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Antiguamente era una redonda y portentosa mulata, llamada Paulina Desorden o Paulina Sururu, elegida Reina del Carnaval y coronada en el Club Carnavalesco Fantoches da Euterpe, en cuya carroza desfiló cubierta de lentejuelas por las calles de la ciudad; es actualmente la imponente proxeneta Paulina de Souza, doña Paulina con el máximo respeto, con el correr del tiempo convertida en gordísima dueña de cuatro pensiones de muchachas en el Pelourinho y el Taboão. La figura más poderosa de la zona después de Vavá, con influencia sobre la vasta población. El mujerío la estima, doña Paulina es rigurosa pero siempre tiende su mano, no es como otras que sólo saben chupar la sangre de la gente.

Todos la tratan de doña y las más jóvenes, venidas del interior, le piden la bendición; sus cuatro casas eran ejemplo de buena administración y sosiego, ofrecían a los clientes mujeres amables y alegres, silencio y seguridad. Allí no había escándalos, discusiones, robos, borracheras, ninguna de esas cosas tan comunes en los burdeles. En ninguna había bar, no se vendían bebidas alcohólicas a los clientes; en compensación, doña Paulina proporcionaba a los necesitados literatura erótica, barata pero eficaz, folletos de cordel con trovas y dibujos canallas y, para los más adinerados, fotografías sensacionales. Pequeño aditamento al comercio propiamente dicho.

Doña Paulina de Souza imponía la ley y la hacía cumplir. Bondadosa y solidaria, no faltaba a las mujeres en sus necesidades pero no admitía ningún escándalo en la proximidad de las pensiones. Toda inquilina debía saber que eran locales de trabajo destinados a dar renta. Lujuria, cachaça, yerba, eran vicios que allí no se admitían. La que no estuviese de acuerdo hacía su maleta y se iba con la música a otra parte.

De agitado y alegre pasado, además de los recuerdos y anécdotas para contar, doña Paulina guardaba reservas de energía suficientes para cortarle las alas a cualquier muchacha haragana o a cualquier cliente novato no conocedor de los reglamentos: el que quiera montar de fiado o gratis que se vaya a montar a la puta que lo parió. Nada de gozar sin pagar, ni de derrochar el presupuesto de la casa. Valía la pena verla en esos momentos, indignada, moviéndose rápidamente a pesar de su corpachón, agresiva, hecha una furia. Hacía correr hasta a un estibador.

Vivía maritalmente con Ariosto Alvo Lirio, pagador del Ayuntamiento, pardo, alto y flaco, educado y de maneras finas. Doña Paulina se había preparado para gozar de merecido descanso. En nombre de Ariosto, debido a razones legales, adquirió una casa y algunas tierras en São Gonçalo dos Campos, de donde era oriunda y donde quería vivir pacíficamente el resto de sus días. Dentro de cinco años, cuando el funcionario municipal se jubilara, dejaría sus prósperas pensiones (nunca faltan candidatos para la sucesión), y se iría a cuidar sus tierras en compañía del amante, entonces quizá marido.

Dos únicas cosas entristecen e irritan a doña Paulina: una de ellas es el hecho de estar casada con Telêmaco de Souza, un peluquero de oficio y borracho de vocación. Sujeto impenitente, hasta ahora escapó de los sucesivos y poderosos hechizos mandados hacer contra él por la esposa, muy ligada a gente de Ifá, banda de terribles hechiceros. El peluquero ya tuvo dos terribles accidentes automovilísticos, en uno murieron tres personas, en el otro dos, pero él pudo salir ileso. Tuvo el tifus, el médico lo desahució, pero tampoco se murió por eso, haciendo un feo al médico. Con una gran borrachera, volviendo de un paseo a Itaparica, se cayó al mar y, sin saber nadar, ni siquiera se ahogó el muy ingrato. Nació lleno de pelos y el que nace peludo es protegido por Oxalá, Lémba di Lê para los de Angola. A pesar de eso, doña Paulina no perdía las esperanzas y renovaba los ebós infatigables, un día le darán buen resultado y quedará viuda y novia.

La otra cosa que le disgusta es el dinero que se desperdicia con los policías. Mantiene su negocio en perfectas condiciones, en orden, no explota menores, no trafica con drogas, no permite peleas en las pensiones; pero se siente robada, víctima de la explotación más injusta y sórdida, cuando tiene que echar mano a sus ahorros, destinados a sus tierras en São Gonçalo dos Campos, para engordar a tipos como Peixe Cação, por ejemplo, un inmundo capaz de abusar de sus propias hijas.

Ese mismo día estuvo allí el perverso y le sacó dinero con el pretexto de preparar el ambiente para la llegada de los marineros americanos. No contento todavía, la amenazó con el traslado de la zona. Si Paulina quería quedarse en el Pelourinho, que preparase la bolsa pues le iba a costar caro, y, asimismo, las garantías serían precarias. Esta vez, según el policía interesado en asustarla, la orden venía directamente del Gobernador: saquen a las putas del centro de la ciudad. Era una promesa hecha por la esposa durante la campaña electoral: si el marido era elegido, expulsaría a las rameras hacia los confines del mundo. Peixe Cação se burlaba:

—Ahora quiero ver a los santos del candomblé, quiero ver qué hacen por vosotros. Si queréis favores vais a tener que gastar mucho. Y preparaos, que es para pronto.

Doña Paulina de Souza conoció a Tereza Batista por intermedio de Anália, muchacha muy divertida y tranquila, que pasaba el día entero cantando modinhas de Sergipe, nostálgicas modinhas, un verdadero pajarito. Como era de Estância y se refería continuamente al río Piauitinga, a la Cachoeira do Ouro, al viejo puente, Tereza se hizo amiga de la muchacha en el Flor de Loto, juntas se ponían a recordar los caserones coloniales, el Parque Triste, la enorme luna. El nombre del doctor nunca salió a colación. Tereza lo guardaba con avaricia en sus recuerdos de alegría y amor.

Inquilina de una de las pensiones de la ex Reina del Carnaval, de aquella donde estaban situados los aposentos reales, Anália había invitado a Tereza a almorzar, y las visitas se repitieron. Llevada por la charla a contar y escuchar historias, doña Paulina se aficionó a la muchacha sertaneja, fina de maneras y conversación de doctora. Tereza hablaba del sertón y de las ciudades del norte, contando acontecimientos curiosos, historias de animales y personas y de seres encantados. Con el mismo aprecio citaba a un señor distinguido, un lord, o a un hombre de pueblo, muerto de hambre. Cuando la veía llegar, doña Paulina se alegraba, tenía diversión para la tarde entera. Anália le había contado en secreto que Tereza había sido amante de un millonario de Sergipe, que había vivido en el lujo y las comodidades. No era tonta, había guardado plata, hoy podía ser independiente, le había sacado al viejo lo que quiso, estaba loco por ella, babeaba.

Cuando Tereza apareció a hora inesperada, doña Paulina estaba entregada al trabajo de control de sus pensiones, pero igual la recibió complacida:

—Quédate a mi lado, dime qué quiere. ¿Necesitas dinero?

—Muchas gracias. No es eso. Mañana la gente de Barroquinha tiene que trasladarse.

—¡Qué arbitrariedad, qué abuso! Hoy estuvo aquí el tal Peixe Cação, me quiere sacar dinero por el asunto del traslado.

—Pero la gente de Barroquinha no se va a mudar.

A doña Paulina se le salieron los ojos:

—¿Van a desobedecer? ¿Y las consecuencias?

—Si todos desobedecen no hay consecuencias: Ya hablé con Vavá, parece que está de acuerdo.

—Explícame eso, muchacha, con detalle.

Tereza se lo explica de nuevo. Forzar la mudanza de un grupo de pensiones es fácil, ¿pero cómo va a hacer la policía para trasladar la zona entera? ¿Si nadie se muda? La gente de Barroquinha ya lo decidió, no se mudan.

—¿No obedecen? Ah, pero la policía…

Sí, la policía va a usar de la violencia, va a tomar presas, pero ni así las mujeres se mudarán, ninguna se irá a los caserones del Bacalhau. Si no pueden recibir hombres en Barroquinha se quedan ejerciendo por ahí, en casas amigas. Las dueñas de pensiones aguantan el perjuicio unos días hasta que la policía desista. Con el traslado el perjuicio iba a ser mayor.

—Eso es verdad.

¿Entonces? La gente de Maciel tampoco se muda. Vavá le va a contestar mañana, pero Tereza apuesta a que está de acuerdo. Ni las pensiones del Pelourinho ni las del Taboão se mudan, si doña Paulina está de acuerdo. Todo depende de ella.

—¡Qué locura! Lo único que se puede hacer es pagar, llenarles los bolsillos, siempre fue así. Peixe Cação, ese miserable ya empezó a cobrarme.

—¿Y si así no gana nada? Mirabel ya pagó y no adelantó nada.

En medio de la conversación aparece Ariosto Alvo Lirio, el príncipe consorte. De joven había tenido veleidades sindicales, había participado de una huelga en el Ayuntamiento para impedir la aprobación de un proyecto de ley lesivo para los intereses de los servidores públicos, una huelga victoriosa. Dueño de palabra fácil, pronunció discursos en la escalera del Palacio Municipal y lo habían aplaudido. De aquel movimiento guarda una memoria grata y festiva. Aprueba la idea de la resistencia, a lo mejor se obtienen buenos resultados. No esconde su entusiasmo.

Así y todo, doña Paulina, mujer sensata, enemiga de decisiones apresuradas, no se resuelve a dar un inmediato apoyo a la iniciativa. Tereza espera, contiene su ansiedad. Si doña Paulina y Vavá dicen que sí y ordenan a los otros, nadie se moverá en la zona, las mujeres de Barroquinha tendrán donde ejercer, la desobediencia será general.

—El mundo se viene abajo —murmura la proxeneta.

Doña Paulina de Souza había andado en asuntos de santos hacía muchos años, siendo una muchachita, antes de ser Paulina Sururu y Reina del Carnaval bahiano, con la madre Mariazinha de Agua dos Meninos, en un candomblé angolano, donde reina Ogum Peixe Marinho. Antes de nada quiere oír la opinión de su guía santo. Vuelve mañana, le dice a Tereza. Y que Ariosto no se meta en esto, que él no tiene nada que ver, no sea cosa que se perjudique en la Prefectura.