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El licenciado Hélio Cotias, el «gentleman de la policía», en la lapidaria expresión del cronista Luluzinho (en ciertas reuniones Devassa Lulu) no consigue ocultar su irritación:

—¿Dónde estaban ustedes, qué diablos andaban haciendo?

Peixe Cação rezonga disculpas, el comisario Labão prefiere guardar silencio, mirando al comisario con aquellos ojos aparentemente sin expresión, fríos y fijos, licenciado cagatintas, hijito de papá metido a duro, un mierda. No me levante la voz porque no lo soporto. No soy empleado de una firma privada, y hasta ahora nadie me dijo cuánto voy a ganar en el negocio. Los ojos del comisario, provocan escalofríos. El jefe suaviza el tono de voz al dar la orden:

—Quiero a las mujeres aquí, ahora mismo. A todas. Consigan un vehículo de la radio patrulla y tráiganlas aquí. Vamos a ver si se mudan o no.

El comisario se retira junto con Peixe Cação y antes de llegar a la puerta empieza a silbar ostensiblemente. El licenciado aprieta los puños: es un hombre de sensibilidad a flor de piel, obligado a vivir con marginados de esa clase, suerte ingrata; ¡ah, si no fuese por las compensaciones!

El nombramiento del licenciado Hélio Cotia para el cargo de jefe de la Brigada de Juegos y Costumbres había constituido, según un periódico amigo, una prueba evidente de la decisión gubernamental de renovar los cuadros de la policía civil con el aprovechamiento de hombres dignos, merecedores de la confianza popular. Bien nacido, mejor casado (con Carmen, née Sardinha), esa mañana había oído por el teléfono unas cosas buenas dichas por el tío de la esposa. En hora impropia, todavía con la resaca de la recepción de la víspera (de escocés el whisky del diputado no tenía nada más que la etiqueta). En cambio, Bada, la esposa, era una diosa, una estatuilla de Tanagra; así se lo dijo y la dejó derretida. Los días por venir se presentaban color de rosa.

La voz despreciativa del viejo lo había irritado, necesitaba descargarse el mal humor con alguien. Intentó comunicarle a Carmen su opinión sobre el carácter del pariente, pero ella lo defendió a toda costa: el tío Hipólito, querido mío, es tabú. En la Comisaría le hubiera gustado descargarse, pero le faltaba ánimo para tanto. Los ojos del comisario, ojos de morgue, un facineroso. Se guardó la rabia para descargarla con las dueñas de las pensiones de mujeres de Barroquinha.

Vinieron todas, un total de seis, a la audiencia, que no duró más de algunos minutos. Empujadas hasta el escritorio del jefe, para empezar oyeron una diatriba en regla; el licenciado se desahogaba, golpeando la mesa. ¿Qué se creían? ¿Que en Bahia ya no había autoridad? Habían recibido orden de traslado, la dirección donde debían llevar sus muebles, el lugar donde debían ir a tratar sobre los alquileres y como si nada se les hubiese comunicado, seguían infectando a Barroquinha. ¿Qué especie de locura las había atacado?

—Nadie puede vivir en esos edificios, está todo podrido, los pisos, las paredes. Allí no se puede vivir ni recibir a los hombres —se atrevió a decir Acácia, diosa de las proxenetas, cabellera blanca, un ojo ciego, dueña de una pensión donde ejercía y vivían ocho mujeres—. Está todo pestilente.

—Aquí tengo la información de Salud Pública declarando que los edificios poseen todas las condiciones de higiene obligatorias. ¿O es que queréis vivir en los palacetes del Corredor da Vitória, de la Barra, de la Graça? ¿Qué os creéis?

—Pero, doctor… —también Assunta intenta atreverse.

—¡Cállate la boca! No os hice llamar para oíros decir necedades. Los edificios son óptimos, están aprobados por Salud Pública y por la policía. No hay nada más que discutir. Os doy de plazo hasta mañana para que os mudéis. Si mañana a la noche todavía anda alguna por Barroquinha el garrote va a entrar a funcionar. Después no os quejéis. El que avisa no es traidor.