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Terminado el examen, el doctor Amarílio cubrió el cuerpo con una sábana:

—¿Fue fulminante?

—Dijo ay y se murió, ni me di cuenta… —Tereza se estremece, se tapa la cara con las manos.

El médico vacila antes de hacer la incómoda pregunta:

—¿Cómo fue? Comió mucho, alguna comida pesada y después, en seguida…

—Comió solamente un poco de pescado, un poco de arroz y una rodaja de piña. Había merendado unas pamonhas a las cinco. Después, salimos a caminar hasta el puente, y cuando volvimos se sentó en la hamaca, en el jardín y conversamos más de dos horas. Ya eran más de las diez cuando nos acostamos.

—¿No sabes si ha tenido algún contratiempo últimamente?

Tereza no contestó, no tenía derecho a alardear de sus conocimientos sobre los disgustos del doctor, a descubrir sus quejas y amarguras, ni siquiera ante el médico. Había muerto de repente, ¿de qué servía saber si fue de enfermedad o de disgusto? ¿Acaso le van a devolver la vida? El médico prosigue:

—Dicen que Jairo, el hijo, hizo un desfalco en el banco, una cosa seria, y que el doctor, al enterarse…

Se interrumpió porque Tereza se hacía la desentendida, ausente y rígida, seguía mirando el rostro del difunto; después continuó explicando:

—Sólo deseo saber la causa por la que el corazón falló así. Era un hombre de buena salud pero, claro, cada uno tiene sus disgustos, y eso es lo que nos mata. Anteayer me dijo que aquí, en Estância, restauraba sus fuerzas, que se reponía de sus pesares. ¿No te parece que últimamente estaba diferente?

—Para mí el doctor siempre fue el mismo desde el primer día.

Le contestó para cortar la conversación pero siguió sin contenerse:

—No, eso no es verdad. Cada día fue mejor. En todo. Sólo puedo decirle que no existe nadie como él. No me pregunte más.

Por un instante pesó el silencio. El doctor Amarílio suspiró, Tereza tenía razón, no se adelantaba nada con revolver en la vida del doctor, esta vez ni siquiera la presencia de la amiga y la paz de Estância habían conseguido darle aliento.

—Hija mía, yo entiendo lo que te pasa, lo que sientes. Si de mí dependiera, su cuerpo se quedaría aquí hasta el momento del entierro y nosotros, tú, yo, el maestro João, los que realmente lo quisimos, lo llevaríamos al cementerio. Pero no depende de mí.

—Ya lo sé, siempre me tocó poco, no me quejo, no hubo un solo momento que no fuese bueno.

—Voy a tratar de comunicarme con los parientes, la hija y el yerno están en Aracaju. Si el teléfono no funciona vamos a tener que mandar un mensajero —antes de salir, le informó—. Hay que mandar a alguien para que lo lave y lo vista ¿o Lula y Nina se ocupan de eso?

—Yo lo hago, por ahora aún es mío.

—Cuando vuelva lo haré con el cura y con el certificado.

Para qué un cura si el doctor no tenía fe en Dios. Es verdad, pero igual iba a las fiestas de la parroquia y llamaba al cura para que dijera misa en la fábrica de Nuestra Señora Santa Ana. El padre Vinícius había estudiado teología en Roma, había aprendido a beber buen vino, le gustaba la mesa del doctor a la hora de comer.