana, pero antes y después debía aceptar las invitaciones a bailar y a sentarse en ciertas mesas donde se bebía en abundancia. Siempre pedía vermouth, es decir té de sabugueiro[125]. Su actividad en el Flor de Loto no iba más allá, no hacía la vida, no aceptaba salir con clientes hacia las pensiones próximas. Del cabaret directamente a su cuarto alquilado en el Desterro, a doña Fina, antigua y estimada cartomante. Una habitación limpia y decente: recibe hombres en cualquier parte menos aquí, soy una viuda honesta, le avisó doña Fina, una viejita encantadora, de ojos cansados por la bola de cristal, conspicua oyente de radionovelas, loca por los gatos, tenía cuatro.

Mientras los panaderos batían la masa y calentaban el horno, Almério se daba una vuelta por el Flor de Loto para bailar una samba, un blue, una rumba, tomar un vaso de cerveza y charlar un poco. Muchas noches acompañó a Tereza hasta la puerta de su casa, antes de volver a la panadería. La muchacha apreciaba la compañía, la charla serena y agradable, los modales correctos. Jamás le propuso pasar la noche juntos, en la cama, transformando las corteses relaciones en cosa de amantes. Cama, sólo la de profesional, una vez a la semana, en la residencia; el resto del tiempo convivencia amistosa, una buena amistad.

En la noche anterior a la tarde en que le pidió que se casaran, Almério se demoró en el Flor de Loto hasta la hora de la salida de Tereza, bailando y conversando. Ya en la puerta del cabaret la invitó a que lo acompañara a Brotas para hacerle conocer la panadería, en taxi era un salto, a la media hora podría estar de vuelta en su casa. Aunque encontró la invitación un poco extraña, Tereza no vio motivo para rechazarla; tanto le había hablado del gran horno y del mostrador de formica que sólo le faltaba ir a verlo.

Con orgullo de propietario, de quien se lo debe todo a su trabajo —empecé desde cero, con la canasta de pan en la cabeza, vendiendo de casa en casa—, le mostró las instalaciones, la aseada fabricación, los panaderos ayudantes batiendo la masa, el horno encendido, las enormes palas de madera, y en la parte delantera, cuatro puertas hacia la calle, donde se atendía a la clientela, abiertas e iluminadas especialmente para la visita de Tereza.

—Esto va a ser un emporio. ¡Ah! ¡Si mi querida Natália no me hubiese faltado! Un hombre sólo trabaja bien cuando tiene una mujer a quien dedicarle su amor.

Tereza elogió, como era debido, la fábrica y el mostrador, recibió sonriente el tributo de los primeros panes de la madrugada y, cuando se encaminaba hacia el taxi, Almério le pidió que entrara un minuto en la casa de al lado, la suya. Pintada de azul y blanco, con las ventanas verdes, las plantas trepadoras subiendo por la pared, dos palmos de jardín bien cuidados por el dueño:

—Cuando ella vivía, valía la pena mirar el jardín y la casa. Ahora está todo abandonado.

No la invitaba a ver las plantas trepadoras. Cruzaron el corredor y fueron hasta la habitación del niño. Dormía en su cuna, en la mano un oso pelado y el chupete caído sobre el pecho.

—Es Zeques… El nombre es José, Zeques es el sobrenombre.

—¡Qué amor! —Tereza le tocó la carita, pasó su mano sobre los cabellos rizados.

Se demoró conmovida en la contemplación del niño, salió de puntillas para no despertarlo. Ya en el taxi preguntó:

—¿Cuántos años tiene?

—Ya cumplió dos años y medio.

—La cuna le queda chica.

—Sí, tengo que comprarle una camita; hoy mismo se la voy a comprar.

Un chico sin cariño de madre siempre carece de cosas, hay cosas que un padre no sabe hacer.

Tereza sólo entendió el sentido de todas esas palabras al día siguiente, en la residencia, cuando al encender el cigarro después de la repetida función, la primera vez como papá y mamá, la segunda a horcajadas, Almério la invitó a dar un paseo. ¿A esa hora de la tarde? Sí, tenía algo que decirle pero no allí, entre las paredes del prostíbulo.

Invitación igual a la que había hecho años atrás a Natália, Nata de Leite, la de la blanca piel y los modales tímidos. Ahora la pretendida era de color de cobre e impetuosa. Pasión abrasadora, en ambos casos, idénticas palabras:

—Necesito de la inspiración de la naturaleza.